Dos títulos sobre sendos iconos de la conquista del Oeste han aparecido casi al unísono. Ambos reproducen historias verídicas, pero mientras uno de ellos relata la biografía de un trampero muy peculiar y transmite vitalidad, el otro nos hace viajar con una desdichada caravana de pioneros que pone los pelos de punta.
Sigue el viento libre narra la vida del trampero o, mejor dicho, mountain man James Beckwourth, uno de tantos hombres duros que cruzaron praderas y montañas, si no fuese por el color de su piel. Beckwourth, que nació esclavo, fue hijo de un irlandés acomodado que le brindó cierta educación y con veinte años le otorgó la libertad. Pero era el principio del siglo XIX y libre o no, un negro era un negro en los nacientes Estados Unidos. Así que, con la sangre caliente de la juventud y dispuesto a ser un igual entre los demás, el muchacho recién manumitido se enrola en la compañía del general William Ashley, un tipo ambicioso, obstinado, temerario e intransigente que se convertirá en el primer obstáculo para que el aprendiz de hombre libre inicie su camino de superación. Beckwourth se enfrenta a los prejuicios raciales del poderoso Ashley y sale victorioso por su tenacidad y su inquebrantable afán de igualdad. Todo esto lo cuenta Leigh Brackett con una pasión vitalista que hace de esta biografía novelada una grata experiencia para cualquier tipo de lector.
Leigh Brackett (1915-1978) empezó a escribir en 1940 en las revistas pulp de la época. Enseguida fue conocida como la Reina de la Space Opera por sus historias sobre la colonización de Marte y otros planetas del vasto universo. Sus ficciones inciden, sin renunciar nunca al concepto de aventura, en los problemas ocasionados por el afán conquistador de los humanos en su expansión por el cosmos, mientras que sus protagonistas exhiben los atributos del antihéroe. Además de la narrativa dominaba el oficio de guionista de cine en un tiempo de máximo auge en Hollywood. Cuenta la leyenda que Howard Hawks no estaba contento con el guion que William Faulkner (sí, el de El ruido y la furia) había escrito para El sueño eterno. El director, enojado, mandó llamar a «ese tal Brackett» después de leer su novela No Good From a Corpse. Hawks se sorprendió cuando ante él apareció una mujer pero, superando unos iniciales escrúpulos de género, la contrató. La película, hoy un clásico, se estrenó en 1946. En los años siguientes firmó el libreto de Río Bravo (1959), Hatari! (1962), El Dorado (1967), Río Lobo (1970), todos ellos con Hawks, y otros filmes míticos como El largo adiós (1973) con Robert Altman. Brackett elaboró el texto de El imperio contraataca poco antes de su muerte y en 1981 recibió de forma póstuma el Premio Hugo, el más importante de la ciencia ficción.
Brackett fue una niña fascinada por las novelas de Edgar Rice Burroughs, sobre todo por Una princesa de Marte, y por las hazañas de Jim Beckwourth transcritas por Thomas D. Bonner en 1856 tras mantener diversas conversaciones con el trampero. Sobre las historias marcianas de Burroughs cimentó sus numerosas ficciones interplanetarias y con la vida, tal vez exagerada, del aventurero mulato ella diseñó un hermoso libro lleno de ruido, furia y humanidad. Sigue el viento libre supuso para la autora el Premio Spur de 1963, con el que la Asociación Norteamericana de Escritores de Western la incluyó en sus filas. Todo un logro para alguien que solo publicó dos narraciones del Oeste (en 1959 había novelizado el guión de Rio Bravo) en su nutrida bibliografía.
Beckwourth inició su leyenda formando parte de los Cien de Ashley, así llamados por responder al anuncio aparecido en 1822 en la prensa de San Luis en el que se requería a «cien jóvenes emprendedores para remontar el río Misuri…». La actividad principal era la de suministrar pieles, mediante la caza o el comercio con las tribus, para la Compañía de Pieles de las Montañas Rocosas, pero aquellos hombres, la mayoría de los cuales se harían famosos en la historia del Oeste, exploraron nuevos territorios, descubrieron pasos de montaña, bregaron con indios hostiles, pasaron hambre y frío, supieron del valor de un buen fuego en las noches gélidas y aprendieron a construir amistad allí donde solo había rivalidad.
Pero no se limitó a seguir la senda de sus compañeros. Él llegó a ser jefe de los crow, quienes le consideraron como hermano desde que ayudó a uno de ellos en una acción contra los pies negros. Conocido entre los indios como Brazo Sangriento, dirigió los destinos de la gente a su cargo con sabiduría, valor y templanza. No le importó enfrentarse a sus antiguos camaradas, sobre todo a aquellos que, bajo la excusa del comercio libre, introducían alcohol entre los pieles rojas. Fue inflexible. En los seis años que duró su jefatura destruyó todo cargamento de licor que los blancos portaban para hacer «negocios» con los nativos.
Desarraigado vocacional, cuando regresó a la «civilización» fue tan mal recibido que enseguida se vio obligado a seguir al viento libre de más allá de las ciudades. Robó caballos en California. Descubrió y se instaló como ranchero en un valle hermoso y fértil, de donde fue despojado por envidias y racismo. Se enroló en el Ejército como explorador. Abrió rutas para las caravanas, regentó puestos fronterizos de abastecimiento y un hotel donde se hospedó T. D. Bonner y le relató parte de su azarosa vida.
Poco antes de morir se vio involucrado en la matanza de Sand Creek, donde perecieron 130 cheyenes y arapahoes, la mayoría de los cuales eran mujeres, niños y ancianos. El jefe Black Kettle había obtenido permiso del Gobierno para pasar el invierno a orillas del río Sand Creek. Pero el coronel Chivington, exreverendo metodista, fanático religioso y famoso por su odio a los indios, decidió ir contra el poblado. Reclutó a la fuerza a un envejecido Beckwourth, quien ante la amenaza de ser ahorcado, hizo de guía una vez más para la caballería, aunque ahora no era para celebrar conversaciones de paz y firmar tratados. Achacoso (el reuma de tantos años sumergido cazando castores le dificultaba mucho el movimiento) y con mala vista ya no era aquel Brazo Sangriento que había cabalgado con los crow. De hecho, a medio camino, Chivington hizo alto en un rancho para sustituir al viejo explorador. Pero Beckwourth siguió al lado de aquel asesino rabioso para intentar detener lo que se avecinaba. El 29 de noviembre de 1864 el coronel llegó al asentamiento y lanzó a sus seiscientos voluntarios, muchos de ellos borrachos, y el infierno se desató en la Tierra. Algunos oficiales, como el capitán Silas Soule, un abolicionista activo (que también formó parte de la expedición bajo la amenaza de consejo de guerra) procuraron evitar el ataque y, ya en la refriega, frenar las atrocidades que se cometieron (mujeres embarazadas desventradas, niños estrellados contra el suelo hasta la muerte, senos, vaginas, orejas y cabelleras cercenados como trofeos…). Beckwourth fue más allá salvando a un hermano de William Bent (un defensor de los indios) ocultándolo en un carro con un soldado malherido. Beckwourth, Soule y otros testificaron en contra de la infamia cometida y el presidente Grant reprobó a Chivington, frustrando sus aspiraciones políticas, pero nunca fue castigado por el asesinato masivo de Sand Creek.
Brackett despacha este episodio en unas pocas líneas, como si fuera un baldón en la trayectoria vital de Beckwourth. Sin embargo, Dee Brown, en su libro sobre el etnocidio del pueblo indio de Norteamerica Enterrad mi corazón en Wounded Knee, le exonera de cualquier responsabilidad en la matanza. Beckwourth sobrevivió dos años más. La versión de la muerte del viejo trampero en Sigue el viento libre es el colofón poético y melancólico perfecto para coronar una existencia tan fatigosa como plena.
Brackett hace aparecer en el libro a numerosos personajes históricos, como el general Ashley y muchos de aquellos que militaron entre su nombrada centena. Uno de ellos, recurrente en las vivencias de Beckwourth, es Jim Bridger, cuyos inicios en la senda de la fama de la frontera no son nada ejemplares. Se puede alegar en su descargo la juventud y la inexperiencia, pero lo cierto es que cuando Hugh Glass fue malherido por una osa en el transcurso de una exploración, el joven Jim Bridger y John Fitzgerald se ofrecieron voluntariamente a acompañar al moribundo en sus últimas horas. Sin embargo, lo que hicieron fue despojarle de todas sus posesiones, abandonarle e ir en busca del grupo, mintiendo al asegurar que Glass ya había muerto. Pero Glass sobrevivió y emprendió un agónico viaje de casi 500 kilómetros por parajes agrestes para buscar venganza. La historia está contada en sendos largometrajes: El hombre de una tierra salvaje (1971), de Richard C. Sarafian y El renacido (2016), de Alejandro González Iñárritu, versión fílmica del libro del mismo título de Michael Punke, editado por Booket.
Pues bien, ese mismo Bridger es quien aparece brevemente en El hambre, el otro libro que ha sugerido estas líneas. Aquí Bridger se presenta en el ocaso de su vida dirigiendo el último asentamiento comercial donde se abastecían las caravanas antes de cruzar inmensos despoblados en su camino hacia California. Parece que Bridger tampoco obró con nobleza al aconsejar a la expedición Donner seguir el Atajo de Hastings para ahorrarse unos 600 kilómetros en su itinerario. Pero este atajo, que prometía un terreno poco accidentado y provisiones de agua a prudentes distancias, solo era una extensión árida y de difícil travesía. No en vano el tal Hastings fue conocido como el Barón de Munchausen del Oeste. Además, según distintos documentos, Bridger ocultó unas cartas que advertían a la caravana del peligro de la ruta que al final siguió. A Bidger le interesaba que se utilizase el atajo porque él poseía el último bastión de avituallamiento antes de internarse en él.
Sin embargo, la expedición Donner estaba abocada al fracaso desde su inicio en abril de 1846. El hambre, además de la crónica minuciosa de esta caravana funesta, es un weird western que parte de la realidad y se pierde en el terror. Alma Katsu se vale de un despiadado entorno natural y de una mitología poco explorada para configurar una novela que llega a oprimir el pecho del lector por la sensación de claustrofobia que transmite. No importa que la acción se desarrolle siempre en campo abierto. Lo que Melville hizo con el océano en su inmortal Moby Dick o Dan Simmons con la banquisa ártica en El Terror, Katsu lo hace con la pradera o la montaña. A la claustrofobia de los espacios abiertos (que no es la agorafobia clásica) se une la indefensión del ser humano para que El hambre se convierta en una historia espeluznante.
La novela se sustenta sobre dos elementos fundamentales. El primero, la exhaustiva documentación histórica que se incorpora de una forma natural a la trama. Todos los pasos que dio el convoy, todos los integrantes, todo lo que hicieron está relatado. Lo que arroja la lectura de los datos es la ineptitud para el mando de George Donner, que era tan insensato de celebrar fiestas en medio de la pradera, pero no fue capaz de prever que el invierno le atraparía y le inmovilizaría a orillas de un lago de montaña con escasez de víveres. El frío intenso, la ausencia de caza, la falta de alimentos y una especie de locura nunca aclarada originaron los casos de canibalismo por lo que es recordada la expedición Donner. A lo largo del accidentado itinerario, la autora va desgranando aspectos de las vidas de los pioneros, de sus virtudes (la disposición siempre desinteresada del solitario y taciturno Stanton), sus miserias (el terrible secreto familiar que persigue a Louis Keseberg desde los bosques de Alemania), sus insatisfacciones (la sensualidad de Tamsen Donner constreñida por el matrimonio con un hombre poderoso pero pusilánime), las continuas negligencias (a John Reed, que debería haber liderado la caravana porque había luchado en las guerras indias y tenía experiencia sobre el terreno, se permitieron desterrarle del grupo por matar a un carretero en una pelea).
Dando tumbos y espantados por el acecho de un terror desconocido, 89 integrantes de aquella infausta partida quedaron atrapados en la Sierra Nevada a orillas del lago Truckee durante el invierno de 1846-1847. Cuando llegó el primer grupo de rescate encontró a 48 supervivientes. Los demás habían muerto de frío, de hambre, de enfermedades o asesinados. Muchos de ellos fueron canibalizados.
Pero Katsu añade el segundo elemento a la narración. Este es fantástico y alude a una tradición oscura en su doble versión de la licantropía europea y del wendigo amerindio. Los terroríficos seres que persiguen a la compañía comparten rasgos con los dos monstruos citados. Por un lado padecen una maniaca obsesión por devorar carne humana y por otra se configuran como humanoides pestilentes que vagan por la espesura buscando presas. Sobre el hombre lobo hay mucho escrito, pero sobre el mito del wendigo se puede afirmar que se origina en las hambrunas invernales de las tribus del Norte de EE.UU. y Canadá. Algunas leyendas hablan de una familia aislada en su cabaña. Del hambre que conduce a la locura y de la esposa y los hijos devorados. Cuando la tribu conoce la atrocidad expulsa al antropófago y le condena a vagar por el bosque por siempre maldito y en soledad…
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Autor: Leigh Brackett. Título: Sigue el viento libre. Editorial: Valdemar. Venta: Amazon
Autor: Alma Katsu. Título: El hambre. Editorial: Alianza. Venta: Amazon
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