La visita al maestro
En el otoño de 2009 llegó a mi correo electrónico un mensaje inesperado: por no sé bien qué razones —imagino que alguien encontraría unos cuantos embalajes en algún almacén extraviado y que no supo qué hacer con ellos—, lo que entonces aún era la Caja de Ahorros de Asturias vendía a precio de saldo varios stocks de la colección completa de Los Cuadernos del Norte, aquella revista que nació en enero de 1980 y durante diez años constituyó uno de los hitos culturales de la España que comenzaba a avanzar por las veredas democráticas tras cuarenta años de dictadura. Me hice con uno de aquellos lotes al instante y sin pensarlo, ya digo que la cantidad de dinero que pedían por ellos era irrisoria; también de inmediato caí en que aquello me brindaba la oportunidad de intentar algo que nunca antes me había atrevido a llevar a cabo, en parte por pudor y en parte porque no se me había ocurrido ninguna coartada con la que justificarme. Desde muy joven había tenido noticia de Juan Cueto. Mi padre, que lo veneraba, guardaba en su biblioteca algunos libros suyos —y unos pocos números de Los Cuadernos, que llegué a aprenderme casi de memoria—, y yo me hice asiduo en mis años universitarios de los textos que publicaba por aquel entonces en El País Semanal. Era difícil no admirarlo porque tenía el raro don de adelantarse a los tiempos: parecía que siempre estaba volviendo de los sitios a los que los demás aún no habíamos llegado. Yo soñaba secretamente con coincidir con él en algún momento y presentarme, pero el azar nunca cruzaba nuestros pasos. Cuando recibí aquel correo, pensé que al fin había llegado el momento de aprovechar la coyuntura y concertar un encuentro. No fue sencillo. Llevaba una temporada alejado de cualquier foco, nadie sabía bien por qué motivo, y me costó que alguien accediera a facilitarme un contacto. La persona que finalmente me lo dio no cejó en recomendarme cautela: «Dicen que está muy mal, que no tiene ganas de ver a nadie, tú explícale bien y despacio lo que quieres y a ver si lo convences.» Marqué su número y descolgó tras el cuarto o quinto tono. Le expliqué quién era y le dije que estaba interesado en entrevistarlo para hablar de Los Cuadernos del Norte y de todo lo que pudiera surgir en la conversación. Me contestó que no había ningún problema y nos citamos para aquel mismo sábado a la tarde, en su casa. Él vivía entonces en un chalet de Somió, a las afueras de Gijón, y no se me olvidará nunca la respuesta que me dio cuando le pedí que me indicara cómo llegar hasta allí: «Coges el autobús, te bajas en la plaza de Villamanín y te pones a caminar como si fueras al Museo Evaristo Valle; cuando llegues a la entrada, das unos diez o quince pasos más, dependiendo de cómo tengas la zancada, y entonces verás al fondo una palmera detrás de un muro: ahí es.» Cuando el día fijado, a la hora convenida, me bajé del autobús y comencé a seguir tan detalladas instrucciones, se me fue echando sobre la espalda todo el peso de mi insignificancia. Iba a encontrarme con el tipo que había revolucionado el periodismo cultural, que tuvo la osadía de bajar de las musas al teatro cuando pasó de escribir críticas televisivas a dirigir él mismo una cadena de televisión, que se ocupó de dinamitar los muros que separaban las llamadas alta y baja cultura en ensayos sesudos y amenísimos —y es ésta una paradoja relevante— en los que sacaba a bailar a Georg Lukács con George Lucas para desmenuzar, con tanta gracia como talento, las semánticas de la posmodernidad. Cuando unos minutos después lo tuve delante, en la sala de estar de su casa, le resumí todo esto y confesé que me sentía algo cohibido. «Pues no te cohíbas, que tampoco es para tanto.» Luego, como si en vez de un imberbe con ínfulas que llegaba allí para fastidiarle el sábado fuese yo uno más de la familia, me ofreció una copa de whisky y nos sentamos a ver juntos una peli de vaqueros. Pasamos dos o tres horas hablando, porque seguimos haciéndolo durante bastante rato cuando la grabadora ya estaba apagada, y me fui de allí con mi ejemplar de Pasiones catódicas adornado por lo que yo consideré, más que una dedicatoria, una medalla: «Para Miguel, en recuerdo de una estupenda tarde.» No fue la única, porque a partir de aquel día empezamos a vernos con frecuencia. Cada dos o tres semanas, yo cogía el autobús y me desplazaba hasta aquel caserón plantado en esos predios en los que la ciudad de Gijón se va convirtiendo en pueblo —se llamaba Villa Josefina y lo había levantado un siglo atrás un fotógrafo alemán que había venido a hacer carrera a Asturias; era gracioso porque su anterior vivienda, Villa Ketty, también en Somió, había sido propiedad de otro alemán, en este caso un nazi huido tras la II Guerra Mundial— y nos pasábamos las tardes charlando en torno a cualquier asunto que se nos fuera ocurriendo. Luego, cuando decidió mudarse al meollo urbano y se instaló en un piso cuyas ventanas se asomaban a ese mar que todos llaman Cantábrico, pero cuya atlanticidad él reivindicó siempre, nuestras citas se trasladaron a la cafetería Don Pelayo, a la que él acudía a desayunar puntualmente y donde se fue fraguando la idea de Cuando Madrid hizo pop, el penúltimo libro que se publicó con su firma y cuyas páginas recuperaban y ordenaban sus escritos en torno al cambio de paradigma sociológico, económico y cultural que había operado en la España de la transición. Dejamos de vernos con tanta frecuencia cuando yo me trasladé a otra ciudad y dejé de pasar cada diez o quince días ante los ventanales del Don Pelayo. Luego se quedó viudo y su salud, poco a poco, se fue deteriorando. Era raro que cogiese el teléfono cuando se le llamaba, y por lo que me fueron contando apenas salía ya de casa. La noticia de su muerte me sorprendió en una fría mañana de enero de hace un par de años, y cuando su hija Ana me pidió que pronunciara unas palabras en la ceremonia íntima con la que lo despedimos en Oviedo, dije que Juan Cueto había significado para nuestra época lo que Jovellanos o Clarín habían supuesto para las suyas. Debí añadir a Feijoo, el fraile benedictino que expandió desde su celda los primeros aires ilustrados que soplaron en España, porque hay mucho del Teatro Crítico Universal en ese propósito suyo de defender una idea de la cultura desprejuiciada y libre. Me acuerdo de Juan muy a menudo, pero me he acordado especialmente ahora que he visto la digitalización de Los Cuadernos del Norte que ha llevado a cabo el Instituto Cervantes y que debería servir para que no se pierda completamente la memoria de lo que fue un prodigio que hoy, mal que nos pese, resulta inimaginable. Debo decir que el mayor aliciente de esta resurrección digital es también uno de sus lastres: al tener la posibilidad de ir directamente el texto que uno quiere leer, se pierde la posibilidad de buscarlo por su cuenta página a página y descubrir por el camino sorpresas insospechadas. Porque todo en Los Cuadernos es un cúmulo de maravillas que ahora aguardan, agazapadas en la red, a los nuevos lectores que tengan la fortuna de llegar a ellas. A Francisco García Pérez, otro de esos sabios que de vez en cuando surgen en las latitudes norteñas, le bastan ocho palabras para dar la exacta medida del portento: «Qué gran revista y qué gran señor tuvo.»
James Bond en Niza
La anécdota la cuenta el crítico y escritor César Bardés y da la razón a quienes pensamos que las personas grandes de verdad lo son siempre, y no sólo cuando los ilumina la luz de los focos. Marc Haynes, dramaturgo y locutor de radio, estaba en su infancia obsesionado con James Bond. Un día fue con su abuelo a coger un avión en el aeropuerto de Niza y se encontró allí con el actor Roger Moore, que estaba esperando otro vuelo. Haynes no tenía entonces una edad que le permitiera discernir la realidad de la ficción y a quien vio no fue a Moore, Roger Moore, el intérprete, sino a Bond, James Bond, el agente secreto al servicio de Su Majestad. Muerto de vergüenza y presa de los nervios, rogó a su abuelo que se acercara a pedirle un autógrafo. Éste, que no tenía ni idea de nada relacionado con el personaje de las películas y ni siquiera había reconocido al actor, se acercó a aquel hombre con un papel y un bolígrafo. Moore, todo amabilidad, estampó su firma y puso una dedicatoria. Cuando el niño la leyó, se sintió defraudado: «Abuelo, ésta no es la firma de James Bond, ha puesto un nombre que no conozco.» El abuelo, que no debía de tener muchas ganas de pasar dos veces por el mismo trago, fue taxativo: «Pues acércate tú y se lo dices.» El pequeño Haynes así lo hizo: «Señor Bond, ¿por qué no ha firmado el autógrafo con su nombre, sino con el de este tal Roger Moore?» El actor sonrió, se inclinó al oído de aquel renacuajo y le digo: «Es cierto que soy James Bond, pero he tenido que firmarte el autógrafo con un nombre falso porque los hombres de Blofeld me andan siguiendo la pista y pueden descubrirme. Cuento con tu discreción, pequeño.» Unos cuantos años después, cuando Haynes trabajaba como secretario en las Naciones Unidas, volvió a encontrarse con Roger Moore, que acudió a las dependencias de la organización para ofrecer una rueda de prensa en su condición de Embajador de Buena Voluntad. Se acercó a él y le habló del episodio que, tiempo atrás, habían vivido en el aeropuerto de Niza. Evidentemente, Moore no se acordaba de nada. Se limitó a sonreír y a agradecerle aquel recuerdo infantil. De ahí que Haynes se sorprendiera mucho cuando, al terminar la comparecencia, Moore se acercó a él y le susurró al oído: «Por supuesto que recuerdo lo de Niza, pero no puedo demostrártelo aquí, con todas estas cámaras y esta gente delante; cualquiera de ellos puede estar trabajando para Blofeld, y ya sabes que no debo permitir que me descubran.»
Una luz en Velintonia
Estuve por primera y última vez en Velintonia hace ahora cuatro años, en febrero de 2017, a unas horas tan tempranas que aún no había amanecido. En la penumbra, e iluminada únicamente por la débil luz que emitía la farola que se alza ante su fachada, la vieja casa desprendía esa languidez resignada que caracteriza a los lugares que se han acostumbrado a sobrevivir como restos de un naufragio. El ministro Uribes ha visitado ahora el interior del inmueble, atendiendo a una invitación de la Asociación de Amigos de Vicente Aleixandre, y se ha comprometido a comunicarse con la Comunidad de Madrid —cuya consejera de Cultura, la escritora Marta Rivera de la Cruz, estuvo allí a finales del pasado año— por ver si hay manera de rehabilitar el chalet y darle un uso que esté acorde con la importancia que tuvieron tanto el propio espacio como su inquilino. Parece que se cierne sobre Vicente Aleixandre la misma maldición que planea sobre los Nobel de Literatura españoles y que hace que la memoria de todos ellos, con la única excepción de Juan Ramón Jiménez, se haya sumido en una suerte de ostracismo que afecta principalmente a su obra, pero también a cuantas huellas dejaron de su paso por el mundo. El caso de Aleixandre cobra relevancia porque su vivienda fue mucho más que eso. Desde muy pronto se convirtió en un punto de encuentro para las distintas tendencias poéticas que fueron tomando forma durante la mayor parte del siglo XX, tanto aquéllas de las que bebió el mismo Aleixandre —se dice que allí recitó Lorca por primera vez sus sonetos del amor oscuro, antes de que dárselos a conocer a nadie, y en sus butacas se sentaron Luis Cernuda, Rafael Alberti, Gerardo Diego, Pablo Neruda o Miguel Hernández— como las que fueron surgiendo cuando él ya era un poeta consagrado y se ocupaba de dar visibilidad y consejo a los nuevos nombres que iban apareciendo. Los miembros de la Generación del 50 lo tuvieron como maestro y cómplice, el novelista Javier Marías se ha referido en más de una ocasión a la confianza que allí recibió en los inicios de su carrera y Fernando Delgado publicó hace no mucho un libro, Mirador de Velintonia, en el que cuenta cómo aquel chalet hoy abandonado en una esquina del callejero madrileño fue, durante la larga noche del franquismo, un faro cuya luz brillaba para que los exiliados supieran próximo el calor de la patria que habían perdido y los autores incipientes se sintiesen acompañados en la búsqueda incesante de una voz propia con la que mostrarse ante el mundo. El ministro de Cultura promete ahora que escribirá una carta a la consejera de Cultura de la Comunidad de Madrid para buscar una fórmula que permita convertir el edificio en una Casa de la Poesía que recupere ese papel central de Velintonia en el debate literario y cultural de nuestra época. Que las voluntades sean firmes no implica que el camino sea necesariamente fácil. Por lo que he leído, el edificio es propiedad de cinco herederos —con todo lo que eso implica en lo que a asuntos monetarios se refiere—, se encuentra a la venta en una agencia inmobiliaria y, según parece, no reúne los requisitos que permitirían concederle la categoría de Bien de Interés Cultural. Condicionantes prosaicos y burocráticos que en el país del «vuelva usted mañana» pueden terminar lastrando el mejor de los propósitos. Ojalá esta vez las cosas echen a andar de veras y la visita del ministro dé pie a una colaboración institucional que permita que brille una nueva luz en Velintonia, más potente y sugestiva que la de la farola achacosa que, todavía hoy, arroja un halo amarillo de tristeza sobre su fachada.
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