Lectora de Darwin, Emerson y Goethe en la adolescencia, Louise Brooks hubiera podido ser Carson McCullers. Puesto a escribir sobre ella, la imagino en la Wichita (Kansas) de sus 16 años, como a Millie Owens —esa hermana pequeña de Madge (Kim Novak) incorporada por Susan Strasberg en Picnic (Joshua Logan, 1955)—, esa chica que sueña con dejar atrás el pueblo, instalarse en Nueva York y ser como la autora de La balada del café triste (1951). De hecho, Louise Brooks, apenas empezaba a despuntar su estrella, formó parte de la Mesa Redonda del Algonquin, el célebre hotel de Manhattan. Fue aquella una tertulia liderada por Dorothy Parker, en la que dramaturgos —Mark Connelly, George S. Kaufman, Robert E. Sherwood…—, actores —Douglas Fairbanks, Harpo y Groucho Marx…—, actrices —Ina Claire, Tallulah Bankhead…— y periodistas —Franklin Pierce Adams, Ruth Hale, Jane Grant…— se reunían para alumbrar insidias, sembrar cizañas y otras maquinaciones de tantas mentes agudas y preclaras, que ellos mismos, con ese aire de las bromas que pretenden disimular algo tremendamente serio, definían como “maldades”. Louise fue expulsada de aquella capillita de malvados por los responsables del hotel: el atuendo de la entonces bailarina, una de las más sicalípticas de las Ziegfeld Follies, mientras se paseaba por los salones para ir al encuentro del Círculo Vicioso del Algonquin —que también se autodenominaban sus integrantes— fue considerado poco decoroso para el establecimiento.
De orígenes burgueses —su padre era un abogado, su madre pianista— dirigía su animosidad, especialmente, a la sociedad estadounidense. Describió su solar natal —Cheryvale, Kansas, 1906— como una comunidad típica del Medio Oeste, donde la gente «rezaba en el salón y practicaba el incesto en el granero». Fue violada por un vecino cuando solo contaba nueve primaveras. Tiempo después, cuando se lo dijo a su madre, su progenitora culpó a la pequeña Louise. “Debe haber tenido mucho que ver con mi actitud hacia el placer sexual”, confesaría sobre aquel ultraje con el curso del tiempo. “Para mí, los hombres agradables, suaves y fáciles nunca son suficientes, tiene que haber un elemento de dominación”. Sin embargo, esa pretendida sumisión no creo que fuera cierta. A fe mía que pronunció esas palabras porque era lo que se esperaba de ella.
A tenor de su gran interpretación, la Lulú de La caja de Pandora (Georg Wilhelm Pabst, 1929), fue todo lo contrario. Ése, el de la caja de Pandora —que al abrir su cofre desató todos los males en el mundo, quedando en el fondo solamente la esperanza—, es un mito sobre el que aún no he llegado a ver una película lo suficientemente fidedigna. Pandora y el holandés errante (Albert Lewin, 1951) apunta maneras. Ya que estamos, en su rodaje Ava Gardner —Pandora, naturalmente— se enamoró de España: fue la primera cinta que Hollywood rodó en nuestro país, abriendo así una primera grieta al exterior en la España autárquica. Pero la Pandora de la gran Louise me conmueve especialmente en esa secuencia en que Lulú llega al picadero con su nuevo amante y tiene allí escondido al anterior, del que se ha hecho amiga, una buena camarada. El tipo ya es un anciano y ella le mantiene con la plata que les saca a sus sucesores.
El paso por el cine de Louise Brooks fue tan fugaz como precoz su afición a las lecturas de enjundia. Se puso por primera vez delante de una cámara en The Street of Forgotten Men (Herbert Brennon, 1925). Trece años después tocó a su fin su filmografía en Overland Stage Raiders (George Sherman, 1938), un western que protagonizó junto al gran John Wayne. Louise, que lució su inconfundible pelo corto y negro desde niña, llegando a hacer de su peinado su principal seña de identidad —inspiración, por ejemplo, de Valentina, la protagonista del fumetto homónimo de Guido Crepax, uno de los grandes cómics italianos— en aquella última película junto al Duque fue obligada a aparecer con el pelo largo: apenas se la reconocía.
En los repasos superficiales a la encrucijada que llevó al cine de la pantalla silente a la parlante allá por el año 29, suele decirse que Louise Brooks fue uno de esos mitos del silencio que no pudieron adaptarse al sonido. Ni mucho menos. En realidad, la estrella de la más seductora de las flappers dejó de brillar en el 32, ya implantado el sonoro. Ese fue el año en que rodó las cuatro cintas estrenadas con posterioridad. En una de ellas —King of Gamblers (Robert Florey, 1937)— se suprimieron todas las secuencias en las que Louise aparecía; en la otra —When You’re in Love (Robert Riskin y Harry Lachman, 1937)— ni siquiera figuraba acreditada en el reparto. De hecho, solo bailaba una pieza en el segundo término de un plano de una secuencia irrelevante en el desarrollo del filme.
Lo que pasó en la encrucijada del silente al parlante fue que Hollywood había estigmatizado a una de sus estrellas más rutilantes del final del cine mudo. Enfermedades venéreas, decían, contagiaba a los afortunados que elegía para pasar en su cama la noche —siempre se casó con pusilánimes, meros peleles: el realizador A. Edward Sutherland, el diseñador William Deering Davis— y según las maledicencias del bueno de Chaplin —otro de sus amantes conocidos—, aseguraba untarse con tintura de yodo sus intimidades, antes de darse a las efusiones con la más fugaz estrella del mutismo. Y en Hollywood, los estigmas, si son de verdad —también pueden obedecer a una retorcida operación de márquetin—, como en el resto del mundo, son indelebles.
Apenas tres años antes, Louise Brooks fue acreditada por primera vez en American Venus (1926), de Frank Tuttle. Pero el éxito llegó con Una chica en cada puerto (1928), temprana obra maestra de Howard Hawks que protagonizó junto a Victor McLaglen. También en el 28, para William Wellman, encabezó, junto a Wallace Beery, el reparto de Beggars of Life. En sus secuencias incorporaba a una okie disfrazada de chico, que ha de sobrevivir entre vagabundos ávidos de sexo. Esos vagabundos más próximos a los de Jean Genet, que abusan sexualmente de los más débiles, como en la vida misma. Nada que ver con el candor y el buen rollito del Charlot de Chaplin.
Probablemente, Louise, interpretando aquella cinta, en cuyo rodaje se enemistó con Wellman, se sintió grande como nunca anteriormente. Y en verdad lo fue. Parece ser que entonces era la actriz que más tinta hacía correr: todo un modelo a seguir por aquellas flappers que tenían fascinado a Scott Fitzgerald. Pero no lo consideró así la Paramount, que decidió no renovarle el contrato a su actriz cuando ella les exigió una subida del sueldo. Y fue así como Louise tomó la decisión más importante de su carrera: viajar a Europa. Tras ser la primera chica que bailó el charlestón en Londres, se trasladó a Alemania. Allí se puso a las órdenes de Pabst para recrear a la Lulú de La caja de Pandora, sobre un guion de Ladislao Vajda, futura gloria del cine español pretérito. Antes de que acabase el año, tuvo tiempo de protagonizar, también para Pabst, Tres páginas de un diario.
De regreso a Estados Unidos, su experiencia europea había convertido a Louise Brooks en un mito de la pantalla silente. Pero ni Hollywood ni sus compatriotas se lo perdonaron. Las procacidades mostradas en Europa fueron determinantes en una sociedad tan puritana como la estadounidense. Por no hablar de su interpretación naturalista, que les dejó desconcertados, acostumbrados como estaban al amaneramiento del silente. Lo peor fueron las licencias tomadas. La ruptura absoluta con la representación de la femineidad y la moralidad tradicionales que supuso su creación de Lulú. Máxime entonces, que, presto a la autocensura, Hollywood se disponía a adoptar —voluntariamente, recuérdese— el infausto Código Hays. Nadie mejor que Louise para ser la reina de las cintas precódigo. Pero hasta ese dudoso honor le fue negado. El papel de Gwen, la chica de Tom Powers, el malote de El enemigo público (1931), título señero del último Hollywood previo a la censura, le fue confiado a Jean Harlow, Wellman, el director de la cinta, no estaba dispuesto a volver a soportar a Louise Brooks en un rodaje.
En el tramo final de su declive, mientras esperaba esas llamadas para nuevos proyectos que nunca llegaban, y las premoniciones de que todo había acabado se confundían con los recuerdos de cuando todo empezaba, no tardó en comprender que las únicas personas que querían verla “eran los hombres que querían acostarse conmigo”, escribe en sus memorias, Lulú en Hollywood (1982).
Asocial desde que se la recuerda, yo la imagino tan individualista como pudiera serlo Huckleberry Finn, pues habrá que decir que también leyó a Mark Twain con avidez cuando se daba a Emerson, Goethe y Darwin. Uno de los pocos amigos que le quedaban en los grandes estudios, Walter Wanger, el productor de la Paramount que la descubrió bailando semidesnuda en las Ziegfeld Follies de Nueva York, le advirtió que, de seguir en Hollywood, era muy probable que acabase dedicándose a la prostitución.
De modo que la más efímera de las estrellas de la pantalla silente abandonó la alegre colonia de los del cine, se fue a vivir a Los Ángeles y empezó a buscar empleo como colaboradora de prensa. “Descubrí que la única carrera bien remunerada que se me abría, como actriz fracasada de treinta y seis años, era la de prostituta”. Y afrontó lo inevitable: “Comencé a fantasear con los tarros llenos de somníferos”.
Debió de ser difícil para ella, que frecuentó las fiestas en San Simeón —la mansión de William Randolph Hearst—, merced a su amistad con Marion Davis, volver a las estrecheces.
Tras abandonar el cine y marchar de Hollywood, se instaló en su solar natal, donde la repudiaron tanto por haber abandonado aquello como por regresar acabada. Finalmente, arrendó un apartamento en Nueva York, donde vivió alejada de los lujos y las comodidades que había conocido entre los desahogados de Beverly Hills. Se dice que en la Ciudad de los rascacielos, la gran Louis fue dependienta en Macy’s y otros establecimientos. Pero, en efecto, según confesión propia, llegó un momento en que eligió la prostitución antes que el suicidio. Mientras le quedaron admiradores de su etapa como actriz, vivió a expensas de ellos. Después comenzó a ofertarse en catálogos de escorts de alto standing.
Ése era el panorama cuando en 1953 fue reivindicada por Henri Langlois. El fundador de la Cinemathèque Française, en cierto sentido maestro de todos los cinéfilos, apenas la descubrió en las viejas cintas que atesoraba para las nuevas generaciones, situó a la bella Louise por encima de Marlene Dietrich y Greta Garbo en la nómina de las mujeres fatales.
Como ya ocurrió con el jazz, Francia volvía a dar carta de identidad cultural a una manifestación estadounidense. Ya en Estados Unidos, William Paley y Kenneth Tynan, dos de los mejores estudiosos de la pantalla silente, la exhortaron a publicar sus innumerables textos. Fue así como nació Lulú en Hollywood (1982), un fabuloso conglomerado —como todo en ella—, de textos memorialísticos y ensayos fílmicos. Se dio asimismo a la estampa su copiosa correspondencia, sus fotos desnuda y cuantos manuscritos autógrafos por ella aparecieron. Sin olvidar los innumerables documentales que protagonizó. Por aquello de haber sido musa del expresionismo alemán, era una autoridad incluso en la República de Weimar. Aquella temprana lectora de Emerson, Darwin y Goethe que hizo el viaje a la inversa: de Hollywood a Berlín, después de ser la primera chica que bailó el charlestón en Londres, murió de un infarto en 1985. Me atreveré a decir que sin que nunca la hubiera visto llorar ningún hombre.
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