La editorial Altamarea rescata este título ya publicado en 1958 (y en 1960 con un texto añadido) y compuesto por cuatro nouvelles que, de alguna manera, resumen los rasgos característicos de la obra de Sciascia: la atención a los detalles, la confrontación entre Sicilia y el mundo, la pérdida de la inocencia, la denuncia a los poderosos… Todo regado con el habitual humor del autor.
En Zenda reproducimos el primer capítulo de la nouvelle La tía de América, presente en el libro Los tíos de Sicilia (Altamarea), de Leonardo Sciascia.
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Capítulo 1
Filippo silbó a las tres de la tarde. Me asomé a la ventana. Desde la calle chilló «¡ya están aquí!». Bajé deprisa las escaleras, mi madre me gritó algo a mis espaldas.
En la plaza, en cambio, había dos alemanes. Habían desplegado en el suelo un mapa y uno de ellos marcaba una carretera con un lápiz, pronunciaba un nombre y levantaba la vista hacia el maresciallo, que decía «sí, de acuerdo». Luego, plegaron el mapa y fueron hacia la iglesia. Bajo el pórtico había un coche cubierto con ramas de almendro. Sacaron un pan, algo de jamón. Pidieron vino. El maresciallo mandó que un carabiniere trajera una garrafa de casa del arcipreste. Los tenían sobre ascuas aquellos dos alemanes que comían tranquilos, tenían miedo y estaban impacientes, tanto que el arcipreste consintió en deshacerse de una garrafa de vino. Los alemanes comieron, se acabaron el vino y encendieron los puros. Se fueron sin ni siquiera despedirse. El maresciallo reparó entonces en nosotros, nos gritó que desapareciéramos de allí y amenazó con patearnos el culo.
De americanos, nada de nada. Eran alemanes, quién sabía cuándo iban a llegar los americanos. Para consolarnos, fuimos al cementerio, que estaba en alto y desde allí se veían los aviones de doble cola caer en picado sobre la carretera de Montedoro y ascender de nuevo mientras en la carretera aparecían nubes negras; luego, se oía un ruido como el que hacen los botijos cuando se rompen. Quedaban los camiones negros en la carretera, se hacía el silencio, y los de la doble cola volvían y ametrallaban. Era bonito ver cómo se lanzaban en picado y luego, de repente, verlos otra vez en el cielo. A veces nos pasaban cerca, y saludábamos con la mano al americano que creíamos que nos miraba. Pero aquella tarde trajeron al pueblo a un carretero despanzurrado y a un niño de nuestra edad herido en una pierna, había saludado con la mano, pero el de la doble cola venga a ametrallar. Los de la doble cola hacían tiro al blanco, disparaban a las gavillas de trigo, a los bueyes que pastaban en los rastrojos. Al día siguiente, por la mañana, Filippo y yo fuimos al campo en el que hirieron al carretero, encontramos por todas partes casquillos gordos como los del calibre doce que usa mi padre. Nos llenamos los bolsillos. Todo el campo para nosotros, silencioso y resplandeciente. Los campesinos no podían salir del pueblo, los militares bloqueaban los caminos. Nosotros cogíamos un camino de cabras que nos llevaba a una cantera y luego a campo abierto. En los árboles había almendras con la piel aún verde y áspera, dentro blancas como la leche: las llaman almendrucos; y las ciruelas de mayo que se pegan al paladar, agrias, todavía verdes. Cogíamos todas las que podíamos acarrear y las comerciábamos luego con los soldados, que a cambio nos daban cigarrillos Milit. Los Milit eran nuestra riqueza, durante un año fueron un gran recurso. Los hombres fumaban todo lo que pillaban en aquel tiempo. Mi tío probó con las hojas de parra mojadas en vino y secadas en el horno, con las hojas de berenjena salpicadas con vino y miel y luego secadas al sol, con hojas de alcachofa maceradas al vino y luego horneadas, por eso por un Milit pagaba hasta media lira. Yo ponía primero el precio, pedía un anticipo, luego me hacía con los dos o tres cigarrillos de la jornada. Por la noche intentaban volver a agenciarse el dinero o buscaban más cigarrillos. Yo fingía dormir y veía que sacudían las ropas, hurgaban en los bolsillos. No encontraban nunca nada, intentaba gastar siempre hasta el último céntimo antes de volver a casa, y si me quedaban cigarrillos los escondía en la entrada, en el paragüero. Nadie quería enfadarse conmigo por razón de los cigarrillos que le procuraba a mi tío. Cuando mi padre se enfadaba conmigo porque me comportaba como un usurero, el tío lo tranquilizaba por miedo a que el comercio se acabase. Mi tío daba vueltas por la casa y decía siempre «si no fumo me muero», me miraba con odio y luego, dulcemente, me preguntaba si no tenía un Milit. Una vez, un soldado que vino de Zara a buscar dos huevos que yo había robado en casa me dio un paquete con veinte Serraglio; mi tío me dio doce liras. Por la noche no me quedaba un céntimo, mi padre casi me mata, pero mi tío me protegía, estaba obligado a hacerlo porque, si no, al día siguiente no iba a ver el cigarrillo ni siquiera después del café de malta, que era el momento en el que la necesidad de tabaco lo volvía loco. Desde que sonaron las campanas a rebato, y desde que en la calle llegaban gritos de que los americanos estaban en Gela, mi tío hacía locuras, y los Milit los subí a una lira. Al tercer día de emergencia, el bedel de la escuela, al pasar, le gritó a mi tío, que estaba asomado a la ventana, «¡los hemos detenido! En Favarotta, los alemanes han atacado, una masacre», y mi tío entró en casa a los gritos de «¡entre la arena y mar, lo decía el Duce, entre la arena y el mar!», y declaró que no iba a pagar más de media lira por un cigarrillo. La noticia era falsa, y aquella noche se restableció el precio de una lira.
Filippo le vendía los cigarrillos a su hermano, y al camarero del círculo de los nobles, que luego se los vendía a algún noble, y aún ganaba algo. El dinero nos lo jugábamos con otros chavales a raya, o a cara o cruz, comprábamos unas gachas de algarrobo, y había cine todas las tardes. Filippo tenía una habilidad particular para acertarle con un escupitajo a una moneda puesta a diez pasos, al hocico de un gato al sol, a la pipa de los viejos que charlaban ante el círculo del Mutuo Soccorso. Yo fallaba en el blanco por más de un palmo, pero en el cine ya iba bien así, no te podías equivocar. Era un teatro viejo, e íbamos siempre al gallinero. Desde allí arriba, a oscuras, pasábamos dos horas escupiendo a la platea, en oleadas, con algunos minutos de intervalo entre un ataque y otro. La voz de los atacados se alzaba violenta entre el silencio con el «tu puta madre». Se hacía el silencio, el tapón de una botella de gaseosa y luego, otra vez, «tu puta…» y la voz del guardia urbano subía amenazante desde aquel pozo oscuro: «Si voy yo os muelo a palos, como hay Dios», pero nosotros sabíamos que no iba a subir al gallinero. Cuando en la película había escenas de amor empezábamos a jadear bien fuerte, como poseídos por un deseo incontenible, y hacíamos el ruido que se hace al chupar caracoles, que quería ser el sonido de los besos; era algo que, en el gallinero, hasta los mayores hacían. Y también eso provocaba las quejas de la platea, pero con cierta indulgencia y compasión, «¿qué les pasa, se mueren? No han visto una mujer en su vida, estos hijos de puta», sin sospechar que buena parte del jaleo lo hacíamos nosotros, que las escenas de amor de las películas nos daban ánimos para escupir a aquellos merluzos que miraban con ojos de lechuza.
Pero en los días de emergencia el cine estaba cerrado. No se podía ir por las calles sin el permiso por escrito del maresciallo. Mi padre lo tenía para ir al despacho; en las calles desiertas solo se veían carabinieri y soldados. En las escuelas, los soldados estaban acostados en los catres, jugaban a morra, se cagaban en todo y pasaban hambre. El mayor con la perilla blanca que mandaba no se dejaba ver, tampoco el capitán ni el teniente. Había un sargento mayor que iba de aquí para allá aburrido, cuando no tocaba la corneta como un condenado. Cuando había cine, ninguno de ellos tenía ganas de ir, pues aquí había solo cine mudo, y a ellos les parecía cosa de risa. Ahora ni tan siquiera había cine. Al alba del 10 de julio tocaron a rebato las campanas y el pueblo se quedó vacío como una caracola. La vida tenía un sonido vacío e indescifrable, como el que hace una caracola cuando la acercas a la oreja: la gente encerrada en casa, las tiendas con la persiana bajada como cuando pasa un cortejo fúnebre, y un murmullo de espera, de ansiedad. Nosotros caminábamos pegados a las paredes, de portón en portón para evitar que nos vieran los carabinieri. Era estupendo aquel pueblo vacío y lleno de sol, jamás habíamos oído el ruido de las fuentes tan fresco y agradable, y los aviones relucientes que vibraban en el cielo, que también nos parecía vacío y lejano. Teníamos la impresión de que los americanos no quisieran venir a este pueblo tan silencioso, tan muerto, que prefirieran cercarlo y dejarlo así, con el ansia de la espera, como si les bastara con mirarlo desde lo alto, blanco y silencioso como un cementerio.
El padre de Filippo era carpintero. Había sido socialista, lo llamaban a menudo al cuartel y allí se lo tenían unos días. Cuando veía a los militares, Filippo decía siempre «cornudos» y, cuando podía, les condecoraba la espalda con escupitajos. Por eso esperaba a los americanos, su padre quería darse el gusto de ver cómo iban a irles las cosas a esos cornudos que lo encerraban en el cuartelillo. Aunque mi padre nunca habló mal de los fascistas, yo estaba con Filippo, con su padre que tenía un taller que olía a madera y barniz y, fuera, el tarro con la cola que humeaba sobre el hornillo, un humo dulzón que me dejaba buen sabor de boca. Yo también esperaba a los americanos. Mi madre contaba cosas de América, tenía allí una hermana rica y con un estore grande, y cuatro hijos, y uno ya mayor que podía estar entre los soldados que esperábamos. Y América era para mí el estore grande de mi tía, una tienda como la piazza del Castello y llena de cosas buenas, y el hijo militar de mi tía que nos traía también cosas buenas, y que era sin duda bueno con el fait, y sabía contar cosas del estore y cascarles fait a los cornudos que le señalara el padre de Filippo.
Pero los americanos no acababan de llegar. Quizá se quedaron en el pueblo de al lado, se estaban en los catres y jugaban como nuestros soldados, que gritaban números y sacaban dedos fuera del puño cerrado, blasfemaban y decían que iban a acabar prisioneros. Un día nos pidieron ropas viejas, pues querían vestirse de civiles para no acabar presos. Se lo dije a mi madre, y me dio toda la ropa vieja de mi padre y de mi tío; también Filippo llevó algo. Los soldados se alegraron, los que se quedaron sin ropa se pusieron a buscarla. Me gustaba, quería decir que los americanos estaban al llegar, de verdad.
El día que dijeron que los americanos estaban a las puertas y, en cambio, eran dos alemanes de paso, se difundió la noticia misteriosamente por el pueblo: mi padre y mi tío se lanzaron a quemar carnets fascistas, retratos de Mussolini, folletos sobre el Mediterráneo y el Imperio, los distintivos y las jarreteras de los uniformes los tiraron al tejado de la casa de enfrente. Pero, a la mañana siguiente, igual de misteriosamente se difundió el rumor de que los alemanes, esta vez iba en serio, devolvían al agua a los americanos, entre Gela y Licata. El secretario político, que hacía días que prudentemente se estaba en casa, volvió a salir. Lanzaba miradas que, según mi padre, iban dirigidas al ojal con la insignia del escarabajo y, si no veía el escarabajo, te miraba a la cara con reprobación y gélido desprecio, como si avisara de que se iba a acordar, implacablemente, de todos los cobardes que habían tirado las insignias al tejado del vecino. Mi padre no creía que los alemanes fuesen a arrojar de verdad al mar a los americanos, pero las miradas del secretario político le molestaban. Nos propuso a Filippo y a mí que recuperáramos los distintivos que había en el tejado, y nos prometió dos liras. No era difícil, pero mi madre tenía mucho miedo, e imprecaba contra el fascismo y las insignias. Podía permitir que Filippo, que según ella era más ágil y fuerte, subiera al tejado, pero no su hijo, que tenía las piernas como palillos y tomaba pastillas de calcio. Filippo se sentía halagado, pero no las tenía todas consigo; a mí me apetecía subir al tejado. Pedí el pago por adelantado, mi padre me pagó entre insultos. Cogimos la escalera de palo y subimos al tejado. Mi padre guiaba la caza desde la ventana de casa, «¿sois ciegos o qué, no veis esa que reluce?, a la derecha, detrás de ti, delante de los ojos la tenéis; no, más a la izquierda».
Paseábamos descalzos por el tejado, y allí nos estuvimos una vez encontradas las insignias.
Para mi padre supuso una pérdida neta de dos liras: en aquel momento entraron los americanos y tuvo que hacerlas desaparecer, pero esta vez se las dejó más a mano, las enterró en la maceta del perejil.
Paseábamos por los tejados cuando nos sorprendió un vocerío, como una radio encendida de repente cuando retransmiten los partidos de fútbol en el momento en el que están a punto de marcar un gol. La maravilla que era que en el pueblo silencioso explotase aquel griterío nos dejó de piedra, pero enseguida entendimos el porqué. Bajamos a toda prisa por la escalera, metimos los pies en las alpargatas que habíamos dejado en la calle y, pisando con el talón para ver si entraban (siempre nos daban alpargatas pequeñas), nos vimos al final de la calle mientras mi madre gritaba que nos quería en casa, que podían disparar, que nos iban a raptar, que había negros, que vete a saber dónde se nos iban a llevar.
Una muchedumbre, en la plaza, gritaba y aplaudía, pero entre todas las voces se oía la del abogado Dagnino, un hombre alto y robusto que yo admiraba por cómo lanzaba los viejos «¡eia!», que ahora gritaba «¡viva la república de las barras y estrellas!» y aplaudía. Carreteles de vino iban de mano en mano sobrevolando el gentío: seguimos el camino y nos encontramos con los americanos, eran cinco, llevaban gafas de sol y fusiles de cañón largo. El párroco de San Rocco, en pantalones y sin alzacuellos, hablaba con ellos (pálido y sudado) y repetía «plis, plis», pero los americanos no le prestaban atención, parecían borrachos, miraban alrededor y fumaban nerviosamente. Se ofrecieron con dulce violencia a los soldados vasos de vino, y los rechazaron. El abogado Dagnino estaba de pie sobre una de las sillas del círculo y no dejaba de proclamar «¡viva la república de las barras y estrellas!», y el padre de Filippo vino a buscarnos entre la gente y se nos llevó, y nos decía por el camino «venid a casa, ya veis cómo grita ese cornudo, han salido de sus madrigueras todas las carroñas». A mí me parecía que estaba bien que incluso el abogado Dagnino se pusiera a gritar, contento, «¡viva la república de las barras y estrellas!» como tiempo atrás, desde el balcón de la estación, gritó «¡Duce, por ti daremos la vida!». El abogado Dagnino, siempre que eran días de fiesta, gritaba. No entendía yo por qué el padre de Filippo, que tanto esperó a los americanos, no les hacía fiestas y nos sacaba de allí, y tenía la cara pálida y huraña, la mano —que notaba temblar— apoyada en el hombro.
Llegados a la carpintería dije «me voy a casa», y me fui. No quería perderme nada de la fiesta. Vi que, en la plaza, los americanos habían conseguido que los dejaran en paz. Llevaban los fusiles inclinados como cuando mi padre, por el monte, esperaba el paso de las calandrias. La gente se arremolinó debajo de la Casa del Fascio y, con palos, querían tirar las insignias, pero estaban enganchadas a las rejas del balcón. Ayudaron a uno para que se subiera hasta allí, apenas alcanzó el balcón aplaudieron. Las insignias cayeron con estrépito, las pisotearon, las patearon y las arrastraron por la plaza. Los americanos miraban, hablaban entre ellos y no le hacían caso al cura que decía «plis, plis», y el abogado Dagnino (que había dejado de gritar) se acercó a la patrulla y le decía algo al oído a aquel que llevaba las franjas negras en la manga, que quizá era el cabo. Luego, apareció el brigadier con cuatro carabinieri, los fusiles de los soldados los apuntaron. Cuando estuvieron cerca, un americano se les acercó por detrás a los carabinieri y les quitó las pistolas con destreza. Y un nuevo aplauso. «¡Viva la libertad!», gritó el abogado Dagnino. De repente, una bandera americana se izó entre la gente, la ondeaba con fuerza el bedel de la escuela elemental, un hombre que todos los sábados por la tarde se paseaba por el pueblo con el uniforme fascista y que lucía la insignia roja de los escuadrones violentos; un tipo que, cuando se enfadaba, la emprendía a patadas con los chavales en el patio de la escuela y de quien el director decía a los padres de familia que iban a protestar: «Qué queréis que haga, este buen hombre es intratable, un día me pone la mano encima a mí: estuvo en la marcha del 22, el Duce hasta le ha regalado una radio». Ahora, ondeaba la bandera americana y gritaba «¡viva América!». Pero los americanos ni fijarse en la procesión que se montó tras la bandera. Hablaron con el cura y el cura le dijo al brigadier «quieren que usted vaya con ellos». El brigadier dijo que sí y se fue con la patrulla. Si hubiese estado allí Filippo los hubiéramos seguido, pero yo solo no me atreví. Me quedé a mirar el gentío, al lado de los cuatro carabinieri desarmados, que no sabían a dónde mirar; parecían perros apaleados.
Luego, aparecieron por todas partes blindados y camionetas. La multitud les dejó paso entre aplausos. Los soldados lanzaban cigarrillos al gentío, alguno hacía fotografías.
No sé cómo, de improviso, vi que de dentro me nacía un torrente de llanto, quizá por los carabinieri, por la bandera que ondeaba la gente, por Filippo y su padre que se quedaron solos en el taller, por mi madre. Me asaltó de repente, como si no fuera a encontrarla como la dejé, la angustia por mi casa. Corrí por la calle llena de un griterío festivo y, cuando cerré la puerta a mis espaldas, me sentí como si estuviera en un sueño, que alguien lo soñase y que yo viviese en ese sueño; subí cansado las escaleras y un amasijo de llanto me tenía el corazón en un puño.
Mi padre hablaba de Badoglio. Mi tío, tan abatido que parecía un saco de serrín, se animó al verme entrar, sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos, Raleigh, con un hombre barbudo, y con tono impostado, con voz de hipócrita dulzura, me preguntó «¿cuánto me cobrarías por un paquete así?».
Me eché a llorar. «Llora —dijo—, que se te ha acabado el juego, aunque me condenen a muerte, estos no le niegan a nadie el tabaco».
—Déjalo en paz —dijo mi madre.
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Autor: Leonardo Sciascia. Título: Los tíos de Sicilia. Traducción: Carlos Clavería Laguarda. Editorial: Altamarea. Venta: Todos tus libros.
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