Del Diccionario de símbolos, de Juan Eduardo Cirlot:
Espiral: forma esquemática de la evolución del universo. Se considera semánticamente como emblema de los fenómenos atmosféricos, del huracán particularmente, pero es que, a su vez, el huracán simboliza el desatarse de las funciones creadoras (y destructoras) del universo, la suspensión del orden provisional y pacífico. Está asociada a la idea de danza, siendo muchos los bailes primitivos de carácter mágico que evolucionan siguiendo una línea espiral: se consideran figuras destinadas a provocar el éxtasis y a facilitar una evasión del mundo terrestre para penetrar en el más allá.
(Luego volvemos con las espirales.)
Junji Ito nació en Nakatsugawa en 1963, aunque hasta su juventud vivió en el campo, muy próximo a Nagano. Leía, por entonces, novelas de terror. La historia más aterradora que conocía era la de un niño que debía atravesar un túnel oscuro, excavado bajo la tierra, para poder acceder al cuarto de baño, que siempre estaba cubierto de desagradables grillos araña pululando por todas partes (especialmente en torno al agujero, siempre en remolino, sobre el que había que mantener el equilibrio) y haciendo sus cuasi extraterrestres ruiditos estridulados. En invierno se apelmazaban allí, porque toda esa acumulación de bostas daba calor. El niño se tenía que alumbrar con una vela a lo largo del túnel y confiar en que ninguna corriente de aire la apagase mientras hacía fuerza apoyando ambas manos contra una pared pegajosa y revestida de humedades. Sacaba una pierna del pantalón y se pasaba la pernera por el hombro para evitar que hasta el más pequeño trozo de tela rozase el suelo y algún asqueroso grillo araña aprovechase para subirle después a la entrepierna. Algunos insectos que parecían percibir el fresco de un sudor nuevo y reluciente correteaban por sus brazos. El niño no necesitaba ni voces del más allá ni caras medio apareciéndose en la oscuridad. Si era la historia más aterradora que Junji Ito conocía es porque ese niño era él y esa historia —durante quince o dieciséis años, se dice pronto— era la suya.
A Junji Ito le encantaban los manga que leían sus hermanas, así que él los leía también, y no sólo los leía sino que empezó a dibujarlos. Con cuatro años. Sus dibujos de entonces imitaban a los de Kazuo Umezu (que ahora tiene casi noventa años y sigue dibujando), en especial los niños sumamente expresivos de Aula a la deriva y sus monstruos extravagantes. Como Umezu dibujaba muchas bocas abiertas, Junji Ito dibujaba también bocas abiertas, pero él les añadía el detallito realista de los dientes, no como un simple hueco blanco bajo la línea del labio superior sino con los relieves de la corona, con su aspecto lunar, semigeográfico. A los veintitrés años, Junji Ito ganó el premio Kazuo Umezu, que le permitió publicar el manga de terror Tomie, cuya protagonista, Tomie Kawakami, es prácticamente un personaje de Keats. La historia (la versión en inglés, al menos) empieza muy bien: “Mi amiga Tomie murió. Su cadáver fue encontrado por aquí y por allá, en mil pedazos”. Por aquel entonces Junji Ito pensaba todavía que su vocación era la de ser dentista. Pero se inclinaba sobre las bocas de sus pacientes y se quedaba pasmado, con el instrumental como un sobrante prendido de los dedos, mirando aquella oscuridad en la que iba creciendo un remolino.
Uzumaki (1998-1999) es, junto a Tomie, su obra más conocida, y posiblemente el cómic más desasosegante entre los mejores publicados (y no me refiero sólo a mangas) en los últimos cincuenta o cien años. Toda una tradición del terror japonés se concentra aquí, los “lúgubres sueños de los e-shi”, aquellos “artistas desencantados con su siglo” que echaban la vista a las leyendas de sus antepasados para retratar la agonía del tiempo, la sensación de que al mundo se le acababan sus reservas de futuro. No parece una casualidad que Uzumaki apareciera justamente al filo del siglo XXI, cuando despertaba nuevamente aquí y allá el terror milenarista. Pero sus pesadillas no son tan concretas ni maniqueas como las de un Occidente que volvía, también, la vista atrás para recrear el paisaje tradicional del apocalipsis desde una perspectiva tecnológica. Sus pesadillas son exquisitamente abstractas. Cuanto de sobrenatural o terrorífico aparece en Uzumaki es puro ukiyo-e, “retratos del mundo flotante” —el umbral entre la vida y la muerte, el sueño y la vigilia, lo material y lo inmaterial— que se popularizaron entre los siglos XVIII y XIX, y que ya entonces aterrorizaron a sujetos tan curtidos en la imaginación extravagante como, ahí es nada, el señor Huysmans de la rue Saint-Placide, autor de À rebours. “Fueron estas obras”, escribí hace tiempo, al hablar de los ukiyo-e, “las que asombraron e inspiraron a los impresionistas y postimpresionistas europeos: Manet y Monet, Degas y Bonnard, Renoir, Pissarro, Gauguin, Toulouse-Lautrec y Van Gogh, Whistler y Klimt. Pero en el envés de aquellos grabados que ‘hacían sentir más dichoso y feliz’ a Van Gogh se agitaban los extraños habitantes de la tierra del sueño”. Citaba también algunos ejemplos de aquellas estampas verdaderamente aterradoras: “las distintas versiones (la de Hokusai entre ellas) de la hannya que ríe, mientras aferra la cabeza arrancada y todavía boqueante, de párpados entrecerrados, de un bebé; los espectros enlazados de Kikuno y Kamada Matahachi, que hacen pensar en Francesca y Paolo; el fantasma de ojos bizcos y sonrisa demente que parece amamantar, con leche de muerto, la cabeza girada de otro bebé; los diferentes ‘espectros de la lámpara’; el monstruoso álbum de nōsatsus (estampitas budistas que fueron objeto de culto de coleccionistas devotos); el espectacular Viaje de placer de Kiyomori a la cascada de Nunobiki de Kunichika, que por la composición y las poses de los protagonistas podría pasar perfectamente por una splash-page del Ronin de Miller; y, sin salirnos de la cascada de Nunobiki, el ataque de un guerrero de ojos desencajados convertido en trueno; luego, la tempestad en la bahía de Daimotsu, también de Kunichika, donde los belicosos hombres de Yoshitsune —distinguibles unos de otros por el maravilloso colorido de los kimonos de seda— atraviesan con sus espadas a los espectros del clan Heike, que surgen del oleaje embravecido; y después una nueva versión, aún más espectacular, del mismo dibujo, obra de Yoshikazu; y entre una y otra la más impactante de todas, ilustrada en tres paneles por Yoshitora, con unos fantasmas azulados y simiescos entremezclados a las olas, como creaciones del mismo mar, y revestidos por los restos de una armadura samurai a la espera de la flota, ya puesta en guardia, de Yoshitsune”.
Cito extensamente esas obras, que “habían sido creadas bajo los auspicios de la riqueza floreciente, cuando nada hacía adivinar la miseria que sobrevendría unos años después”, porque todas ellas están en el trasfondo de esta maravilla titulada Uzumaki. Su historia es muy sencilla: un día, las formas espirales empiezan a apoderarse de un pueblo y a obsesionar a sus habitantes. Pero hay una manera aún más sencilla de contarla: es Lovecraft de visita por Twin Peaks. Sus personajes son los kikai de las tradiciones del terror japonés, gentes u objetos misteriosos, que no actúan como en un mundo más o menos real (por ejemplo, el nuestro) se esperaría de ellos. El libro al completo es una prueba asombrosa de imaginación desatada y da la impresión de que la de Junji Ito no se agota nunca. Hay momentos —véanse las páginas en color— en que Ito se viste con el batín manchado de Van Gogh (y él también parece verlo todo como desde detrás de unos barrotes). Es una obra afortunadamente larga y una experiencia sensorial que pocas veces se tiene no ya en un libro o un cómic sino en la propia vida. Ojalá su éxito signifique la edición de toda la obra anterior y posterior de Junji Ito. Él es un genio y su obra es un placer que no debemos perder.
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Autor: Junji Ito. Traducción: Espai Daruma. Título: Uzumaki. Editorial: Planeta Cómic. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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