El padre Brown es informado, para su sorpresa, del asesinato del amable Sir Aaron Armstrong. Las sospechas se ciernen en torno a las tres personas que vivían con él: su criado, su secretario y su hija. El propio sacerdote, junto al cuerpo policial, se ve envuelto en un razonamiento lógico que lo llevará al hallazgo de la verdad. Delicado, afilado y fascinante, G.K. Chesterton se exhibe con naturalidad en Los tres instrumentos de la muerte.
Los tres instrumentos de la muerte, un cuento de G.K. Chesterton
Tanto por profesión como por convicción, el padre Brown sabía, mejor que casi todos nosotros, que la muerte dignifica al hombre. Con todo, tuvo un sobresalto cuando, al amanecer, vinieron a decirle que Sir Aaron Armstrong había sido asesinado. Había algo de incongruente y absurdo en la idea de que una figura tan agradable y popular tuviera la menor relación con la violencia secreta del asesinato. Porque Sir Aaron Armstrong era agradable hasta el punto de ser cómico, y popular hasta ser casi legendario. Era aquello tan imposible como figurarse que «Sunny Jim» se había colgado, o que el pacífico «el señor Pick Wicks» de Dickens había muerto en el manicomio de Hanwell. Porque, aunque Sir Aaron, como filántropo que era, tenía que conocer los oscuros fondos de nuestra sociedad, se enorgullecía de hacerlo de la manera más brillante posible. Sus discursos políticos y sociales eran cataratas de anécdotas y carcajadas; su salud corporal era tremenda; su ética, el optimismo más completo. Y trataba el problema de la embriaguez (su tópico favorito) con aquella alegría perenne y aun monótona, que es muchas veces la señal de una absoluta y provechosa abstinencia.
La historia corriente de su conversación era muy conocida en los círculos y púlpitos más puritanos: cómo, de niño, había sido arrastrado de la teología escocesa al whisky escocés; cómo se había redimido de lo uno y lo otro, y había llegado a ser (según él modestamente decía) lo que era. La verdad es que su barba blanca y bellida, su cara de querubín, sus gafas deslumbradoras, y las innúmeras comidas y congresos a que asistía, hacían difícil creer que hubiera sido nunca persona tan tétrica como un borrachín o un calvinista. No: aquél era el más seriamente alegre de todos los hijos de los hombres.
Vivía por los rústicos alrededores de Hampstead, en una hermosa casa, alta, pero no ancha: una de esas modernas torres tan prosaicas. La más estrecha de sus estrechas fachadas daba sobre la verde pendiente del camino férreo, y hasta la casa llegaban las trepidaciones del tren. Sir Aaron Armstrong, como él decía con turbulenta manera, no tenía nervios. Pero si a menudo el tren hacía trepidar la casa, aquella mañana se cambiaron los papeles, y fue la casa la que hizo trepidar al tren.
La máquina disminuyó la velocidad, y finalmente, paró justamente frente al sitio en que un ángulo de la casa se adelantaba sobre la pendiente de pasto. Generalmente los mecanismos paran poco a poco, pero la causa viviente de aquella parada fue muy rápida. Un hombre vestido rigurosamente de negro, sin omitir (como lo recordaron los testigos de la escena) el tenebroso detalle de los guantes negros, apareció en lo alto del terraplén, frente a la máquina, y agitó las negras manos como un negro molino de viento. Esto no hubiera bastado siquiera para detener a un tren lentísimo. Pero de aquel hombre salió un grito que después todos repetían como si hubiera sido algo nuevo y sobrenatural. Fue uno de esos gritos tórridamente claros, aun cuando no se entienda qué dicen. Las palabras articuladas por aquel hombre fueron: «¡Un asesinato!»
Pero el conductor asegura que si sólo hubiera oído aquel grito penetrante y horrible, sin entender las palabras, hubiera parado igualmente.
Una vez detenido el tren, bastaba un vistazo para advertir las circunstancias del incidente… El hombre de luto era Magnus, el lacayo de Sir Aaron Armstrong. El baronet, con su habitual optimismo, solía burlarse de los guantes negros de su lúgubre criado; pero ahora toda burla hubiera sido inoportuna.
Dos o tres curiosos bajaron, cruzaron la ahumada cerca, y vieron, casi al pie del edificio, el cuerpo de un anciano con una bata amarilla que tenía un forro de rojo vivo. En una pierna se veía un trozo de cuerda enredado tal vez en la confusión de una lucha. Había una o dos manchas de sangre: muy poca. Pero el cuerpo estaba doblado o quebrado en una postura imposible para un cuerpo vivo. Era Sir Aaron Armstrong. A poco apareció un hombre robusto de hermosa barba, en quien algunos viajeros reconocieron al secretario del difunto, Patrick Royce, un tiempo muy célebre en la sociedad bohemia, y aún famoso en el arte bohemio. El secretario manifestó la misma angustia del criado, de un modo más vago, aunque más convincente. Cuando, un instante después, apareció en el jardín la tercera figura del hogar, Alice Armstrong, la hija del muerto, vacilante e indecisa, el conductor se decidió a obrar, se oyó un silbo, y el tren, jadeando, corrió a pedir auxilio a la próxima estación que no estaba demasiado lejos, por cierto, de aquel lugar.
Y así, a petición de Patrick Royce, el enorme secretario exbohemio, vinieron a llamar a la puerta del padre Brown. Royce era irlandés de nacimiento, y pertenecía a esa casta de católicos accidentales que sólo se acuerdan de su religión en los malos trances. Pero el deseo de Royce no se hubiera cumplido tan de prisa si uno de los detectives oficiales que intervinieron en el asunto no hubiera sido amigo y admirador del detective no oficial llamado Flambeau… Porque, claro está, es imposible ser amigo de Flambeau sin oír contar mil historias y hazañas del padre Brown. Así, mientras el joven detective Merton conducía al sacerdote, a campo traviesa, a la vía férrea, su conversación fue más confidencial de lo que hubiera sido entre dos desconocidos.
—Según me parece —dijo ingenuamente el señor Merton— hay que renunciar a desenredar este lío. No se puede sospechar de nadie. Magnus es un loco solemne, demasiado loco para asesino. Royce, el mejor amigo del baronet durante años. Su hija le adoraba sin duda. Además, todo es absurdo. ¿Quién puede haber tenido empeño en matar a este viejo tan simpático? ¿Quién en mancharse las manos con la sangre del amable señor del brindis? Es como matar a san Nicolás.
—Sí, era un hogar muy simpático —asintió el padre Brown—. Mientras él vivió, al menos, así fue siempre. ¿Cree usted que seguirá siendo igual de alegre?
Merton, asombrado, le dirigió una mirada interrogadora.
—¿Ahora que ha muerto él?
—Sí —continuó impasible el sacerdote—. Él era muy alegre. Pero, ¿comunicó a los demás su alegría? Francamente, ¿había en esa casa alguna persona alegre, fuera de él?
En la mente de Merton pareció abrirse una ventana, dejando penetrar esa extraña luz de sorpresa que nos permite darnos cuenta de lo que siempre hemos estado viendo. A menudo había estado en casa de Armstrong, para cumplir con sus funciones policíacas, ciertos caprichos del viejo filántropo. Y ahora que pensaba en ello se dio cuenta de que, en efecto, aquella casa era deprimente. Los cuartos muy altos y fríos; el decorado, mezquino y provinciano; los pasillos, llenos de corrientes de aire, alumbrados con una luz eléctrica más fría que la luz de la luna. Y aunque, a cambio de esto, la cara escarlata y la barba plateada del viejo ardieran como hogueras en todos los cuartos y pasillos, no dejaban ningún calor tras de sí. Sin duda aquella incomodidad de la casa se debía a la vitalidad de la misma, a la misma exuberancia del propietario. A él no le hacían falta estufas ni lámparas; llevaba consigo su luz y su calor. Pero, recordando a las otras personas de la casa, Merton tuvo que confesar que no eran más que las sombras del señor. El extravagante lacayo, con sus guantes negros, era una pesadilla. Royce, el secretario, hombre sólido, hombrachón o muñecón de trapo con barbas, tenía las barbas de paja llenas de sal gris —como de trapo bicolor—, y la ancha frente surcada de arrugas prematuras. Era de buen natural, pero su bondad era triste y lánguida, y tenía ese aire vago de los que se sienten fracasados. En cuanto a la hija de Armstrong, parecía increíble que lo fuera: tan pálida era y de un aspecto tan sensitivo. Graciosa, pero con un temblor de álamo temblón. Y Merton a veces se preguntaba si habría adquirido ese temblor con la trepidación continua del tren.
—Ya ve usted —dijo el padre Brown pestañeando modestamente—. No es seguro que la alegría de Armstrong haya sido alegre… para los demás. Usted dice que a nadie se le puede haber ocurrido dar muerte a un hombre tan feliz. No estoy muy seguro de ello: ne nos inducas in tentatione. Si alguna vez me hubiera yo atrevido a matar a alguien —añadió con sencillez— hubiera sido a un optimista.
—¿Cómo? —exclamó Merton, risueño—. ¿A usted le parece que la alegría de uno es desagradable a los demás?
—A la gente le agrada la risa frecuente —contestó el padre Brown—; pero no creo que le agrade la sonrisa perenne. La alegría sin humorismo es cosa muy cansona.
Caminaron un rato en silencio, bajo las ráfagas, por el herboso terraplén de la vía y al llegar al límite de la larguísima sombra que proyectaba la casa de Armstrong, el padre Brown dijo de pronto, como el que echa de sí un mal pensamiento, mejor que ofrecerlo a su interlocutor:
—Claro es que la bebida en sí misma no es buena ni mala. Pero no puedo menos de pensar que, a los hombres como Armstrong, les convendría beber algo de tiempo en tiempo para entristecerse un poco.
El jefe de Merton, un detective muy apuesto, de pelo entregrís, llamado Gilder, estaba en la verde loma de la vía esperando al médico forense y hablando con Patrick Royce, cuyas anchas espaldas y erizados pelos le dominaban por completo. Y esto se notaba más porque Royce siempre andaba combado de una manera hercúlea, y discurría por entre sus pequeños deberes domésticos y secretariales con un aire de pesada humildad, como un búfalo que arrastra un carro.
Al ver al sacerdote, levantó la cabeza con evidente satisfacción y se apartó con él unos pasos. Entretanto, Merton se dirigía a su mayor con evidente respeto, pero con cierta impaciencia de muchacho.
—Y qué, señor Gilder, ¿ha descubierto usted este misterio?
—Aquí no hay misterio —replicó Gilder, contemplando, con soñolientas pestañas el vuelo de las cornejas.
—Bueno; para mí, al menos, sí lo hay —dijo Merton, sonriendo.
—Todo está muy claro, muchacho —dijo su mayor, acariciando su puntiaguda barba gris—. Tres minutos después de que te fueras a buscar al párroco del señor Royce todo se aclaró. ¿Conoces a ese criado de cara de palo que lleva unos guantes negros; el que detuvo el tren?
—¡Ya lo creo! Me produce hormigueo.
—Bien —articuló Gilder—; cuando el tren partió, ese hombre había partido también. Un criminal muy frío, ¿verdad? ¡Mira tú que escapar en el tren que va a avisar a la Policía!
—Pero, ¿está usted seguro —observó el joven— que fue él quien mató a su amo?
—Sí, hijo mío, completamente seguro —replicó Gilder secamente—; por la sencilla razón de que ha escapado llevándose veinte mil libras en acciones que estaban en el escritorio de su amo. No: aquí lo único que merece el nombre de misterio es cómo cometió el asesinato. El cráneo se diría roto con un arma potente, pero no aparece arma ninguna, y no es fácil que el asesino se la haya llevado consigo, a menos que fuera lo bastante pequeña para no advertirse.
—O quizá lo bastante grande para no advertirse —dijo el sacerdote, dominando una risita. Gilder le preguntó al padre Brown secamente qué quería decir.
—Nada, una necedad, ya lo sé —dijo el padre Brown—. Algo que parece cuento de hadas. Pero se me figura que el pobre señor Armstrong fue muerto con una cachiporra gigantesca, una enorme cachiporra verde, demasiado grande para ser notada, y que se llama la tierra. En suma, que se rompió la cabeza contra esta misma loma verde en que estamos.
—¿Cómo? —preguntó vivamente el detective.
El padre Brown volvió su cara de luna hacia la casa y pestañeó como un desesperado. Siguiendo su mirada, los otros vieron que en lo alto de aquel muro, y como ojo único, había una ventana abierta en el desván.
—¿No lo ven ustedes? —explicó, señalándola con una torpeza infantil—. Cayó o fue arrojado desde allí.
Gilder consideró la ventana con arrugado ceño y dijo después:
—En efecto, es muy posible. Pero no entiendo cómo habla usted de ello con tanta seguridad.
El padre Brown abrió sus grises ojos vacíos.
—¿Cómo? —exclamó—. En la pierna de ese hombre hay un trozo de cuerda enredado. ¿No ve usted otro trozo allí, en el ángulo de la ventana?
A aquella altura, la cuerda parecía una brizna o una hebra de cabello, pero el astuto y viejo investigador se declaró satisfecho:
—Muy cierto, caballero. Creo que ha acertado.
En este instante, un tren especial de un solo coche entró por la curva que hacía la línea a la izquierda y, deteniéndose, dejó salir otro contingente de policías, entre los cuales aparecía la carota de Magnus, el sirviente evadido.
—¡Por los dioses! ¡Lo han cogido— -gritó Gilder; y se adelantó a recibirlos con mucha precipitación—. ¿Y el dinero? ¿También lo traen ustedes? —preguntó a uno de los policías.
El agente, con una expresión singular, contestó:
—No. —Luego añadió—: Por lo menos, aquí no.
—¿Quién es el inspector? —preguntó Magnus.
Y al oír su voz, todos comprendieron que aquel hombre hubiera podido detener el tren. Era un hombre de aspecto torpe, negros cabellos lacios, cara descolorida, a quien los ojos y la boca, que eran unas verdaderas rajas, daban cierto aire oriental. Su procedencia y su nombre habían sido siempre un misterio. Sir Aaron le había redimido del oficio de camarero, que desempeñaba en una fonda de Londres, y aseguran las malas lenguas que de otros oficios más infames. Su voz era tan viva como su cara era muerta. Sea por esfuerzo de exactitud para emplear una lengua que le era extranjera, sea por deferencia a su amo (que había sido algo sordo), la voz de Magnus había adquirido una sonoridad, una extraña penetración. Cuando habló Magnus, todos se estremecieron.
—Siempre me lo había yo temido —dijo en voz alta con una suavidad ardorosa—. Mi pobre amo se reía de mi traje de luto, y yo siempre me dije que con este traje estaba preparado para sus funerales —hizo un ademán con sus manos enguantadas de negro.
—Sargento —dijo el inspector, mirando con furia aquellas manos—. ¿Cómo es que no le ha puesto usted las esposas a este individuo, que parece tan peligroso?
—Señor —dijo el sargento desconcertado—; no sé si debo hacerlo.
—¿Cómo es esto? —preguntó el otro con aspereza—. ¿No lo han arrestado ustedes?
En la hendida boca del criado hubo una mueca desdeñosa, y el silbato de un tren que se acercaba pareció comentar oportunamente la intención burlesca.
El sargento, muy gravemente, replicó:
—Lo hemos arrestado precisamente cuando salía del puesto de Policía de Highgate, donde acababa de depositar todo el dinero de su amo en manos del inspector Robinson.
Gilder contempló al lacayo asombrado.
—¿Y por qué hizo usted eso? —preguntó.
—¡Por qué había de ser! Para poner el dinero a salvo del criminal —contestó Magnus.
—Es que el dinero de Sir Aaron —dijo Gilder— estaba seguro en manos de la familia.
La cola de esta frase pareció engancharse en el estridor del tren, que se acercó temblando y chirriando. Pero, por sobre el infierno de ruidos a que aquella triste mansión estaba sujeta periódicamente, se oyeron las sílabas precisas de Magnus con toda su nitidez de campanadas:
—Tengo razones para desconfiar de la familia.
Todos, aunque inmóviles, sintieron vagamente la presencia de un recién llegado. Merton volvió la cabeza, y no le sorprendió encontrarse con la cara pálida de la hija de Armstrong, que asomaba sobre el hombro del padre Brown. Todavía era joven y bella, en aquel plateado estilo, pero sus cabellos eran de un color castaño tan opaco y sin matices, que, a la sombra, de repente parecía gris.
—Repórtese usted —gruñó Royce—. Va usted a asustar a la señorita Armstrong.
—Creo que sí —dijo el de la clara voz.
La dama retrocedió. Todos lo miraron sorprendidos. Y él prosiguió así:
—Estoy ya acostumbrado a los temblores de la señorita Armstrong. La he visto temblar muchas veces durante muchos años. Unos decían que temblaba de frío; otros, que de miedo; pero yo sé bien que temblaba de odio y de perverso rencor… Esta mañana los diablos han estado de fiesta. A no ser por mí, a estas horas ella estaría lejos en compañía de su amante, y con todo el dinero de mi amo a cuestas. Desde que el pobre de mi amo le prohibió casarse con ese borracho bribón…
—¡Alto! —dijo Gilder con energía—. No nos importan las sospechas o imaginaciones de usted. Mientras no presente usted una prueba evidente.
—¡Oh, ya lo creo que presentaré pruebas evidentes! —lo interrumpió Magnus con su acento cortado—. Usted tendrá que llamarme a declarar, señor inspector, y yo tendré que decir la verdad. Y la verdad es ésta: un momento después de que este anciano fuera arrojado por la ventana, entré corriendo en el desván, y me encontré a la señorita desmayada, en el suelo, con una daga roja en la mano. Permítaseme también entregarla a la autoridad competente.
Y extrajo de los faldones un largo cuchillo cachicuerno con una mancha roja, y se adelantó para entregarlo respetuosamente al sargento. Después retrocedió otra vez, y las rajas de los ojos casi desaparecieron de su cara en una inmensa mueca chinesca.
Merton se sintió enfermo ante aquella mueca, y murmuró al oído de Gilder:
—Habrá que oír lo que dice la señorita Armstrong contra esta acusación, ¿verdad?
El padre Brown levantó de pronto una cara tan fresca como si acabara de lavársela.
—Sí —exclamó con radiante candor—. Pero, ¿dirá la señorita Armstrong algo contra esta acusación?
La dama dejó escapar un grito breve y extraño. Todos se volvieron a verla. Estaba rígida, como paralizada. Sólo en el marco de sus cabellos castaños resaltaba un rostro animado por la sorpresa. Se diría que acababan de ahorcarla.
—Este hombre —dijo el señor Gilder gravemente— acaba de declarar que la encontró a usted empuñando un cuchillo, e inanimada, un momento después del asesinato.
—Dice la verdad —contestó Alice.
Todos quedaron deslumbrados, y al fin se dieron cuenta de que Patrick Royce adelantaba su cabezota y decía estas singulares palabras:
—Bueno; si me han de llevar, antes he de darme un gusto.
Y, levantando los fornidos hombros, descargó un puñetazo de hierro en la blanda cara mongólica de Magnus, haciéndole caer a tierra más aplastado que una estrella de mar. Dos o tres policías pusieron al instante la mano sobre Royce; pero a los demás les pareció que la razón misma había estallado y que el Universo todo se convertía en una pantomima insensata.
—Señor Royce —gritó Gilder autoritariamente—. Le arresto a usted por agresión.
—No —contestó el secretario con una voz como un gong de hierro—, tendrá usted que arrestarme por homicidio.
Gilder miró muy alarmado al hombre agredido; pero como éste estaba levantándose y limpiándose un poco de sangre de la cara, que en rigor no había recibido mucho daño, preguntó:
—¿Qué quiere usted decir?
—Que es cierto, como ha dicho este hombre —explicó Royce— que la señorita Armstrong cayó desmayada con un cuchillo en la mano. Pero no había empuñado el cuchillo para atacar a su padre, sino para defenderlo.
—Para defenderlo —gritó Gilder gravemente—. ¿Y defenderlo de quién?
—De mí —contestó el secretario.
Alice lo miró con expresión compleja y desconcertada. Después dijo con voz débil:
—Me alegro de que sea usted valiente.
—Subamos —dijo Patrick Royce con pesadez— y les haré ver cómo pasó esta atrocidad.
El desván, que era el aposento privado del secretario —diminuta celda para tan enorme ermitaño—, ofrecía, en efecto, señales de haber sido escenario de un violento drama. En el centro, y sobre el suelo, había un revólver; por un lado rodaba una botella de whisky, abierta, pero no completamente vacía. El tapete de la mesita había caído y estaba pisoteado. Y una cuerda, como la que aparecía en la pierna del cadáver, colgaba por la ventana. En la chimenea, dos vasos rotos, y uno sobre la alfombra.
—Yo estaba ebrio —dijo Royce; y esta confesión sencilla de aquel hombre prematuramente abatido tenía todo el patetismo del primer pecado infantil—. Todos ustedes me conocen —continuó con voz ronca—. Todos saben cómo empecé la vida, y parece que voy a acabarla de igual modo. En otro tiempo decían que yo era inteligente, y pude haber sido feliz. Armstrong salvó de la taberna este despojo de cerebro y de cuerpo y, a su modo, el pobre hombre fue siempre bondadoso conmigo. Sólo que no quería dejarme casar con Alice, y todos dirán que tenía razón. Bueno: ustedes pueden formular las conclusiones que gusten, y no necesitarán que yo entre en detalles. Allí, en el rincón, está mi botella de whisky medio vacía. Allí, sobre la alfombra, mi revólver completamente vacío. La cuerda que se encontró en el cadáver es la cuerda de mi baúl, y el cuerpo fue arrojado desde mi ventana. No hace falta que los detectives averigüen nada en esta tragedia: es una de esas hierbas que crecen en todos los rincones. ¡Me entrego a la horca, y basta, por Dios!
A una señal, que fue lo bastante discreta, la polilla rodeó al robusto secretario para conducirle preso. Pero esta operación fue verdaderamente interrumpida por la extrañísima actitud que adoptó el padre Brown. Éste, a gatas sobre la alfombra, junto a la puerta, parecía entregado a exóticas oraciones. Como era persona que jamás se daba cuenta de la figura que hacía a los ojos de los demás, conservando siempre su actitud, volvió de pronto su cara redonda y radiante, asumiendo aspecto de cuadrúpedo con una ridícula cabeza humana.
—¡Vamos! —dijo con sencillez amable—. Esto se complica. Al principio, señor inspector, decía usted que no aparecía arma ninguna, pero ahora vamos encontrando muchas armas. Tenemos ya el cuchillo para apuñalar, la cuerda para estrangular y la pistola para disparar; y todavía hay que añadir que el pobre señor se rompió la cabeza al caer de la ventana. Esto no va bien. No es económico.
Y sacudió la cabeza junto al suelo, como caballo que pasta. El inspector Gilder abrió la boca para decir algo muy serio; pero antes de que pudiera articular una palabra, ya la grotesca figura rampante decía con la mayor fluidez:
—¡Y estas tres cosas inexplicables! Primero, estos agujeros en la alfombra, donde entraron los seis tiros. ¿A quién se le ocurre disparar a la alfombra? Un ebrio dispara a la cara de su enemigo, que está accionando ante él. Pero no riñe con los pies de su enemigo, ni les pone sitio a sus pantuflas. Y luego, la dichosa cuerda.
Y habiendo acabado con la alfombra, el padre Brown levantó las manos y se las metió en los bolsillos, pero permaneció de rodillas.
—¿En qué grado de embriaguez posible se le ocurre a un hombre atarle a su enemigo la soga al cuello para desatarla después y atársela a la pierna? Royce no estaba tan ebrio para hacer semejante disparate, porque ahora estaría más dormido que un tronco. Y finalmente, la botella de whisky, y esto es lo más claro de todo: usted quiere hacernos creer que aquí ha habido un combate de dipsómano por apoderarse del whisky, que usted ganó la botella, y que, después, la arrojó usted a un rincón, vertiendo la mitad del whisky y dejando el resto en la botella. Lo cual me parece poco propio de un dipsómano.
Se irguió de un salto y, en tono de límpida penitencia, le dijo al presunto asesino:
—Lo siento mucho, mi buen señor, pero lo que usted nos cuenta es una sandez.
—Señor —dijo Alice Armstrong al sacerdote en voz baja—. ¿Podemos hablar a solas?
Esta petición obligó al parlanchín sacerdote a salir a la estancia próxima. Y antes de preguntar nada, la dama le dijo decidida:
—Usted es un hombre inteligente, y trata de salvar a Patrick, lo comprendo. Pero es inútil. Este asunto es muy negro, y mientras más indicios encuentre usted, menos posibilidad de salvación habrá para el desdichado a quien amo.
—¿Por qué? —preguntó el padre Brown mirándola con fijeza.
—Porque —contestó ella con la misma expresión— yo misma lo he visto cometer el crimen.
—¡Ah! —dijo el padre Brown impertérrito— y, ¿qué fue lo que hizo?
—Yo estaba en este cuarto —explicó ella—. Esta y aquella puerta estaban cerradas. De pronto, oí una voz que decía repetidas veces «¡Infierno, infierno!» y poco después las dos puertas vibraron con la primera explosión del revólver. Hubo tres disparos más antes de que yo lograra abrir una y otra puerta. Me encontré la estancia llena de humo; pero la pistola estaba humeando en la mano de mi pobre y loco Patrick. Y yo lo vi con mis propios ojos hacer el último disparo asesino. Después saltó sobre mi padre, que, lleno de terror, estaba encaramado en la ventana, y aferrándolo, trató de estrangularlo con la cuerda, echándosela por la cabeza; pero la cuerda se deslizó por los hombros estremecidos y cayó hasta los pies de mi padre, y se ató sola a una pierna. Patrick tiró de la cuerda enloquecido. Yo cogí entonces un cuchillo que estaba sobre la estera, y metiéndome entre ellos; logré cortar la cuerda antes de caer desmayada
—Ya lo veo todo —dijo el padre Brown con la misma cortesía impasible—. Muchas gracias.
Y mientras la dama desfallecía al evocar tales recuerdos, el sacerdote regresó rápidamente adonde estaban los otros. Allí se encontró a Gilder y a Merton solos con Patrick Royce, que estaba sentado en una silla con las esposas puestas dirigiéndose respetuosamente al inspector. Dijo:
—¿Puedo decir algo al preso en presencia de usted? ¿Y le permite usted quitarse esas cómicas manillas un instante?
—Es hombre muy fuerte —dijo Merton en baja—. ¿Para qué quiere que se las quite?
—Pues, mire usted —dijo el sacerdote con maldad—. Porque quisiera tener el honor de darle un apretón de manos.
Los dos detectives se miraron sorprendidos, y padre Brown añadió:
—¿No quiere usted decirles cómo fue la cosa?
El hombre de la silla movió negativamente la marañada cabeza, y entonces el sacerdote decía con impaciencia:
—Pues lo diré yo. La vida privada es más importante que la reputación pública. Voy a salvar al vivo, y dejar que los muertos entierren a los muertos.
Se dirigió a la ventana fatal y se asomó:
—Le dije a usted que aquí había muchas armas para una sola muerte. Ahora debo rectificar: aquí no ha habido armas, porque no se las ha empleado para causar la muerte. Todos estos instrumentos terribles, el nudo corredizo, la sanguinolenta navaja, la pistola explosiva, han servido aquí como instrumentos de la más extraña caridad. No se han empleado para matar a Sir Aaron, sino para salvarlo.
—¡Para salvarlo! —exclamó Gilder—. ¿De qué?
—De sí mismo —dijo el padre Brown—. Era maniático suicida.
—¿Qué? —dijo Merton con tono incrédulo—. ¡Y su Religión de la Alegría…!
—Es una religión muy cruel —dijo el sacerdote mirando por la ventana—. ¡Que no haya podido él llorar un poco, como antes habían llorado sus padres! Sus planos mentales se endurecieron, sus opiniones se volvieron cada vez más frías. Bajo la alegre máscara se escondía el espíritu hueco del ateo. Finalmente, para conservar ante el público su alegría profesional, volvió a la embriaguez, que había abandonado hacía tanto tiempo. Pero las bebidas alcohólicas son terribles para un abstemio sincero, porque le procuran visiones de ese infierno psicológico contra el cual trata de poner en guardia a los demás. Pronto el pobre señor Armstrong se encontró hundido en ese infierno. Y esta mañana se encontraba en tal estado, que se sentó aquí a gritar que estaba en el infierno, y esto con voz tan trastornada que su misma hija no la reconoció. Le entró la locura de la muerte y, con la agilidad de mono, propia del maniático, se rodeó de instrumentos mortíferos: el lazo corredizo, el revólver de su amigo, el cuchillo. Royce entró casualmente, y, comprendiendo lo que pasaba, se apresuró a intervenir. Arrojó el cuchillo por aquella estera, arrebató el revólver, y sin tener tiempo de sacar los cartuchos los descargó tiro a tiro contra el suelo. El suicida vio aún otra posibilidad de muerte, y quiso arrojarse por la ventana. El salvador hizo entonces lo único que podía: le dio alcance, y trató de atarle con la cuerda las manos y los pies. Entonces esa desdichada joven entró aquí, y comprendiendo al revés las cosas, trató de libertar a su padre cortando la cuerda. Al principio no hizo más que rasguñar las muñecas a Royce, y ésa es toda la sangre que ha habido en este asunto. Porque supongo que ustedes habrán advertido que, aunque su puño dejó sangre en la cara del criado, no dejó la menor herida. Y la pobre mujer, antes de caer desmayada, logró cortar la cuerda que retenía a su padre, el cual salió lanzado por esa ventana rumbo a la eternidad.
Hubo un silencio, y al fin se oyó el ruido metálico que hacía Gilder al abrir las esposas de Patrick Royce, a quien dijo:
—Creo que debo decir lo que siento, caballero. Usted y esa dama valen más que la esquela de defunción de Armstrong.
—¡Al diablo con Armstrong y su esquela! —gritó brutalmente Royce—. ¿No comprenden ustedes que se trataba de que ella no lo supiera?
—¿Que no supiera qué? —preguntó Merton.
—¿Cómo qué? ¡Que es ella quien ha matado a su padre, imbécil! —rugió el otro—. A no ser por ella, estaría vivo. Cuando lo sepa va a volverse loca.
—No, no lo creo —observó el padre Brown, tomando el sombrero—. Al contrario, creo que debe decírselo. Ni la más sangrienta equivocación envenena la vida tanto como un pecado. Y creo también que en adelante ella y usted podrán ser más felices. Y me voy: tengo que ir a la Escuela de Sordomudos.
Al salir por entre el césped mojado, un conocido de Highgate le detuvo para decirle:
—Acaba de llegar el médico. Va a comenzar la información.
—Tengo que ir a la Escuela de Sordomudos —dijo el padre Brown—. Siento mucho no poder asistir a la información.
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Autor: G.K. Chesterton. Traductor: José Rafael Hernández Arias. Título: El padre Brown al completo. Editorial: Valdemar. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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