Carlos Holemans siempre quiso saber qué ocultaba su padre y, cuando al fin se puso a investigar, se llevó una sorpresa sin igual: era hijo de un pintor que militó en el independentismo flamenco, que trabajó como espía nazi y que salvó la vida de 238 caballeros templarios. Ahí es nada.
En este Making of, Carlos Holemans nos explica el germen de Los espías no hablan (Arpa).
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Un día de hace muchos años, en el cole, el profesor nos preguntó en qué trabajaban nuestros padres. Oficinista, pescadero, médico, decían mis compañeros. Cuando me llegó el turno a mí, no supe qué decir. Yo no sabía cuál era la profesión de mi padre.
Sabía que era (o que había sido) pintor, pero yo nunca le vi blandir un pincel.
En casa había telas, óleos y caballete, pero él ya era mayor y había dejado de pintar, lo que acrecentaba el misterio.
Cuando el tabaco le mató, yo tenía sólo dieciséis años. Mi padre se llevó todos sus secretos al otro mundo. Y mi madre no conocía demasiados detalles de la vida que había vivido antes de que se conocieran.
Crecí con la memoria teñida de negro. Mi padre había sido belga, pero ahora era español, y nunca quiso enseñarme su idioma. Me mantuvo en una burbuja hispana para protegerme de algo que no sabía definir, pero que entendí que podía ser peligroso para mí.
Lo que me llevo a escribir no fue sólo la ausencia de la persona. Fue la presencia constante de la pregunta ¿qué hacemos aquí, si somos belgas?
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Por qué casi no conocemos a nuestra familia, que vive en otro país, a 1.500 km de aquí, y por qué no hablo su lengua?
Si mi padre quiso protegerme de algo y evitar que entrara en contacto con Bélgica, desde luego su idea no tuvo éxito. Yo acabé teniendo un hijo con una mujer flamenca. Además, nuestro hijo es bicultural y habla perfectamente flamenco y español. Como yo mismo hubiera querido ser.
Sabía de la afición de mi padre por los jeroglíficos de La Vanguardia. Cuando era niño y le preguntaba por qué le gustaban tanto, me respondía: porque eso es lo que yo hacía durante la guerra. Resolver jeroglíficos es como decodificar mensajes. ¿Acaso mi padre había sido espía?
Comencé a tirar de un hilo que no sabía dónde podía llevarme. Me zambullí en archivos históricos de Bélgica, Reino Unido, Portugal, Rusia y España. Hurgué en los los cajones de todos mis familiares. Acumulé miles de papeles manuscritos, apenas recortes arrugados, escritos en una lengua que no conocía. Me gasté un dineral en traductores. Me dejé las pestañas en Google. Leí más historia de Bélgica que el más aplicado de los belgas. Escaneé cientos de fotos de todos los álbumes familiares en los que permitieron meter las narices. Amplié mi suscripción a Dropbox. Volé a Bélgica cientos de veces (juro que no exagero). Me entrevisté con viejos que no querían hablar y con moribundos que llevaban décadas esperando que alguien les preguntara. Penetré en un mundo habitado por muertos. En un país y un tiempo que no había vivido y que ya había dejado de existir.
Durante una década mantuve un diálogo imaginario con mi padre: le hacía preguntas y me inventaba sus respuestas. Trataba de imaginar qué habría sentido en las muchas encrucijadas de su vida, cómo y por qué tomó una u otra decisión, y como lidió con sus consecuencias, con frecuencia torcidas.
Mi madre fue clave. Cuando comía con ella, siempre lo hacía con un cuaderno y un lápiz sobre la mesa. Las comidas de los domingos se convirtieron en interrogatorios que ríete de la Gestapo. Elaboré cronologías, listas de domicilios y árboles genealógicos
¿Quiénes son los que salen en esta foto? ¿Dónde vivíais entonces? ¿Cómo vivíais? ¿De dónde salía el dinero? ¿Este cuadro, dónde se pintó, quién lo compró, cuánto pagó, dónde está?
Olvidé que no tenía ninguna técnica narrativa y me concentré en mis obsesiones. Y a medida que los hechos se iban revelando, las palabras comenzaron a caer en su lugar, sin esfuerzo, como la lluvia, que llena los huecos, todo lo iguala y forma un espejo en el que te acabas viendo reflejado.
Mi padre fue un romántico. Un pintor paisajista que añoraba la gloria de aquel Flandes barroco que deslumbró al mundo. Un nacionalista que quiso ver a su país independiente en una Europa enloquecida. Un hombre espiritual que buscaba la luz: la de la pintura y la del misticismo católico de los templarios. Un hombre carnal y juerguista, un mujeriego, un aventurero. Un espía, un superviviente, un imprudente, en todo el sentido de la palabra.
Karel Holemans lo sacrificó todo en el ara de sus ideales. Y perdió cuanto tenía: su país, su nacionalidad, su familia, sus bienes materiales y casi la vida, frente al pelotón que le esperaba con los fusiles cargados.
Lo que le mantuvo a flote fue la pequeña familia que formamos él, mi madre y yo. Le alimentó el amor que sintió por nosotros, hasta que su ultimo aliento fue apagado por el enfisema, por el tabaco asesino.
Resulta paradójico que, tras tantos años y tanto trabajo, lo que haya descubierto es algo que ya sabía desde el principio. Que mi padre me quiso más que a ninguna otra cosa de su vida.
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Autor: Carlos Holemans. Título: Los espías no hablan. Editorial: Arpa. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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