Siempre es buena noticia que Juan Manuel de Prada tenga nuevo artefacto: llega a las librerías este Los tesoros de la cripta, una recopilación de reseñas de películas olvidadas de principios y mediados del XX que se publicaron originalmente en el diario ABC. Recomiendo leerlo a la manera que apuntó Luis Alberto de Cuenca en la presentación madrileña del libro: a capítulos aleatorios, quizá parezca una forma menor de leer, pero deteniéndose en el lenguaje y el análisis, que son cosas mayores.
Me une a este libro la declaración de intenciones del inicio: dice Juan Manuel que es omnívoro. Creo que esa actitud no solo implica comer de todo, sino también ser desprejuiciado con el alimento, cosa que se advierte una y otra vez en la obra. Me une además esa querencia confesada por el autor hacia los raros y los proscritos, los excéntricos, los derrotados y los réprobos. Me une, finalmente, la capacidad de este señor de ver películas con la misma fascinación con que las podría ver el espectador de principios del siglo XX: no como estos espectadores del siglo XXI que somos, atados a la sobreexposición y a la ingesta masiva a distancia de un click.
Celebra el libro de De Prada al cine a través del cine olvidado, subterráneo y/o denostado. Me parece de justicia que alguien dedique su tiempo a escribir sobre el-cine-que-era, una especie mutante, un mundo de multipantallas que lo achata y lo convierte narrativamente en otra cosa. Recientemente escuché a Guillermo del Toro en una conversación con Jordi Sánchez Navarro afirmar que las series pertenecen a los arcos narrativos y a los personajes, y el cine a las imágenes. Decía: “De una película de Kubrick te puedo sacar 40 imágenes inolvidables. De una serie, 40 momentos maravillosos”. Por eso me gusta el cine: por los ríos de Renoir, por las ventanas de Hitchcock o por las sábanas al viento de Cimino.
Y me gusta el cine del que habla Juan Manuel porque es arqueología, porque es antropología de hombres y mujeres que no volverán y porque es biografía de los precursores que configuraron: Fuillade y Los vampiros (1915), la valía de Griffith, mi querido Joe May y su Hombre invisible, el primer Diez mandamientos de De Mille, El caserón de las sombras que es mi James Whale más apreciado, ¡qué maravilla Los 5000 dedos del doctor T, del Doctor Seuss! ¡Las Vegas 500 millones, de Isasi Isamendi ¡Y Fernán Gómez, tan vivo y tan madrileño en El mundo sigue!… Además, hay mucho en Los tesoros de la cripta con lo que toparse: el McKendrick norteamericano, las chifladuras argentinas de Daniel Tinayre, el Jeckyll y Hyde de Mel Brooks, que es casi lo poco que me queda de ver de su obra… Como explica De Prada en el prólogo, también se sirve para meter en su texto pequeñas licencias verosímiles sobre estas películas: me parece una pequeña maldad cuando se ha convertido en hábito recopilar datos frente a analizar películas.
Durante muchos años trabajé como crítico en La Nueva España y Cinemanía y es muy difícil encontrar a analistas como Juan Manuel que se separen del gusto y argumenten, que desarrollen con inteligencias múltiples lo que están viendo. Esto requiere muchísimas lecturas, muchísimas pinturas, muchísimas fotografías: interpretar lo que se ve sin caer en la “sobreinterpretación” o “interpretación paranoide” de la que hablaba Umberto Eco en sus ensayos sobre interpretación del arte y que hoy es tan habitual en algunos portavoces de lo políticamente correcto, a los que ambos detestamos. Pongo algunos ejemplos que aparecen en Los tesoros de la cripta para que los lean y piensen: la conexión de El acorazado Potemkin con Intolerancia; la sustancia visual de los pioneros (leo sobre el Peter Pan de Brenon y me emociono); la amalgama freak de Browning en Freaks pero, sobre todo, en ese Garras humanas que anticipa a Cronenberg; su uso de Iquino como el director arquetipo que recorre el cine español del XX hasta mimetizarse con él… Y, cómo no, no sería un libro de cine interesante sin cosas con las que no esté de acuerdo: señala a Herzog como poco más que un petimetre y le gusta Mulholland Drive. Dos pecados que espero esté dispuesto a enmendar.
Afirma Juan Manuel en el prólogo que escribe no para mostrarse sino para emboscarse. En él veo una combinación contradictoria, cómo no, de ambas actitudes: creo que es feliz mostrándose emboscado, como James Cagney berreando al final de Al rojo vivo, de Raoul Walsh: “Lo conseguí, madre, estoy en la cima del mundo”.
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Autor: Juan Manuel de Prada. Título: Los tesoros de la cripta. Editorial: Renacimiento. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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