Cuando Louise Glück ganó el premio Nobel de Literatura el pasado 8 de octubre lo primero que hizo fue abrir un monedero que tenía sobre la mesa, allá en Cambridge. Luego se palpó los bolsillos del pantalón. Nada. Siguió buscando por toda la casa, revisando los lugares del dinero, pero la pesquisa fue en vano. Acababa de ganar 830.000 euros y le faltaban 1000, ésa era la realidad. Fue sin duda la concesión del premio Nobel de Literatura más amarga de la historia: le dieron 830.000 euros a una autora que empezó a sufrir, justo entonces, por los 1000 que no tenía.
La historia oficial de este sinsabor pecuniario destapó una polémica entre la editorial Pre-Textos y el agente Andrew Wylie, apodado, con enorme dulzura para el caso que nos ocupa, el Chacal. El Chacal sacó los dientes. Hay que imaginar, de verdad, con intención y aparato, a un ejecutivo en Nueva York desplegando toda su artillería porque a una autora suya que acaba de ganar el premio Nobel le deben 1000 euros en Valencia.
Lo primero que supimos del asunto fue la versión del editor Manuel Borrás, cabeza visible del sello Pre-Textos. Declaró en prensa que, después del caprichoso galardón (siempre lo es; siempre se da por sentado que la elección es ley divina), Wylie les había retirado los derechos de los siete libros de Glück que habían publicado en los últimos catorce años. También les pedía el cese de la distribución de los ejemplares no vendidos y —ojo al sortilegio— quemarlos. El método de destrucción supongo que era facultativo. Pero quemarlos es lo que suele recomendarse.
Este mandato incendiario del gran hombre de Nueva York generó de inmediato simpatía por el pequeño sello valenciano que lleva cuarenta y cuatro años editando libros, poesía también, para su desgracia. El sentimiento del pueblo (o sea, de los cuatro que nos interesa algo el mundo editorial) estaba con ellos: el débil contra el fuerte, la lealtad contra la traición y la poesía contra el dinero. Luego iremos con esto: es lo más gracioso.
Parece también que los derechos subastados de Glück iban cosechando rechazos por España en una anómala y emocionante solidaridad sectorial: nadie quería dar feliz destino a una puñalada.
Después el diario El País dio voz a Andrew Wylie, y conocimos su versión. Al parecer, Pre-textos no había pagado un anticipo de los siete, o había publicado un libro demasiado deprisa y pagado tarde. También había dejado sin consultar una portada con la autora. Estos escalofriantes abusos editoriales trastocaron el sentimiento del pueblo (de los cuatro que nos interesa, etc.), y diversos periodistas y autores entendieron de pronto que la jugarreta de Wylie quedaba justificada. El País, por rematar a Pre-textos con exacerbada nobleza, publicó un nuevo artículo donde varias poetas se quejaban del hambre que pasaban y, de paso, acreditaban la espantada de Glück, que también tenía que comer.
Finalmente Louise Glück publicará su obra completa en Visor, conocida por sus premios de provincias.
Poesía y dinero
Debemos establecer primero la realidad del mundo de la poesía. Lo inmediato es que, si bien algún autor de novela puede creer que va a vivir de ello, es dudoso que haya aspirantes a poeta en librería que no sepan que los versos no dan dinero. Cuando se habla de dinero y libros, de ventas también, hay mucha ambigüedad, pues no se dan cifras. Así, decir “dinero” y “ventas” es no decir nada, abrir el campo semántico hasta que quepa en él cualquier ensoñación. No. Que la poesía no dé dinero quiere decir que no da 1000 euros al año ni aunque publiques un poemario al año. “La poesía no da ni para merendar”, citaba Umbral de Aleixandre. Si una novela, siendo el género dilecto y mimado del comercio, duramente venderá más de 1000 ejemplares, un poemario no llega a los doscientos, trescientos, cuatrocientos… Párenme antes de que diga una estupidez: quinientos. (Glück vendía —y seguirá vendiendo en un par de años— 200.) Siendo libros finitos, de a 12 euros, al autor le pueden corresponder por tanto (10%) en torno a 400 euros. Es decir, el beneficio de la poesía es la vanidad. Ser poeta. Ser apreciado. Dibujar una obra y, bueno, si hay suerte, al final, un premio Nacional o un Cervantes; “otra humillación más”, que decía Ramón Gaya, con sabiduría desusada.
Que un poeta hable de dinero es como que un piloto de rallies hable de normas de tráfico: justamente su deporte va de que no hay normas, de que no hay dinero. Salvo cuando lo hay (turbios premios de provincias; la suerte única de un poemario best seller). Ponerse digno con los cuatro duros que da la poesía es de un mal gusto incomparable, insolidario. Es no saber qué ha venido uno a hacer a la literatura.
Es curioso leer entrevistas a poetas donde hablan del silencio, la luz, el amor y el alma, y luego imaginárselos destrozados en casa porque alguien les debe 355,56 euros. Un poco más de dignidad, amigos. Esperad al menos a que os deban 2.000. Esperad al menos a que os deban un dinero que habéis ganado trabajando.
En el caso de Louise Glück se sustancia espectacularmente toda esta miseria. Por un lado, tenemos a un delicado sello español, de prestigio irrebatible, que durante 14 años ha publicado 7 de sus libros (de 11 que tenía la poeta), traducción que, de hecho, nadie había realizado en Francia o Alemania. Louise Glück podía ser leída en español gracias a Borrás y a sus traductores. Por otro, tenemos que a la laureada se le debió alguna vez algún dinero (digo 1000 euros, pero seguramente será mucho más: 1200) y no se le consultó la portada de un libro. Glück gana 1 millón de euros (sumemos al Nobel los anticipos que le caerán, precisamente de países donde nunca les importó su obra) y tenemos el dilema esclarecido: 1 millón de euros o ser poeta. Glück (Wylie mediante) elige el millón de euros. Para mí Glück ni es poeta ni es nada. ¿Qué poeta desconoce la gratitud? Siempre viene del cielo, es un don…
¿Cómo no saber, incluso desde Cambridge, lo que es Pre-Textos? Tu bando. Eso es Pre-Textos, tu bando. Gente que lee, edita, recomienda, propaga la poesía. Durante medio siglo casi. ¿Cómo no sentir, de hecho, alegría, siendo Glück, por ese pequeño sello de Valencia que te iba dando al público español, ahora que por fin, junto a ti, le ha tocado la lotería? Todo era bonito hasta que una señora de 77 años quiso ganar un poco más de dinero para cuando llegue la vejez.
Me pongo, de veras, en la piel de Borrás y de sus compañeros de sello, y siento vivamente su pena y su escarnio. Después de dar su apoyo durante 15 años a una autora, en lugar de recibir el aplauso, llega el descrédito. Wylie habla de ellos (en El País, nada menos) como si fueran uno de esos sellos que cobran a los autores por publicar. Como de gente que no sabe nada de libros, oportunistas, filibusteros, bandoleros del papel. Ya saben, uno se pasa cuarenta y cuatro años publicando libros y al final resulta que lo hacía todo mal. No, los bandoleros son los que llegan ahora, al calor de un premio Nobel. Ser poeta y no saber distinguir bandoleros de editores no sé qué dice de su poesía, pero de su persona no dice nada bueno. Sólo imaginar a un autor satisfecho con que se quemen sus libros en otro país provoca el espanto.
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