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Los vestigios de una historia humana (I)

Los vestigios de una historia humana (I)

Zenda publica en dos entregas el análisis de José Mª Merino sobre la obra de Santiago Muñoz MachadoVestigios, once ensayos que indagan sobre las relaciones entre los individuos y el poder en escenarios de opresión, de pobreza y de libertad. Mañana se publica la segunda y última parte.

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Aunque el mundo de lo jurídico es el que más libros ha originado en la ensayística de Santiago Muñoz Machado, a lo largo de su extensa obra hay otros aspectos en los que ha mostrado su interés intelectual y su eficacia como excelente investigador. En su último libro, Vestigios (Crítica, 2020) vuelve a mostrarnos esa polifacética atención. Ya en el prólogo nos advierte de que se trata de “once ensayos escritos a lo largo del último lustro” que consideraba “bocetos o primeras versiones que esperaba profundizar y ampliar”, aunque tras releerlos y revisarlos decidió publicarlos juntos, y sin duda ha sido una resolución afortunada, por lo variado y atractivo de los temas que trata, todos ellos profundamente incrustados en la historia de lo que constituye nuestra sociedad, y por la acostumbrada maestría con que desarrolla su discurso, corroborado por numerosas notas bibliográficas.

El libro es tan rico que es muy difícil sintetizar su contenido, pero lo intentaré, para estimular con ello la curiosidad lectora, ya que, a mi juicio, se trata de una obra importante, que no debe dejarse de conocer.

El primer ensayo trata de Las reliquias como símbolo  político y comienza refiriéndose a “la creación del culto a Santiago Apóstol”  señalando que, aunque  la adoración de reliquias ya estaba instaurada anteriormente al cristianismo —Muñoz Machado cita a los Dioscuros—, en este caso se acaba convirtiendo en un símbolo político aglutinador del mundo cristiano frente al musulmán y en un apoyo a la expansión del reino astur-leonés hasta abarcar España entera… Por otra parte, “el Camino de Santiago” hizo que se construyesen en él numerosos monasterios y templos y que, cumpliendo un acuerdo del Concilio de Nicea, nunca faltasen en ellos reliquias de santos —el autor recuerda las de San Isidoro en León, o las de Santo Domingo de Silos y San Millán de la Cogolla…—, muchas trasladadas de otros lugares, lo que dio origen a una creciente demanda de reliquias  ue eran de muy diversa clase, y hasta a una legislación específica —están protegidas en las Partidas, por ejemplo…—.

La reforma protestante supuso una crítica radical de las reliquias y su culto: para Lutero eran “nuevos ídolos” y para Calvino, falsas en su mayor parte… Muñoz Machado profundiza en el sentido político que adquirieron, más allá de lo religioso, y recuerda que Felipe II, consciente de su poder simbólico para aglutinar España, consiguió formar una colección constituida por 7.432 piezas, entre ellas 144 cuerpos de santos, y que hasta intentó trasladar el sepulcro de Santiago al Escorial… Este significado político de las reliquias es muy expresivo en el caso de los “hallazgos” de Granada  —en la llamada Torre Turpiana, antigua mezquita, una caja de plomo con objetos como un velo de la Virgen, y en unas cuevas de la colina de Valparaíso unas láminas de plomo con misteriosos textos que, al ser descifrados, relataban entre otras cosas el martirio de san Cecilio…—. Es decir, que Granada había sido cristiana antes que mora, lo que fue apoyado por la autoridad…

El culto católico a las reliquias tuvo problemas durante la Revolución Francesa, en la que hubo años con una destrucción programada de las mismas, como de los símbolos de la monarquía… Y no cabe duda de que su significación fue decreciendo en toda Europa, aunque los dos milenios de historia de la simbología cristiana conserven mucha fuerza. Mas ha habido un proceso cultural que ha permitido integrar los temas relacionados con las reliquias en la cultura ordinaria, con independencia de su carácter religioso.

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El segundo ensayo trata de Tortura, pena de muerte y duelo: prácticas y reacción intelectual. El autor señala la crueldad del Antiguo Régimen al ejecutar la pena de muerte con dos ejemplos escalofriantes, y nos muestra el implacable uso del descoyuntamiento por  caballos, el fuego, la rueda, la horca y el degollamiento como técnicas complementarias. En España, estas prácticas entraron en desuso antes que en Francia y otros estados europeos, y aunque ya en las Partidas estaban previstos el corte de cabeza, la horca, el fuego o el echar al condenado a las bestias feroces, estaban prohibidas la crucifixión, el despeñamiento o el apedreamiento, y en el siglo XVIII se normalizaron la horca para el castigo los reos de las clases bajas, y la degollación para los de las altas, aunque la Santa Hermandad mantuvo la costumbre de asaetear.

El uso del tormento fue uniforme en toda Europa, aunque en España la tortura correspondía a la decisión del juez. Muñoz Machado nos presenta como ejemplo de tortura por mancuerda en el siglo  XVII el caso de María Rodríguez y Domingo López, con la transcripción de un acta espeluznante. También se utilizaban otras técnicas, como la llamada garrucha —“colgamiento por los brazos colocando al sujeto pesos en los brazos y en las piernas”—, el meter agua por la nariz tapando la boca, la quema de los pies, la introducción en un ataúd erizado de clavos por todas partes, etc. Era normal la falta de imparcialidad del juez, la convicción en la culpabilidad del reo, el procedimiento secreto… y los tribunales inquisitoriales tenían sus propios, oscuros y sanguinarios procedimientos, que duraron hasta 1834, en que fue abolida la Santa Inquisición.

Muñoz Machado sigue describiendo cómo, con la Ilustración, muchos filósofos, políticos y juristas criticaron ese sistema penal “impredecible, arbitrario, desproporcionado, brutal, despiadado, sin garantía alguna”… Se pretendía la reforma del sistema, pero el cambio necesitó la llegada del constitucionalismo y la secularización de un sistema infiltrado todo él de ideas religiosas, con una estricta regulación de los delitos —vista desde una concepción laicizada— y de las penas, reservando la pena capital para los delitos extremos, y eliminando de ella los sufrimientos innecesarios del reo. La Asamblea Revolucionaria francesa, en 1791, implantó “la ejecución menos dolorosa” y su aplicación general, sin distinción de clases, y la guillotina fue estrenada en 1792. El tormento se descartó, se impuso la presunción de inocencia y se determinó que el juez debía de ser imparcial e independiente.

Ya se había propuesto en la Enciclopédie: “Los objetivos de las penas deben estar subordinados al objetivo último y principal, la seguridad pública”, y no se deben castigar “los actos íntimos no perjudiciales para la sociedad”. Voltaire y Montesquieu, principalmente, criticaron severamente el sistema y exigieron reformas, considerando “remedio excepcional” la pena de muerte. Diderot, Condorcet, Rousseau… veían la tortura legal como una pena anticipada, inútil y perversa, y Beccaria (en De los delitos y de las penas) exigía la prioridad de la ley como determinante. La influencia de estas ideas llegó a todo el mundo.

En España, el libro de Beccaria, que había sido traducido en 1774, fue prohibido por la Santa Inquisición en 1777, pero sus tesis las defienden Lardizábal o Jovellanos. Ya el padre Martín Sarmiento había escrito en 1762 que la pena de muerte era “bárbara, inútil y contraproducente…”, y Melchor Rafael de Macanaz, uno de los primeros reformistas españoles, había hablado de la necesidad de privar a la Iglesia de poderes y funciones que corresponden al Estado, así como fray Jerónimo de Feijoo se había manifestado contra el tormento. A mediados del siglo XVIII hay una mirada judicial reticente con  la pena de muerte y opuesta a la inseguridad penal. Y a partir de una pragmática de Felipe V de 1734, solo se podía castigar con la pena capital “a mayores de 17 años…”. Hay un ambiente jurídico propicio a la codificación penal, muchas polémicas en el tema, y Juan Pablo Forner escribe su Discurso sobre la tortura,  que no tuvo permiso para publicar.

Aunque Muñoz Machado cita a muchos ilustrados y sus obras, se detiene especialmente en Manuel Lardizábal, al que llama “el gran sistematizador”. Oriundo de Tlaxcala y miembro de la RAE, fue responsable de la edición de 1815 del Fuero Juzgo. En su Discurso sobre las penas, de 1782,  defiende la adecuación de la pena al delito, la ejemplaridad de las penas, la celeridad de las causas criminales, la sustitución de la “presunción de culpabilidad” por la de inocencia, la regulación estable y clara de los delitos y de las penas, y que el fin de las penas es la corrección del delincuente. Contrario a la tortura judicial, declara que la pena de muerte no debe de ser dolorosa.

Al tratar Muñoz Machado del duelo señala que, aunque era práctica prohibida desde los Reyes Católicos (1480) la reiteración en su prohibición por Felipe V y Fernando VI demuestran que seguía vigente a través de los siglos, y el autor nos muestra una breve historia del “duelo, riepto o desafío” como ajuste de cuentas privado. La regulación penal llega a ser muy severa —pena de muerte—. Muñoz Machado recuerda El delincuente honrado, de Jovellanos, donde, entre otras muchas cosas, se dice que “es cosa cruel castigar con la misma pena al que admite un desafío que al que lo provoca”.

Los Discursos forenses de Meléndez Valdés merecen también la cuidadosa atención de Muñoz Machado. Desde una mentalidad humanitaria, en ellos se defiende que la pena debe de ser proporcional al delito y no superior a la ofensa recibida, uniendo humanidad y justicia… El caso es que la Constitución de Cádiz acogió la crítica ilustrada contra la tortura —aunque el cambio más estable no llegaría hasta el Código Penal de 1848—. Mas en 1810, la comisión de Código Criminal de las Cortes generales y Extraordinarias preparó un proyecto de Reglamento del Poder Judicial que ajustaba retrasos y evitaba la arbitrariedad judicial, y un discurso de Agustín de Argüelles propuso eliminar la tortura, lo que acabó reflejándose en el artículo 303 de la Constitución de 1812: “No se usará del tormento…”, incluyendo también la mayor parte de los principios de los reformistas ilustrados en materia de competencia judicial, detenciones arbitrarias, etc., y en ello se profundizó gracias a José María Calatrava, en el trienio liberal, preparando el Código Penal de 1822, que la vuelta del nefasto Fernando VII impidió aplicar.

Muñoz Machado concluye este ensayo recordando a Joaquín Francisco Pacheco y su obra sobre el Código Penal de 1848, titulando el apartado la fundación de un nuevo sistema represivo: por fin “el modelo penal de la monarquía absoluta queda definitivamente arrumbado, y sustituido por aquel orden de principios que postularon los grandes políticos y filósofos ilustrados”.

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El tercer ensayo se titula La invención de las sociedades políticas. En este caso, Muñoz Machado comienza reflexionando sobre los orígenes de la comunidad humana, que de acuerdo con la biología y la antropología no debió diferenciarse de la de los primates, considerando el asociacionismo como un fenómeno natural. Recordando el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad de J.J. Rousseau como notable precedente, el autor rememora a las originarias comunidades cazadoras y su supuesta falta de propiedad privada, lo que se modifica con la cultura agrícola.

La propiedad determina la autoridad y la llamada “sociedad política” y Muñoz Machado analiza su evolución  en Grecia, que ha podido ser conocida gracias a numerosos descubrimientos, como el de Troya, la Micenas protohistórica, Creta… a partir de las investigaciones de Schlimann y Evans y a las tablillas de barro. En el desarrollo de la llamada “Edad Oscura” a la época clásica,  hay que señalar que la “Edad Oscura” comienza hacia 1150 a.C., y que el poder político está determinado por el Gran palacio, el Rey, el jefe militar y su séquito, con la colaboración de jefes de distrito y locales. De 750 a 700 a.C. —la llamada “época arcaica”—, se instituye la “ciudad estado” hasta el 490 a.C.: oligarquía, aristocracia, magistrados, consejos…  “Las formas de gobierno fueron cambiando a medida que creció el comercio y el desarrollo económico”. La aparición de los “tiranos”, enfrentados a los aristócratas, fue favorable a la democracia a partir de Pisístrato y de las reformas de Clístenes y Pericles, en el siglo V a.C. En la época de Pericles, la asamblea se reunía dos veces al mes.

En cuanto a los modelos de gobierno en Roma, Muñoz Machado señala que, al principio, no está clara la influencia de Grecia. En la llamada época arcaica, la comunidad de ciudadanos se gobierna en asamblea —comitia—. La República trae las curias  —me ha llamado la atención la etimología: co-viria, reuniones de hombres—. Los comitia curiata tenían funciones religiosas y jurídicas. Los comitia centuriata, de origen militar, regularon el sufragio y los impuestos. La tercera asamblea popular eran los comitia tributa, organizados por circunscripciones. Muñoz Machado indica cómo la Republica se estableció designar magistrados para un mandato anual, señala instituciones como el Senado —consejo de ancianos— y relata la creación de la monarquía por Octavio —llamado Augusto por el Senado en 27 a.C.— que mantuvo instituciones republicanas como las magistraturas, las asambleas de pueblo y el Senado…

Grecia y Roma fueron ejemplos de gobierno de todo tipo, y Platón y Aristóteles crearon el pensamiento político. Más tarde, el pensamiento cristiano encontraría en ellos —y en Cicerón— materia para confirmar su concepto comunitario, con la idea de la ley natural o divina y la distinción entre la autoridad religiosa y la autoridad civil —las “dos espadas” de la doctrina del papa Gelasio I—. Todo ello tendría influencia en las monarquía medievales y en las absolutas… hasta la llegada de la Libertad y la Igualdad.

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Sobre la pobreza  es el cuarto ensayo de este ameno y sugestivo libro. Muñoz Machado nos informa en él de que los primeros años del siglo XVI habían acelerado las diferencias entre ricos y pobres, y tal y como se conoce por varios libros de la época, las ciudades estaban invadidas por muchedumbres de mendigos callejeros, lo que se hizo más grave a partir de 1520 y las malas cosechas que se fueron sucediendo. La abundancia de mendigos propició intervenciones públicas, como las Ordenanzas de Nuremberg de 1522, que exigían vigilar, identificar y registrar a los mendigos, dándoles un tiempo máximo de permanencia. El tema de los “falsos pobres”, los hospitales y las “bolsas comunes” de limosnas estaban en el debate que el tema suscitó.

Muñoz Machado recuerda  a Juan Luis Vives, sucesor de una familia víctima mortal de la Santa Inquisición por falsamente conversa o criptojudía, que tras estudiar en París y Brujas fue profesor por lo menos en Lovaina y Oxford, y entre otros libros escribió un clásico titulado De subventione pauperum (1526). Vives estaba próximo a Tomás Moro y Erasmo, y le preocupaba el tema de la pobreza. En su libro, manifestando su horror ante la situación de las ciudades, propone verificar la situación de quienes están en los “hospitales”, comprobar la identidad de los pobres de cada parroquia y separar las gentes sanas de las enfermas, buscando trabajo para las sanas, y que los sanos forasteros regresen a sus localidades de origen. En cuanto a los otros, establecer una estructura asistencial rigurosa. El libro tuvo notable repercusión.

En el ensayo, Muñoz Machado  se refiere a continuación a la situación en España, y a la “política de pobres” del siglo XVI. La situación era angustiosa, señala, y hubo peticiones de regularización en las Cortes de Valladolid, Toledo y Madrid. La nueva crisis agrícola de 1538 a 1540, que empeoró la situación, hizo que el cardenal Tavera propusiese medidas que se aprobaron en 1540: prohibición de la mendicidad, caja común para la asistencia a los pobres, obligación de trabajar a los ociosos, ayuda puntual a los transeúntes necesitados… Para la supervisión de los recursos se designaría un comité de 8 miembros: 2 eclesiásticos, 2 regidores, 2 nobles y 2 del estado llano.

Había tendencias secularizadoras y estaba en juego el control por parte de la Iglesia Católica. Impuestas fuertes restricciones a la libertad de movimientos y a la autonomía de la voluntad, Las Ordenanzas de Zamora de 1522 y 1545 dieron ocasión a un debate entre Domingo de Soto y Juan de Robles. El primero pensaba que la legislación abrumaba a los pobres y limitaba excesivamente la libertad personal, y él consideraba al “pobre” como un elemento estable de la sociedad. Hay que identificar a los “falsos pobres”, pero en los verdaderos no se puede distinguir entre locales y forasteros ni prohibirles pedir limosna… Para Juan de Robles, los verdaderos pobres no deben necesitar mendigar. Los que puedan trabajar deben hacerlo, y hay que supervisar el empleo de los recursos en su ayuda. Eran los tiempos del El Lazarillo, Guzmán de Alfarache… y abundaba ese tipo de personal marginal —soldados licenciados, extranjeros atraídos por la “plata española”, embusteros, pícaros y vagabundos— y las políticas sociales fracasaron por la desidia de las autoridades.

Habría que llegar a los tiempos de la Ilustración para que se tomasen nuevas medidas: contra el internamiento en los tradicionales “hospitales” se tendió a fortalecer la obligación de trabajar para los sanos y la creación de establecimientos de acogida con el tratamiento adecuado: hospicios, talleres, correccionales. Muchos intelectuales de la época como Campomanes, Cabarrús o Jovellanos se preocuparon por el tema, y a finales del siglo XVIII había una nueva concepción política de la pobreza. Luego, el primer constitucionalismo traería la municipalización de los servicios asistenciales. Por ejemplo, la Francia revolucionaria crearía el concepto de “socorro público”, reconociendo el derecho al trabajo, o al sostenimiento gratuito si no se está en condiciones de trabajar.

Las constituyentes gaditanas siguieron esta línea, desde la perspectiva de los servicios públicos municipales. En el trienio liberal se promulgó la primera Ley de Beneficencia (1822), fuertemente secularizadora. En  la Ley de Beneficencia de 1849 —tiempo del concordato con la Santa Sede— se respeta la beneficencia particular. El Reglamento de 1852 considera la beneficencia como un servicio público y crea Juntas para ello —generales, provinciales y municipales—. Diversas normas irán regulando tanto la beneficencia pública como la particular…

A partir de este momento, habrá una “penalización de la vagancia” que se incrementará a lo largo de los siglos XIX y XX. La vagancia se considerará delictiva, aunque en el Código penal de 1876 se configurará como “agravante”. Y la Segunda República promulgará la llamada Ley de vagos y maleantes (1933). Lo cierto es que han emergido los sistemas de aseguramiento y protección pública, lo que ya estaba en la reivindicaciones sociales de Marx y Engels. Bismarck fue el primer promotor de luego se llamó “Estado de Bienestar”, creando seguros sociales, y en los años 40 Inglaterra crea la Seguridad Social, aunque España había establecido en 1908 el llamado Instituto Nacional de Previsión, dependiente del Ministerio de Trabajo, y organizado seguros obligatorios desde 1920 para la vejez o “retiro obrero”, maternidad, enfermedad…

Muñoz Machado concluye este ensayo considerando que la pobreza no ha sido erradicada, a pesar del enorme aparato contra la marginalidad, y que se trata de un problema global. Según el Banco Mundial, en 2008, uno de cada cinco  habitantes del mundo vivía en condiciones de extrema pobreza… “Los derechos de los menesterosos deben ser reconocidos como derechos fundamentales vinculados a la dignidad humana y a la igualdad”, añade.

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El ensayo quinto trata de La búsqueda de la felicidad. Comienza recordando a Thomas Jefferson y la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de julio de 1776, y que entre los derechos de los hombres están “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.  Apuntando con tino el tema del “derecho a la libertad” —que también se había establecido en la Declaración de derechos de Virginia: “todos los hombres han sido creados iguales”— y su extraña relación con la permanencia de la esclavitud, Muñoz Machado señala que el concepto del “derecho a la búsqueda de la felicidad” no existía en la vieja Europa, donde predominaban los conceptos elitistas frente a los democráticos.

Desde esta perspectiva, considera que la “felicidad” fue un concepto “repetidamente utilizado en el siglo XVIII, que caracteriza el espíritu de la Ilustración”. En España fue conocido y tratado por Meléndez Valdés, Iriarte, y sobre todo por Jovellanos. Citando a Maravall, Muñoz Machado recoge el concepto en el pensamiento ilustrado como “empeño terrenal”: bienestar y prosperidad  gracias a la “disposición de medios”. Para Jovellanos “la prosperidad pública es la suma de felicidades de los individuos”, y en el primer proyecto de Constitución, de León de Arroyal, “el fin de toda sociedad es la felicidad de los hombres”.

El tema suscitó debates europeos que pasaron a la América colonial, aunque luego habrá divergencias en las proyecciones políticas del concepto. Por ejemplo, en Norteamérica se concibe la felicidad como derecho individual, porque late desconfianza hacia el poder gubernamental; en Europa, a la luz del asambleísmo revolucionario francés, son los poderes públicos los responsables de la economía, la política y la estructura social, garantizando leyes perfectas, pues el legislador es el representante de la voluntad popular.

En consecuencia, en Norteamérica la felicidad es un derecho que corresponde satisfacer a cada individuo, y en Europa el bienestar social es un componente esencial de la felicidad, y corresponde al Estado establecer servicios que lo garanticen, sobre todo para los menos afortunados. Frente a la interpretación individualista norteamericana, en Europa surge una concepción solidaria, que origina el llamado Estado de Bienestar… Sin embargo, prevalece el “cinturón de miseria” de los pueblos infelices y oprimidos, que generan una avalancha humana de inmigrantes y refugiados. Son necesarias políticas globales, políticas sociales unitarias, una “Constitución cosmopolita”…

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El ensayo sexto está constituido por una conferencia de Muñoz Machado el salón de actos de la RAE, titulada La profesión elocuente. La cabecera de dicho salón está presidida por ciertos vitrales, uno de ellos dedicado a la Poesía y el otro a la Elocuencia. El autor señala que en la elocuencia, precisamente, está el origen de la profesión de abogado, que repasa históricamente: en el Derecho Romano, ese papel, en sus inicios, correspondía al patronus causae, que actuaba por benevolencia y sin retribución. La “capacidad de persuasión” hizo que tales personajes consiguiesen prestigio e influencia, hasta convertirse en los “oradores forenses”: Cicerón, Quintiliano, Tácito, los dos Plinios, Valerio Máximo o Séneca padre… Precisamente Cicerón unió la práctica con el estudio del tema, y escribió obras sobre oratoria… Poco a poco, este tipo de personajes mejoraron sus conocimientos con ayuda del iurisperitus, y la fusión de este y del orador dieron origen a los advocata.

En la Edad Media, este tipo de personajes eran conocidos como “voceros”, y actuaban en los juicios en nombre de vecinos ignorantes o incapacitados. En las “Partidas”, la III, —De los Abogados— indica su trabajo: con voces y palabras usa de su oficio, estableciendo también los que no pueden ejercer, los que son abogados de ellos mismos y los que pueden representar a otros.

El tiempo traerá paulatinas restricciones en el repertorio de citas por parte los abogados, que iban haciendo los juicios “enrevesados y profusos de alegatos, abundosos en inutilidades que los dilataban hasta la desesperación de las partes y los jueces”, señala Muñoz Machado. En 1495 se promulgan las Ordenanzas de Abogados y Procuradores, cuya influencia  llegará hasta el siglo XIX, y en las el que se regula el acceso a la profesión. Mas las críticas a las “malas prácticas” fueron abundantes, y las medidas para arreglar el tema no debieron de surtir todo el efecto deseado, si se consideran ciertos comentarios satíricos de Quevedo.

Nacieron por fin los Colegios de Abogados. En 1737 se crea el de Madrid. Los requisitos para colegiarse eran las buenas costumbres, ser hijos legítimos o naturales de padres conocidos, cristianos viejos y sin oficios viles. A lo largo del siglo XVIII, en los planes de estudios para la formación de los abogados entran las ideas reformistas de Voltaire, Beccaria, Jovellanos, Forner, Lardizábal, Meléndez Valdés… y en el siglo XIX la profesión —con el apoyo de libros, formularios, diccionarios, etc.— tiene todos sus rasgos legales casi completamente depurados, con normativa que abarca estudios, pasantías y colegiación.

Muñoz Machado cita, entre los abogados ejemplares, al sevillano Manuel Cortina y Arenzana, elegido 31 veces decano del Colegio de Madrid, y concluye su discurso aludiendo a diversos autores que han estudiado la oratoria y la elocuencia, marca de identidad de la profesión.

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Autor: Santiago Muñoz Machado. Título: Vestigios. Editorial: Crítica. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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