Sánchez Ron se adentra en el inquietante mundo del escritor estadounidense, repleto de alusiones científicas y de pasión por temas como la vida extraterrestre.
A lo largo de la vida pasamos por intereses, relaciones, actividades y lecturas diversas. Hace mucho tiempo disfruté leyendo algunas de las obras del estadounidense Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), junto a Edgar Allan Poe —al que el “solitario de Providence” tanto admiró— uno de los autores “clásicos” más renombrados en el género del terror, en su caso bañado con cierta frecuencia por elementos propios de una sui generis ciencia-ficción, como se observa en, por ejemplo, En las montañas de la locura (1931), Los sueños de la casa de la bruja (1932) o El caso de Charles Dexter Ward (1927), en los que trata de viajes interplanetarios o del origen extraterrestre de la vida en la Tierra.
“Ninguna idea me ha fascinado más —escribía el 1 de abril de 1930 a Elizabeth Toldridge, una poeta que trabajaba como empleada del Gobierno Federal en Washington D.C.— que [la existencia de] vida extraterrestre desplazándose por el espacio […]. Realmente es improbable que cualquier materia en la condición que nosotros reconocemos como “orgánica” sea capaz de ir de una órbita a otra bajo las duras condiciones del vuelo de un meteorito, aunque aparezcan informes ocasionales sobre ellos que ciertamente tienen aspectos sorprendentes. He utilizado esta idea una vez en El color que cayó del cielo”.
En esa perturbadora historia todo gira, efectivamente, en torno a una, digamos, piedra, “visitante del ignoto espacio interestelar”. El que el misterioso “visitante” que Lovecraft esbozaba en esta historia se hallase completamente fuera de las categorías familiares para la ciencia es coherente con lo que él pensaba sobre lo que entonces se sabía sobre la materia; en otra de sus cartas a Toldridge, esta del 26 de noviembre de 1929, decía: “Parece muy seguro que la auténtica “materia primordial” demostrará ser completamente ajena a nuestras ideas de sustancia, y estrechamente aliada a lo que reconocemos como energía. Antes de que podamos entender su naturaleza, todas nuestras nociones de entidad tendrán que sufrir revisión y clarificación”.
En ideas como estas muy probablemente estaba influido por la física de Einstein, uno de cuyos pivotes es la famosa ecuación E=m·c2, que liga materia (m) y energía (E), siendo c la velocidad de la luz. Y es que Lovecraft fue buen conocedor de la ciencia de su tiempo, y aceptaba la física relativista, como demuestra su correspondencia. De hecho, en sus obras introdujo ese mundo físico, pero recurriendo al recurso literario de trastocarlo, de transcenderlo; algo natural, por otra parte, en quien había dicho en una carta a Clark Ashton Smith el 17 de octubre de 1930 que entre sus experiencias emocionales más intensas se encontraba “la lucha del ego por trascender el orden establecido del tiempo… espacio, materia, fuerza, geometría y ley natural”.
Desde joven mostró interés por la ciencia, como señaló a otro de sus corresponsales, Duane Simel, el 29 de marzo de 1934: “Entre 1906 y 1918 contribuí con artículos mensuales sobre fenómenos astronómicos en uno de los diarios menores de Providence. Me ayudó mucho hacerlo el tener acceso libre al Observatorio Ladd de la Universidad Brown, un privilegio inusual para un muchacho pero que hizo posible el profesor Upton, director del departamento de astronomía y del observatorio, que era amigo de mi familia”. Y no era la astronomía la única ciencia que le interesaba. En una extensa carta a Lee Baldwin fechada el 13 de febrero de 1934 manifestaba: “Me interesa mucho el misterio de los primeros humanos; arqueología, antropología, etc”.
En esta carta aparecen otras ideas de Lovecraft que nos hacen verlo bajo otras luces: “Admiro a Mussolini, pero creo que Hitler es una copia muy inferior, llevada por mal camino por concepciones románticas y pseudociencia […]. Creo que toda nación no debe alejarse de su origen racial original dominante, ya sea ampliamente nórdico si comenzó de esa manera, ampliamente latino si empezó de esa forma, y así sucesivamente. Solamente de esta manera puede asegurarse una confortable homogeneidad y continuidad cultural. Pero los extremos de Hitler de racismo puro son absurdos y grotescos. Las diversas razas difieren en inclinaciones y aptitudes, pero de todas ellas yo solamente considero al negro y al australoide biológicamente inferiores”. Hoy, afortunadamente, no pensamos así, sabemos que no es así, pero no juzguemos a Lovecraft anacrónicamente. Fue un hijo de su tiempo. De hecho, ni siquiera eso. Como sus historias, pertenecía a un tiempo ambiguamente antiguo: “Mi estilo tanto en prosa como en verso —apuntó en la carta a Baldwin citada— está muy pasado de moda, ya que siempre he sentido un extraño parentesco con el siglo XVIII, la era de los viejos libros y las viejas casas que yo amaba. También sentí una fuerte afinidad por la antigua Roma […]. Lugares remotos e inaccesibles como el Antártico y otros mundos cautivaban mi imaginación”.
Somos, como se ve, hijos de nuestros pensamientos más profundos. Para la mayoría esos pensamientos rara vez afloran, salvo en el oscuro e incontrolable universo de los sueños, pero en algunos, como en H. P. Lovecraft, emergen y se hacen arte. Un arte, en su caso una literatura, que nos inquieta a la vez que nos atrae, tal vez porque conecta con nuestros propios mundos sumergidos.
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Artículo publicado en El Cultural.
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