Lotte Reiniger y sus siluetas

Supe por primera vez de Lotte Reiniger en 1987, recién incorporado al gabinete de prensa del Imagfic, el festival de cine imaginario y de ciencia ficción que animó el final de los inviernos madrileños —solía celebrarse en marzo— durante los años 80. Uno de mis primeros cometidos en aquella oficina fue corregir las pruebas del dosier sobre esta cineasta alemana, editado por el festival con motivo de un ciclo dedicado a sus películas.

Los 36 años transcurridos desde entonces son tanto tiempo que a veces me asusta. Aún escribíamos los artículos en papel pautado y con el membrete de la publicación a la que iban destinados. Las líneas se medían por cíceros, unidad tipográfica que equivaldría a una de esas letras de 12 puntos de los actuales procesadores de texto. Todo era tan diferente que ni siquiera imaginábamos esa apisonadora que acabaría siendo la digitalización para cuanto fue analógico. Y aun así, Lotte Reiniger me dejó impresionado por su apego al más viejo procedimiento fílmico, toda una heterodoxia que la impulsó a llevar las siluetas al arte de las luces y las sombras; un camino al margen que transitó inmutable mientras las vanguardias —en las que nació el arte de la gran Lotte— se iban extinguiendo y la pantalla silente daba paso a la parlante; una entrega que la ocupó hasta el final de sus días en 1982. Desde entonces, desde que aquel año 87 leí la primera noticia sobre ella, mi admiración por esta singular cineasta, que dedicó su vida a la realización de películas de siluetas, no ha dejado de ir en aumento.

"Cuando el islam comenzó a expandirse por Indonesia, se prohibió la representación artística de los dioses y las divinidades: los títeres, a partir de entonces, no tardaron en sustituirse por siluetas"

Más allá de los juguetes ópticos —la linterna mágica, el zoótropo, el praxinoscopio…— el cine tiene su primer ancestro en las sombras chinescas, que no son, como puede deducirse del nombre, originarias de China, sino de las cavernas de los cromañones, en las que nuestros más remotos antepasados ya acostumbraban a proyectar en las paredes las sombras que hacían moviendo debidamente sus manos ante la luz que proyectaban sus hogueras. Visto así, el cine es tan antiguo como la humanidad misma; es decir, el cine existe desde la noche de los tiempos, cuando el ser humano alumbró sus primeras ilusiones.

Mucho después, en el año 930 de nuestra era, se registra en la isla de Java una primera representación de un teatro de sombras que habrá de ser llamado Wayang Kulit y hoy integra el patrimonio inmaterial de la Unesco. Las sombras eran aquellas que proyectaban sobre una tela colocada a modo de pantalla unos títeres de varillas. Aquellas marionetas contaban historias del Majabharata, el Ramaiana y el resto de los grandes poemas épicos del sánscrito. Cuando el islam comenzó a expandirse por Indonesia, se prohibió la representación artística de los dioses y las divinidades: los títeres, a partir de entonces, no tardaron en sustituirse por siluetas.

"Las siluetas del sequito del califa, en número, no van a la zaga de la tropa, que integra la guarnición, formada a las puertas del palacio de Lubitsch"

El procedimiento comenzó a asemejarse mucho más al cine de nuestros días y, sobre todo, al cine de animación que Lotte Reiniger empezó a rodar en medio de aquella pantalla expresionista, que constituyó el mayor esplendor del cine alemán y uno de los grandes orgullos de la República de Weimar. No obstante, la propia Reiniger explicaba en un artículo incluido en ese dosier que tuve el honor de corregir: “Las sombras son más largas o cortas, según el Sol esté en lo alto del cielo, alzándose o poniéndose. Pero por silueta se entiende siempre un contorno bien definido y de perfil”.

Y fueron tantas las siluetas que ella misma recortó, en finas láminas de cartulina para recrear los minaretes, el palacio, los elefantes e incluso el caballo volador que el hechicero ofrece a cambio de la princesa Peri Banu al califa de Las aventuras del príncipe Achmed (1926), que a mí, vistas recientemente, en la versión digitalizada de 1999, se me asemejan a los exteriores de El gato montés (1921), una de las comedietas silentes que Ernst Lubitsch rodó a la mayor gloria de Pola Negri. Sí señor, las siluetas del sequito del califa, en número, no van a la zaga de la tropa, que integra la guarnición, formada a las puertas del palacio de Lubitsch. A buen seguro que Reiniger estudió esa secuencia de El gato montés antes de disponer el cortejo de su califa en el campo de los planos que le dedica en Las aventuras del príncipe Achmed.

"Desde las postrimerías del siglo XVII hasta mediados del XIX, cuando comenzó a generalizarse la fotografía, fueron muy habituales entre quienes querían dejar un recuerdo de su imagen"

Al margen de las sombras —que siempre son su modelo—, antes de integrar ese remotísimo ancestro del cine, las siluetas, en sí mismas, fueron un arte antiguo. Tanto que algunos sabios remontan sus orígenes a una leyenda de Plinio el Viejo, aquella que nos habla de Butades de Sición (siglo VII a. e. c.), cuya hija, enamorada de un joven corintio, la noche en que su amado iba a partir dibujó a carboncillo el perfil de su cara, señalado por la sombra en la pared de la estancia que había albergado sus últimas efusiones.

Los retratos a la silueta —antecedente directo de esas siluetas expresionistas que Lotte Reiniger recortaba en cartulina negra para dar forma a los protagonistas de sus cintas— fueron muy estilados entre aquellos que no tenían dinero para pagar a un pintor que les retratase. Desde las postrimerías del siglo XVII hasta mediados del XIX, cuando comenzó a generalizarse la fotografía, fueron muy habituales entre quienes querían dejar un recuerdo de su imagen. Todavía es frecuente que, en las panorámicas por las paredes de las estancias de los filmes ambientados en esas épocas, se nos presente alguna silueta.

"Aquellos eran los gloriosos días de las vanguardias artísticas. Entre los amigos y colaboradores de Reiniger destacaban vanguardistas como Walter Ruttmann y Hans Richter"

Las aventuras del príncipe Achmed, que Lotte Reinigier estrenó en el verano de 1926, fue el primer largometraje rodado totalmente con siluetas. En aquel tiempo, la animación, prácticamente, se limitaba a las entregas del gato Félix, un minino antropomorfizado creado por Patt Sullivan y Otto Messmer en 1919, y los cortometrajes del gran Max Fleischer. Aún faltaban un par de años para que Mickey Mouse hiciera su primera aparición en Steamboat Willie. De modo que puede afirmarse que Las aventuras del príncipe Achmed es el primer largometraje de animación que se conserva. Basado en diversos cuentos de Las mil y una noches, no es menos cierta en sus fotogramas la impronta de la tendencia orientalista del cine expresionista. Recuérdense Las tres luces (Fritz Lang, 1921), el primer díptico de La tumba india —estrenado por Joe May también en el 21—, los sultanes incorporados por Emil Jannings en El hombre de las figuras de cera (Paul Leni, 1924) o la debilidad de Thea von Harbou por el hinduismo.

“Para los cineastas de este periodo, aquellos eran buenos tiempos; con cada película podíamos hacer nuevos descubrimientos, encontrar nuevos problemas, nuevas posibilidades técnicas y artísticas”, evoca la realizadora en aquel dosier que, naturalmente, aún conservo. “Estábamos ansiosos por trabajar. Todo el campo era tierra virgen y teníamos el entusiasmo de los exploradores en un país desconocido”.

Aquellos eran los gloriosos días de las vanguardias artísticas. Entre los amigos y colaboradores de Reiniger destacaban vanguardistas como Walter Ruttmann —el principal exponente del cine abstracto, de cuyos onirismos se valió nuestra realizadora— y Hans Richter —el otro padre del experimento abstracto fílmico—.

"Lotte Reiniger descubrió el cine con la magia de los cortometrajes de Georges Méliès y decidió dedicarse a él profesionalmente tras ver una cinta de Paul Wegener"

Siempre con una truca similar a la utilizada por los realizadores de dibujos animados y con el apoyo financiero del banquero berlinés Louis Hagen, un decidido admirador de los cortometrajes anteriores de Lotte Reiniger, el rodaje de Las aventuras del príncipe Achmed dio comienzo en 1923 y se prolongó a lo largo de tres años, el tiempo que llevó hacer las 250.000 tomas que requirió esta fantasía en cinco actos sobre Las mil y una noches que fue la cinta.

Nacida en Berlín en 1889, Lotte Reiniger descubrió el cine con la magia de los cortometrajes de Georges Méliès y decidió dedicarse a él profesionalmente tras ver una cinta de Paul Wegener, uno de los pilares del expresionismo. Pudo ser la primera versión de El estudiante de Praga (Hans Heinz Ewers y Stellan Rye, 1913), o la primera de El Golem (1914), esta también dirigida por el propio Wegener. El caso fue que en 1915, tras asistir a una conferencia del celebrado cineasta en la escuela de canto berlinesa, Lotte Reiniger convenció a sus padres para que la dejasen matricularse en la escuela del Deutschen Theater de Berlín. Allí impartía sus enseñanzas Max Reinhardt, hombre muy próximo a Wegener. De hecho, el actor y cineasta era la gran figura de la compañía teatral de Reinhardt.

"En París, Jean Renoir y René Clair estaban tan entusiasmados con el primer largometraje de su colega germana que ellos mismos repartieron la hoja de sala la noche de su estreno francés"

Resuelta a llamar la atención de su favorito, Reiniger comenzó a realizar siluetas del resto del reparto. Puso tanto empeño en este afán que Wegener le confió las siluetas de los intertítulos de La boda del gigante Ruebezahls (1916). Fue su entrada en el cine profesional, una irrupción tan brillante que no solo hizo que el gran Wegener volviera a confiarla el mismo cometido en su versión de El flautista de Hamelin (1918), sino que también le posibilitó la realización de sus primeros cortometrajes. Destacó entre ellos La estrella de Belén (1921). Antes de su rodaje, Lotte se casó con Carl Koch, el más cercano de los colaboradores de su aún incipiente obra, y se convirtió así en el compañero de su vida. Hasta que la muerte de él les separó en 1962, siempre trabajaron juntos.

Ya corría el año 23. Aunque finalmente Fritz Lang no montó esa secuencia de siluetas que encargó a Reiniger para Los nibelungos la sustituyó por ese fragmento del sueño del halcón, original de Walter Ruttmann—, el aplauso que todo el mundo, en todos los sitios, dispensó a Las aventuras del príncipe Achmed compensó con creces la contrariedad de aquel rechazo a favor de un amigo. En París, Jean Renoir y René Clair estaban tan entusiasmados con el primer largometraje de su colega germana que ellos mismos repartieron la hoja de sala la noche de su estreno francés.

"Al acabar la guerra nadie les molestó, puesto que jamás tomaron partido por los asesinos derrotados. Instalados en Londres en 1950, prosiguieron allí su trabajo, adaptando a sus siluetas diversos cuentos infantiles"

A diferencia de Leni Riefenstahl y Thea von Harbou, junto a las que integra el triunvirato femenino del cine alemán de entreguerras, Lotte Reiniger nunca tuvo nada que ver con los nazis. En 1933, cuando ascendieron al poder, nuestra animadora acababa de realizar para Georg W. Pabst la secuencia de las siluetas de su versión de Don Quijote. Viendo ya la que se avecinaba, la realizadora y su marido intentaron abandonar el país. Pero solo lo consiguieron durante el tiempo que les dieron los permisos correspondientes para residir en las distintas naciones extranjeras que visitaron. Así, en 1937, Jean Renoir empleó al matrimonio durante el rodaje de La Marsellesa: Carl Koch fue uno de los escenógrafos; Lotte desarrolló la secuencia de las sombras chinescas.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial les cogió en Berlín. Allí pasaron todo el conflicto y supieron de la muerte de Walter Ruttmann. Según el historiador Georges Sadoul, ocurrió mientras rodaba un documental en el frente del este; según otras fuentes en Berlín, a consecuencia de una operación a la que fue sometido tras sufrir una embolia. Lo que nadie duda es que este antiguo experimentador de la abstracción, vía Leni Riefenstahl, acabó siendo cómplice de los asesinos del Reich que iba a durar mil años, más concretamente, haciendo documentales sobre los tanques del Führer, los panzers de la muerte, que los llamó Sven Hassel.

No fue, ya digo, el caso de Reiniger y Koch. Al acabar la guerra nadie les molestó, puesto que jamás tomaron partido por los asesinos derrotados. Instalados en Londres en 1950, prosiguieron allí su trabajo adaptando a sus siluetas diversos cuentos infantiles. Sólo la muerte consiguió separarlos.

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