Guillermo Altares sigue indagando en nuestro pasado común para reflexionar sobre la sociedad en la que vivimos. En este caso lo hace a través de un ensayo en el que repasa el modo en que las dictaduras se impusieron en Europa. En Los silencios de la libertad explora la historia de los golpes de Estado, desde la antigüedad grecolatina hasta la Marcha sobre Roma en 1922 o la España de 1936. Pero, sobre todo muestra el modo en que los europeos conseguimos que la democracia, pese a todo, echara raíces.
En Zenda ofrecemos el primer capítulo de Los silencios de la libertad (Tusquets), de Guillermo Altares.
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LA PESADILLA DE LA ESTUFA CHIVATA
Cuando el mal se cuela en los sueños
Nunca un derecho se ha ganado para siempre,
como tampoco está asegurada la libertad
frente a la violencia, que siempre adquiere
nuevas formasSTEFAN ZWEIG
Alguero, L’Alguer en catalán, alberga un pasado tan denso que puede servir para resumir la historia del Mediterráneo. Situada en el norte de Cerdeña, por esta ciudad combatieron genoveses, pisanos, venecianos, aragoneses, piamonteses… Después de expulsar a sus habitantes sardos en el siglo XIV, Pedro IV la repobló con gentes procedentes de la Corona de Aragón, que trajeron un nuevo idioma a la isla. El dialecto alguerés del catalán se sigue hablando entre las murallas de esta urbe, que ha resistido como ha podido los asaltos de la historia y ahora del turismo masivo. Esta variante de la lengua catalana es una de las lenguas oficiales de Italia, un país en el que prácticamente hasta la posguerra (algunos expertos sostienen que hasta la llegada de la televisión pública, la RAI) los dialectos regionales eran mucho más utilizados que el italiano. Justo en un momento en que se intenta identificar a las naciones y a sus habitantes con un determinado idioma, con teorías artificiales que contradicen el pasado y el presente multilingüe de muchos países, no deja de ser interesante que, cuando Italia se convirtió en un Estado, en la segunda mitad del siglo xix, solo una parte de sus ciudadanos dominara ese idioma. El historiador francés Louis-Jean Calvet explica en su ensayo La Méditerranée. Mer de nos langues que «los dialectos disfrutaban de un enorme reconocimiento social y eran hablados tanto por las clases populares como por la aristocracia». Prácticamente solo manejaban el italiano aquellos que estaban escolarizados, una minoría en aquella época en la que el 75 por ciento de los habitantes del país eran analfabetos.
En Italia se hablan también el ladino y, sobre todo, el alemán en los valles alpinos del norte; el griego en Apulia y Calabria, en el sur; el esloveno en la zona de Trieste; el albanés en pueblos de Sicilia… Pero algunas de estas lenguas han ido perdiendo su espacio. Un reportaje de The New York Times contaba en 2016 que solo mantenían el catalán como idioma principal un cuarto de los 43.000 habitantes de Alguero y que cada vez menos lo escribían con soltura. La Unesco considera que un idioma que utilizan en su vida cotidiana menos de cien mil personas puede desaparecer (un millón de hablantes es la barrera que marca la supervivencia segura). Como tantas lenguas minoritarias, las que solo conservan unos pocos miles o cientos de personas, a veces hasta unas pocas decenas, el alguerés tiene cada vez menos futuro en un mundo global. Europa podría contarse a través de los idiomas que han sido engullidos por la historia. Y es una pena. Como escribió el lingüista australiano Nicholas Evans en Dying Words: Endangered Languages and What They Have to Tell Us, «cada lengua tiene una historia diferente que contarnos porque ofrece una gama específica de respuestas a enigmas de la existencia humana».
Al igual que el alguerés, muchos idiomas europeos esconden un largo relato de mezclas y préstamos. No hay una ciencia tan nociva para el nacionalismo excluyente como la etimología, porque demuestra hasta qué punto el concepto de pureza es falso o directamente imposible (en realidad, solo le supera la genética): en Europa, y en casi todo el planeta, toda cultura es el fruto de intercambios y mestizajes. El lingüista Calvet lo explica así:
Las lenguas tienen una memoria. Se acuerdan de las lenguas anteriores, ofrecen su testimonio a través de las palabras que han heredado. Los paisajes también albergan diferentes memorias: las de los movimientos geológicos que los han formado, las de las manos humanas que los han moldeado, pero también las de las lenguas que los han nombrado.
El catalán de Alguero se mantiene como un tambaleante recuerdo vivo de esa rica y saludable, un poco caótica y babélica, historia lingüística de Europa. Visité la ciudad sarda un lejano mes de septiembre. Nos sorprendió alguna poderosa tormenta que anunciaba el final del verano, pero apenas nos topamos con el catalán, ni en las cartas de los restaurantes, ni en conversaciones pilladas al vuelo, ni en las tiendas. Eso sí, las calles se llaman carrers y una vistosa delegación de la Generalitat de Cataluña ocupa un edificio histórico del centro. Aunque todavía no existían los vuelos de Ryanair, había muchos turistas y se escuchaba el italiano, naturalmente, pero también el francés, el inglés, el español… Recuerdo una ciudad muy agradable para pasear, cómodamente instalada sobre un tranquilo golfo, con muchos restaurantes estupendos (la comida sarda es de las más ricas de Italia y, por lo tanto, del mundo). No dormíamos en el centro, en la parte amurallada, sino a unos pocos kilómetros de la ciudad, en una casa rural, un agriturismo en mitad del campo, al que se acercaba por las noches un simpático perro a pedir comida y cariño. La casa campestre estaba situada cerca de una pequeña localidad, casi un barrio, Fertilia. Si Alguero puede servir para resumir las luchas por el control del Mediterráneo desde la Edad Media y la huella de aquellas guerras en las ciudades y en las lenguas, el origen de Fertilia se alza como un compendio de las desgracias que ha sufrido el continente durante una parte demasiado larga de su historia, pero también de la voluntad de los regímenes totalitarios de controlar todos los aspectos de la vida cotidiana.
Fertilia fue concebido como un pueblo fascista en el sentido literal: lo fundó en 1936 el régimen de Benito Mussolini con el objetivo de trasladar a población desde Ferrara, en el norte de Italia, para evitar los problemas sociales que en ese momento estaban estallando en la zona. El objetivo era proporcionar tierras y casas en un territorio lejano, poco poblado y bastante salvaje para tratar de calmar la situación: incluso para un régimen violento, la represión no es siempre la única solución. Al igual que el barrio EUR, de Roma, o Sabaudia, una ciudad costera cercana a la capital, representa un ejemplo inconfundible de arquitectura fascista: racionalista, uniforme, con un trazado cuadriculado y algunas reminiscencias delirantes del pasado imperial romano. La idea que late detrás de esta ciudad es muy parecida a los poblados de colonización que el franquismo fundó, sobre todo en Andalucía y Extremadura, desde el final de la Guerra Civil hasta bien entrados los años sesenta: ocupar territorios vacíos y darles un desarrollo económico a través de la agricultura, pero también crear un nuevo arquetipo humano en un espacio arquitectónico construido siguiendo los principios del Movimiento Nacional, un lugar acotado que, además, ayudaba a mantener el control social. La diferencia es que los poblados de colonización españoles eran ocupados por habitantes de la misma provincia, a los que entregaban casas nuevas y tierras que habían sido de secano. Mussolini, en cambio, trasladaba a poblaciones desde la otra punta del país. Lo que empezó como un sueño fascista acabó como una pesadilla provocada por la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial y la pérdida de territorios en beneficio de la Yugoslavia de Tito. La construcción de Fertilia se paró durante el conflicto y se retomó cuando este acabó, pero esta vez para albergar a refugiados italianos expulsados de la península de Istria y de Dalmacia, uno de los muchísimos movimientos forzados de población que se produjeron a partir de 1945 en toda Europa. Millones de personas que habían residido durante generaciones en países multiculturales fueron arrancados de sus vidas anteriores con violencia, a veces en apenas días: el mayor flujo de refugiados de todo el conflicto fue la expulsión de 13 millones de alemanes étnicos tras la derrota del Tercer Reich. Los italianos también padecieron el triste final de las ambiciones territoriales de sus gobernantes fascistas. Por eso, hoy muchas calles de Fertilia tienen nombres de lugares del Friuli y del Véneto, la iglesia está dedicada a san Marcos y la estatua de un león alado, símbolo de Venecia, decora el parque principal (la Serenísima fundó muchas colonias en las zonas de las que fueron expulsados los habitantes italianos durante un violento proceso de eslavización por parte de Tito).
Durante milenios, los reyes y gobernantes han tenido poder sobre la vida y la muerte de sus súbditos, sobre su libertad, sus bienes, sus familias, sus cuerpos y su dolor. Podían torturar, asesinar, secuestrar, incautar, descuartizar, encarcelar, violar, exiliar… sin dar mayores explicaciones a nadie. La idea de que los crímenes de un gobierno contra sus propios ciudadanos podían ser perseguidos por la justicia solo comenzó a forjarse en el siglo XX y a cuajar como un embrión de sistema jurídico internacional después de la Segunda Guerra Mundial. En los años veinte, el jurista polaco Raphael Lemkin, siendo estudiante en la ciudad de Lviv (entonces Polonia, ahora Ucrania), mantuvo una discusión con un profesor que justificaba las matanzas de armenios por parte del Imperio otomano sosteniendo que, al fin y al cabo, un Estado tenía derecho a hacer lo que quisiese con sus ciudadanos, incluso asesinarlos «igual que un granjero que matase a sus pollos». De la indignación que le provocó aquella concepción del poder surgió la idea de que tenían que existir unas leyes, por encima de los estados, que castigasen esos crímenes. Y a causa de aquellas masacres se creó la palabra genocidio, para describir un crimen que hasta entonces no tenía nombre: la voluntad de destruir a un grupo étnico o religioso solo por el hecho de existir. La historia mundial puede leerse como el relato de unos individuos, todos nosotros, que consiguen convertirse en ciudadanos, que logran construir un espacio de libertad y de seguridad y tomar sus propias decisiones por encima del poder del Estado, y que consiguen regirse por leyes públicas, justas e iguales para todos. Esto es algo que la mayoría de los europeos solo hemos alcanzado a finales del siglo XX, y en algunos casos —Rusia, Bielorrusia— ni eso. Y nunca se debe olvidar que Europa es un oasis. En muchos otros lugares del mundo la democracia sigue siendo una quimera: solo uno de cada cinco habitantes del planeta vivía a principios del siglo xxi en un régimen pleno de libertades. El breve periodo de tiempo en el que se puede considerar que hemos sido libres —y no totalmente, porque la discriminación por motivos de sexo, religión, color de la piel y situación económica sigue marcando la vida cotidiana de millones de ciudadanos y, sobre todo, de ciudadanas— revela hasta qué punto el Estado de derecho es frágil y, también, las profundas huellas que han dejado las dictaduras en las generaciones que las sufrieron. La escritora italiana Natalia Ginzburg lo resumía así en su libro Las pequeñas virtudes, en el que relata sus exilios interiores y la persecución que padeció por parte del fascismo:
Es inútil creer que podemos curarnos de 20 años como los que hemos pasado. Aquellos de nosotros que hayan sido perseguidos nunca volverán a tener paz. Un timbrazo nocturno no puede significar otra cosa que la palabra policía. Es inútil decirnos y repetirnos que tras la palabra policía tal vez haya ahora caras amigas a las que podamos pedir protección y ayuda. Esa palabra siempre nos produce desconfianza y espanto. Si miro a mis hijos cuando duermen, pienso, aliviada, que no tendré que despertarlos en plena noche para huir. Pero no es un alivio pleno y profundo. Siempre tengo la sensación de que el día menos pensado tendremos que volver a levantarnos y huir.
Esos recuerdos permanecen en las personas, en los miedos que nunca logran borrarse del todo, pero también en los objetos, en los lugares, en las lenguas, en las costumbres. La libertad es vivir sin temor. Todos aquellos que se amedrentan ante las instituciones que deberían protegerlos son cualquier cosa menos libres. Pero bajo un régimen totalitario no solo se pierde la libertad o, mejor dicho, se pierde la libertad de muchas formas diferentes.
Los totalitarismos juegan con la vida y la capacidad de decidir por sí mismos de sus súbditos. Pero además tratan de modelar todos los aspectos de su existencia. El peligro de los regímenes absolutos no reside solamente en el poder letal que han demostrado a lo largo de la historia, sino también en su capacidad para construir sociedades de castas que atribuyen a cada individuo, por su lugar de nacimiento, su clase social, su sexo, un lugar en el que queda atrapado para siempre, con muy pocas posibilidades de prosperar o de crear un espacio propio, independiente del Estado. Controlan, con mayor o menor fortuna, lo que pueden leer, incluso pensar, comer, vestir, soñar, jugar, escuchar, amar… La lengua, naturalmente, es una parte esencial en esa aspiración de construir un nuevo mundo: Hitler, Stalin, Mussolini, Franco llenaron de palabras envenenadas los idiomas de sus países, mientras luchaban activamente contra otras expresiones o lenguajes. El dictador español prohibió la utilización en público del catalán y el vasco, aunque no logró aniquilarlos, mientras que en el Imperio ruso, desde los zares, se eliminó la enseñanza del ucraniano, pensando que eso acabaría con el nacionalismo en este país, una obsesión que llega hasta Vladímir Putin y su guerra para tratar de borrar la nación ucraniana del mapa. En su clásico La lengua del Tercer Reich, Victor Klemperer, intelectual judío que logró sobrevivir en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial y autor de un diario considerado un clásico sobre el totalitarismo, ya analizaba en 1949 lo que los nazis le habían hecho al alemán, cómo pervirtieron una lengua utilizada para la cultura, la filosofía y la música con su racismo y su visión del mundo, y cómo convirtieron el habla cotidiana en una poderosa máquina de propaganda. Pero esta transformación no solo afecta a los aspectos que un régimen absoluto consideraba cruciales, sino a los detalles aparentemente nimios. El periodista francés Cédric Gras escribió un libro muy interesante, titulado Alpinistas de Stalin, sobre dos escaladores que, en la Unión Soviética de los años treinta, llegaron a ser héroes del socialismo, pero que también fueron víctimas del comunismo. Gras explica que los montañeros no podían ser simples deportistas, porque eso era burgués. Por lo tanto, no se podía hablar de «una ascensión », ni de una «expedición», sino que siempre había que utilizar los adjetivos «científica», «militar» o de «prospección» para darle una utilidad. Dominando la forma en que se hablaba y se escribía, controlan lo que es verdad y mentira, los símbolos, el arte, la literatura, el cine, la música (esta última resulta especialmente crucial por su poder evocador y alcance universal cuando todavía había mucho analfabetismo)… La arquitectura como una forma de propaganda en la que se vivía y que se contemplaba desde todas partes fue una obsesión de muchos tiranos, tal vez inspirados por la afición de los emperadores romanos a dejar su huella en piedra. Franco tuvo su Valle de los Caídos; el rumano Nicolae Ceaușescu arrasó el centro histórico de Bucarest para erigir un inmenso Palacio del Pueblo y construir decenas de viviendas que, de paso, le servían para controlar a la nomenclatura comunista (era más fácil instalar los sistemas de escucha desde el primer ladrillo); Hitler soñó con transformar Berlín en Germania, la capital del Reich de los Mil Años; Stalin seguía tan de cerca el urbanismo, que el hotel Moscú tiene dos fachadas diferentes porque le presentaron dos planos distintos del edificio y, al no tener muy claro cuál había elegido, los constructores prefirieron no arriesgarse y edificaron las dos versiones.
El ego de los tiranos, sus delirios de grandeza, la idea de que su huella permanecerá a lo largo de los siglos, los ecos imaginados de los faraones y los emperadores de Roma poseen un papel importante en todos estos proyectos. Pero no es lo único. El objetivo es también imponerse en las mentes de los ciudadanos porque su voluntad de regular el mundo se aplica a todos los espacios: restringen los lugares a los que se puede ir, los barrios en los que se puede vivir o aquellos que están vetados. Tratan de dominar el presente, pero también el pasado e incluso el futuro que pretenden construir, aunque para llegar a él tengan que atravesar montañas de cadáveres. Las leyes del Tercer Reich, que tenían el objetivo de crear una sociedad que los jerarcas nazis consideraban «racialmente pura», y que derivaron en los años cuarenta en la máquina de exterminio industrial del pueblo judío, son el ejemplo más evidente; pero no representan, ni de lejos, el único. Durante y después de la Guerra Civil, Franco aplicó en España un programa de asesinato de cualquier persona peligrosa para su nuevo orden. Tanto él como sus generales verbalizaban este plan de aniquilación sin ningún remordimiento ni cargo de conciencia: era un deber que tenían que cumplir. En la Unión Soviética, la colectivización agrícola de Stalin en los años treinta provocó una hambruna que acabó con la vida de millones de personas. En Ucrania, donde se calcula que murieron entre cuatro y cinco millones, ese periodo se le conoce con el nombre de Holodomor y muchos historiadores no dudan en hablar de un genocidio. Se trata de una palabra, que en ucraniano quiere decir literalmente «matar de hambre», que deberíamos tener asentada en nuestra conciencia colectiva de europeos, aunque desgraciadamente no es así. La destrucción de los kulaks arrastró a toda Ucrania a un horror de hambre y deportaciones cuyo objetivo no solo eran estos campesinos, pequeños propietarios de tierras y ganado, sino también grupos étnicos, como polacos y alemanes, considerados enemigos del pueblo. Al igual que ocurrió durante la Shoah, el exterminio y la crueldad eran un propósito en sí mismo, pero a la vez formaban parte de una idea del mundo que había que alcanzar sin importar que para ello hubiera que asesinar a millones de personas. La historiadora Anne Applebaum lo explica así en Hambruna roja, su libro sobre el Holodomor:
La deskulaquización fue la herramienta más espectacular de todas las que se utilizaron para imponer la revolución en las zonas rurales. Pero iba acompañada de un ataque ideológico igual de poderoso contra el «sistema» que supuestamente representaban los kulaks y que las granjas colectivas debían sustituir: la estructura económica de la aldea, así como el orden social y moral que representaban las iglesias, los sacerdotes y cualquier tipo de símbolos religiosos que hubiese en el lugar. La represión religiosa comenzó en 1917 y se prolongó hasta 1991, pero en Ucrania alcanzó su punto álgido durante la colectivización.
Aunque de una forma menos violenta, Fertilia se enmarca dentro de esta misma idea, al igual que las decenas de ejemplos de arquitectura fascista, nazi o comunista que pueden contemplarse en el mundo. Pero fue Mussolini el pionero del nuevo totalitarismo contemporáneo. «El fascismo fue la innovación política más importante del siglo XX y la fuente de gran parte de sus padecimientos», escribe el estadounidense Robert O. Paxton en Anatomía del fascismo. Este experto explica cómo un movimiento asentado principalmente en el norte de Italia, en el Valle del Po, logró dominar todo el país. La clave no estuvo solo en la violencia de los Camisas Negras, sino en buscar alianzas, por ejemplo con los campesinos, y en lanzar programas de obras públicas desde el poder local, además de apalizar o asesinar a los opositores si era necesario. Pero su objetivo era sobre todo cambiar profundamente la sociedad. «Los escuadristas consiguieron demostrar la incapacidad del Estado para proteger a los terratenientes y mantener el orden», señala Paxton, quien relata cómo lograron convertirse en un poder de facto con el que el Estado italiano no tenía más remedio que pactar. Fue este proceso, y la mezcla de estulticia e incapacidad del rey Víctor Manuel III, los que permitieron que Benito Mussolini realizase la marcha sobre Roma en 1922 y se hiciese finalmente con el control de todo el país. El apoyo de los poderes económicos también fue fundamental. Pensaron que el fascismo era una forma de detener el comunismo, y no otro mal igual de nocivo. Este mismo historiador cambió en los años sesenta la percepción de Francia durante la Segunda Guerra Mundial, que pasó de ser un país lleno de resistentes contra los nazis, como había querido transmitir Charles de Gaulle, a convertirse en un Estado roto, en guerra civil, con un régimen de corte fascista y colaboracionista, el del Vichy del mariscal Pétain, que contaba con un significativo apoyo popular, enfrentado a algunos ciudadanos que se lanzaron al monte a defender sus libertades. El lema ultraconservador de Vichy era «Trabajo, familia, patria», pero los impulsos que movieron su acción de gobierno fueron el antisemitismo visceral —policías franceses, y no la Gestapo o las SS, llevaron a cabo las grandes razias contra los judíos— y el odio al comunismo y al Frente Popular, al que responsabilizaban de todos los males de Francia. Pétain, como tantos dictadores antes y después de él, se arrogó la misión de combatir el caos y reinstaurar el orden apoyándose en un amplio aparato represivo, pero también en una eficaz propaganda y en el aplauso de una parte no desdeñable de la sociedad.
Bajo el fascismo, casi nada se escapaba a la visión del mundo del Duce. «A Mussolini le gustaba identificar cosas fascistas», escribe David Gilmour. «El boxeo, por ejemplo, era “una forma exquisitamente fascista de expresión corporal”. La virilidad era fascista, la velocidad y las proezas deportivas eran fascistas, las mujeres fecundas con enjambres de niños eran fascistas y, por encima de todo, la guerra, que era para los hombres lo que la maternidad para las mujeres». Una jornada particular, la película de 1977 de Ettore Scola con Sophia Loren y Marcelo Mastroianni, relata a través de un edificio de viviendas en Roma cómo toda la sociedad queda atrapada en una maraña de propaganda, que se muestra especialmente eficaz con los niños. Loren interpreta a un ama de casa que ha digerido todas las consignas del fascismo —«La cocina no es sitio para hombres», le dice a su invitado—, aunque en realidad es una infeliz esclava doméstica explotada por su marido, un tipo violento y machista, y por su familia numerosa. Mastroianni interpreta a un periodista expulsado de la radio por ser homosexual. Son los dos únicos que se quedan en sus pisos, junto a una portera entusiasta del régimen, peligrosamente cotilla y chivata, mientras todos los demás, con sus uniformes, van a un desfile militar con el que Mussolini recibe a Hitler en su visita a Roma. El filme transcurre en 1938, cuando la guerra ya está cerca y la radio siempre está presente, como una máquina inagotable de consignas, transmitiendo discursos belicistas que elogian el espíritu marcial. Cuando Loren y Mastroianni se encuentran y él explica que vive solo, lo primero que le pregunta ella es por el impuesto de la soltería. Aquellos que no daban familias a la Italia fascista tenían que pagar una tasa especial, pero solo era aplicable a los varones. En una sociedad que exaltaba el machismo como forma de vida, si eras un hombre se entendía que no te casabas porque no querías, si eras mujer, porque no podías. «El impuesto sobre los solteros establecido en 1934 indicaba el deseo del régimen de que todo hombre adulto estuviera casado para que las mujeres permanecieran, por supuesto, en casa», explicaba Edward R. Tannenbaum en La experiencia fascista (1922-1945). Sociedad y cultura en Italia. Este historiador argumenta que el fascismo pretendía revolucionar la sociedad y mantener, a la vez, la estructura social y el sistema de clases con una especial atención a la sumisión de las mujeres. «A pesar de los ejercicios gimnásticos, de las danzas rítmicas y de las colonias de vacaciones, las actitudes sociales del régimen fueron profundamente reaccionarias. Por encima de todo, el puesto de la mujer se encontraba entre la cocina y el dormitorio», señalaba. El gran hallazgo de Una jornada particular reside en su capacidad para describir cómo, dieciséis años después de la marcha sobre Roma, el fascismo había logrado el sueño del Duce: no solo imponer el poder a través de la violencia, sino meterse en las mentes y las rutinas de los italianos, conseguir que la inmensa mayoría de los ciudadanos considerase que este nuevo mundo, que tenía mucho del viejo, fuera algo normal y deseable. «Mussolini llevó a cabo una revolución antropológica que pretendía modelar a los individuos por su sujeción al Estado. El Partido solo era un instrumento de control y movilización de las masas, la realidad del poder se encontraba en las manos del Estado y del jefe del Gobierno, el Duce del fascismo», escribe el historiador francés Frédéric Le Moal, experto en fascismo, en el libro colectivo Le siècle des dictateurs.
El poder había instalado los instrumentos para llevar a cabo el proyecto totalitario de refundir el alma y el cuerpo de los italianos: el Dopolavoro, que se ocupaba del ocio, los Balilla y Avanguardisti, que acogían a los niños y a los adolescentes para infundir en sus jóvenes cerebros los dogmas del régimen. Una lucha implacable contra todas las desviaciones, sociales o sexuales, fue lanzada, con la condena al exilio interior en regiones remotas —el confino— de los homosexuales, los marginales y los opositores.
La fundación en 1936 de los mayores estudios de cine de Europa, Cinecittà, la machacona y vociferante radio o la construcción de Fertilia integraban ese mismo proyecto. Del mismo modo que en la España de Franco, la Alemania de Hitler o la Unión Soviética de Stalin, no se trataba solo de gobernar un país mediante el miedo, sino también de crear una sociedad a través del control, la publicidad y la educación. En su novela Correr, sobre el campeón de atletismo Emil Zátopek, el narrador francés Jean Echenoz describe así lo que ocurrió cuando Alemania ocupó Checoslovaquia en 1938:
La propaganda nacionalsocialista se ha instalado en sus diversas modalidades. Censura de prensa, cine, libros y canciones. Prohibición de escuchar radios extranjeras. Mítines y conferencias bastante obligatorios, reparto de folletos, colocación de carteles a gran escala. Las calles están plagadas de periódicos murales, de fotorreportajes donde se demuestra que el Ejército de ocupación es de lo más correcto.
Cualquier cosa, por muy insignificante que pareciese, podía convertirse en un instrumento con el que los nazis podían resaltar su visión racista del mundo. Fundaron, por ejemplo, muchos zoos en los años treinta, porque veneraban una naturaleza idealizada, pero trataban de exhibir solo animales autóctonos, bichos alemanes frente a la peligrosa presencia de criaturas extranjeras. Los manuales escolares, los profesores, las asociaciones juveniles: el adoctrinamiento empezaba en la escuela, incluso en las guarderías, y continuaba en todos los aspectos de la vida: el trabajo, el ocio, la familia, la vivienda, la sanidad… No resulta extraño que ese Estado totalitario fuera tan eficaz y poderoso como para lograr ocupar también uno de los aspectos más íntimos de cualquier persona: sus sueños. No solo asesinó, torturó, aniquiló y construyó un sistema enorme de campos de concentración a la vez que imponía su ideología en todos aspectos de la vida cotidiana. Fue más allá porque logró introducirse en los confines de la conciencia.
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Autor: Guillermo Altares. Título: Los silencios de la libertad. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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