Imagina que, primero, te diriges a una reunión crucial y a uno de los interlocutores, acabando una botella de licor de serpiente vietnamita, se le van cayendo los dientes mientras te habla, más tarde ambos se convierten en esferas y debes acabar con ellos.
Más tarde, visualiza que vas en una gira rocambolesca, por un enorme país, con un pope ruso y con un científico pagado por la iglesia ortodoxa, paseando a un ser que no habla y a una criatura que más parece una planta o un insecto que un ser humano. Imagina que no puedes hablar pero que los seres que te acompañan sí te oyen, aunque seas mudo. Un cuento del patito feo invertido. O de un ángel exterminador.
Los relatos de Starobinets son circulares, giran en torno a los mismos motivos, pero nunca eres capaz de ver por dónde te van a conducir, en qué rincón de la memoria te van a dejar, o qué resortes imaginativos, asociados a la memoria del lector, como receptor, van a mover. Todo es extraño, pero extraño a la manera en que Gregor Samsa se levanta un día y es ya otro, u otra cosa; el discurso racional no desaparece en Starobinets, la sintaxis le otorga una enorme coherencia, y esperas, como receptor de estos relatos, la vuelta atrás en el recoveco, tal vez tocar la muesca que hiciste en el ramal del laberinto que te permita dar sentido a una situación que no tiene vuelta de hoja.
Ahí se produce la extrañeza de su narrativa, la intersección entre la racionalidad del lenguaje y lo alucinado de su mensaje.
Todo es irrevocable y único.
Incluso es difícil hablar de ello sin llegar a plagiar la coherencia alucinada de la escritora rusa.
Son apenas unas palabras las que cambian la dirección del vector de significado, apenas perceptibles, pero están ahí, mostrando un camino escondido en la significación de esta narrativa insólita.
El lenguaje tiene un poder hegemónico en el libro, nunca pierde su sentido, pues es el único correlato de veracidad, y eso es lo que lo convierte en algo verosímil, como si alguien estuviese descifrando sus sueños en el diván del psicoanalista, sin remedio. Y de ahí se destila el miedo. Tienen algo del cine de Lynch, cifrando el horror en una carretera californiana.
Más adelante tienes una operación programada; sin embargo, en el último momento, decides no ir a la misma, y todo empeora. El control por parte de los gobiernos occidentales de la población masculina, dicha operación, para extirpar una glándula. No es obligatoria por ley esa extirpación, pero sí muy aconsejable, y socialmente censurable si no lo haces.
Todo cambia. No hay nada que puedas hacer, pues la libertad, el libre albedrío, es una pieza muy cara en un país que no puede permitirse distorsiones, pero todo cambia. ¿Es el hombre libre? ¿Estamos condicionados por los Departamentos de Sanidad en los países occidentales? ¿Es bueno para el ser humano o para las arcas de un país?
Lo que asusta en los relatos de Starobinets es lo que no se dice y queda implícito en el borde de la palabra.
“El productor soltó un mugido impreciso y se sacó un diente de la boca”.
Situaciones incómodas:
“Sentí que me venía un espasmo de náuseas y respiré profundamente, […] los dientes no se los saca uno de la boca así como así”.
En el fondo, Starobinets pone en la palestra los temas que nos preocupan: el abuso de Internet por parte de toda la sociedad, creando una especie de Leviatán contra el que no se puede luchar sino transformarse, o la maldad implícita de ciertas situaciones que recrean, a su vez, monstruos de desidia y odio:
“Recién despertados lo pasan fatal. Necesitan cariño, calor. […] ¡Que no se acerquen a la ventana! […] Quieren ir hacia abajo. Lo más abajo posible. […] Hay que tenerlo todo cerrado y bloqueado para impedirle saltar”.
En una distopía a la inversa de la República de Gilead. Donde el hombre se ve privado de libertad de elección.
En su libro, el uso de Internet se ha introducido hasta la médula, hasta la misma conciencia se ve alterada, y es capaz de transformar el lenguaje de los infectados por su uso, describiendo una sociedad dividida en dos secciones, los que lo defienden y los que no: aquellos que lo defienden solo hablan maravillas de los aparatos tecnológicos que tienen en sus casas, y entonces se convierten en una cámara de eco de sus interminables ventajas, sin tener en cuenta que la democratización de la tecnología pasa por la caja registradora y no se aplica, por lo tanto, a quien no se lo puede permitir.
Pone en entredicho a la industria del cine y la televisión, cuando se refiere a la creación, cómo manejan las grandes empresas de entretenimiento, el talento de los escritores y los artistas, cómo quieren poner precio a su capacidad, o de lo contrario acabar por mecanizarlos y alienarlos trabajando en soporíferas producciones de todo tipo, según la necesidad del mercado.
La lucha entre la libertad y el destino, entre la creación artística y la mecanización asalariada.
Señala el enorme poder de la iglesia ortodoxa en Rusia, denunciado flagrantemente en “El parásito”, en un momento de deriva nacional-religiosa en la dictadura de Putin, y recuerdo de la grandeza eslava (y eso es valentía por parte de la escritora). Capaz de dominar el pope, desde un crucifijo mecanizado, (que recuerda a aquel de Buñuel en Viridiana), a la ciencia y a las masas enfervorecidas al mismo tiempo, que quieren ver un milagro, sin importar la naturaleza espuria de tal acto.
Incluso Starobinets, en esa gradación hacia el terror o lo insólito, cambia la estructura de los viajes en el tiempo, y emplea el tren como medio de transporte al pasado (los aviones viajan al futuro), mientras cada estación es un año diferente donde bajan los pasajeros para asistir a entierros, o para revisitar su propia juventud. Todo esto patrocinado por la compañía de viajes Zeitgeist. Un guiño a Hegel y a la conciencia de la modernidad.
¿Puede, por otra parte, la pena de muerte verse paralizada por un intento de suicidio del reo? El hombre se convierte en una mercancía comprada por el Estado para que este lo redima, en un momento como el actual, en que la conceptualización de la democracia es algo lábil, casi etéreo, y tiene fluctuaciones basadas en un algoritmo extraño y otro ojo en el mercado.
Sustituye la autora los diferentes niveles del horror, recreados primero por Dante en el infierno, y el suyo se convierte en un paradigma bien conocido en la cotidianidad adocenada de cada uno de nosotros.
La maldad tiene hoy otros rostros, otras apariencias amables, entran por internet en nuestra casa. El hombre del saco sabe nuestra cuenta de banco y nos escribe a diario desde cualquier sucursal aburrida del tedio mientras nos protegemos con contraseñas geniales y avatares cuquis.
Hemos patrocinado nuestro propio apocalipsis.
¿Puede haber acaso un concepto más terrorífico que DC (digitalización de conciencia)? Traducir nuestra memoria a un sistema encriptado para recuperarla después de la muerte. ¿Puede haber algo más taimado?
Como una pirueta en el aire que engendra otra pirueta, como un reflejo dentro de otro reflejo, la sagacidad de Anna Starobinets es sorprendente en la literatura de terror, y lo es porque esos lugares no existen, solo en este libro que alberga tramas que se despliegan ad infinitum, puesto que las consecuencias lógicas, y hasta filosóficas de las mismas, son inagotables y dejan un rastro días después de haberlas leído.
El terror de su libro ya nos está pasando.
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Autora: Anna Starobinets. Título: La glándula de Ícaro. Traducción: Fernando Otero Macías. Editorial: Impedimenta. Venta: Todostuslibros.
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