Hace algunos días hacía calor, muchísimo. En Grecia, siendo verano, es lo que hay, pero he de reconocer que es de cafres salir a buscarlo deliberadamente en hora punta. Eran las dos y pico de la tarde, el termómetro marcaba 38º —uno detrás de otro— y, para colmo de males, los estómagos de la concurrencia rugían. Cuando le dije a Nikos que parase el autobús justo ahí, en aquel labrantío desierto, me miró desconcertado, una vez más. Veníamos de Dímini y Sesklo, dos yacimientos arqueológicos de por sí muy alejados de las típicas visitas turísticas, pero a nuestro chófer apearse en aquel paraje, con esa temperatura, debió parecerle el colmo de la excentricidad. Me limité a mirarle con mi mayor cara de pirado —reconozco que ensayo estas cosas ante el espejo— y en mi descargo sólo pronuncié una palabra: César. Micro en mano —a falta de cornicines y tubicines—, convoqué a mis huestes, -¡Chicas, al salón! Bienvenidas al campo de batalla de Farsalia.
Con ánimo de dar la réplica a los viajes literarios de Ulises Adrados, hace poco llevé a mis antiguas alumnas al escenario del último gran combate de la República romana. La cosa quedó en un bluf. La historia en sí del enfrentamiento entre las legiones del Magno frente a las del “calvo putañero” (Suetonio dixit) supone al orador la gran oportunidad de explicar una lección de brillante estrategia militar e, incluso, da para algunas divertidas performances de las que tengo acostumbrado a mi auditorio en nuestro viajes históricos; pero el sopor de la canícula o, quizá, porque escogí como guía para aquellas maniobras al desventurado Lucano, hicieron que aquella expedición terminase en fracaso. En retrospectiva me consuela pensar que al menos tuve algo en común con Pompeyo, que ya es algo. Otro gallo hubiese cantado si en lugar de portar las elegíacas palabras del poeta suicida (malgré lui) tuviera en la sarcina legionaria los floridos Commentarii de bello civili, pero allí, en Farsalia, la suerte estaba echada desde que ordené -casi a golpe de bastón de vid- abandonar el autobús y marchar sobre el horno circundante.
Mientras mis dos escasos contubernia se desplegaban por un flanco buscando alguna sombra —¡por Marte que oí un «aquí no hay nada»!— observé el agostado paisaje tratando de entender de visu cómo fue la lucha.
Entonces reparé que en el suelo, junto a mi pie, había un trozo de hueso —dudo mucho que fuese romano, pero daba el pego— y con toda mi malicia regresé junto a las chicas presto a cortar el cada vez más acuciante apetito que ya no se molestaban en disimular.
Dado que previamente les había puesto en antecedentes me limité a explicar de manera sucinta los hechos y sus escenarios. 9 de agosto del año 48 a. C…aquí, el monte Dogandzis, bajo cuyo amparo estaba el campamento de Pompeyo…allí, el río Enipeo, que acabamos de cruzar, marcando el límite de las formaciones enfrentadas…tal vez esa elevación fuese la que ocultó a los veteranos que César empleó como revulsivo para declinar la balanza a su favor…y aquella la vía de escape del Magno hacia un puerto y Egipto. Fue mentar el mar (¡thalassa, thalassa!) y, casi al unísono, comenzó un concierto de anhelantes suspiros acompañados por torvas miradas. Era consciente de que tenía poco tiempo antes de que formaran en testudo y cargasen contra mí por llevarles hasta aquel sofocante erial. Entonces desenfundé a Lucano y, chorreando sudor, con toda la flema que pude inicié mi adlocutio.
—Señoras, permítanme leerles in situ algunas palabras del insigne poeta que tan bien cantó esta luctuosa jornada, ¡ay! veinticinco años tenía nuestro compatriota cordobés cuando fue conminado por Nerón a rajarse las venas…
Escogí el pasaje del día después de la contienda, “cuando las claras del día revelaron las pérdidas de Farsalia, ningún aspecto del paisaje logra desviar los ojos clavados en las fúnebres campiñas (…) las corrientes de los ríos, aceleradas por el aflujo de sangre, los cadáveres hacinados que igualan en altura a las empinadas colinas; contempla los montones de muertos ya en vías de descomposición…”. César “en su delirio, para no perderse el gozoso espectáculo de sus crímenes, deniega a los desgraciados el fuego de la pira”. Cinco segundos de silencio suspensivo y entonces, cual as en la manga -de esa batalla se aprende que siempre hay que guardarse cohortes para el golpe final-, blandí el hueso que había encontrado, exhibiéndolo en alto mientras culminaba la lectura: “al fúnebre festín de la guerra (…) no acudieron sólo los lobos (…), sino que, al olor de la podre de la sangrienta carnicería, dejaron el Foloe los leones (…), los osos abandonaron sus escondrijos, los inmundos perros sus techos y casetas, y cuantos animales de olfato sagaz barruntan el aire malsano y contaminado por los cadáveres”. ¡Qué desayuno!, al alba…
Pero ni con ésas, oigan. Imperturbables, cual curtidas legionarias. Llevan mucho tiempo sirviendo bajo mi férula como para impresionarse con tan poco. Completamente decepcionado con el resultado de la imporvisada mise-en-scène ordené el repliegue hacia el aire acondicionado del autobús. Pero antes de abandonar aquel terruño, cabizbajo, me arrodillé para enterrar el resto óseo, fuese de lo que fuese: Sit tibi terra levis. Ante mis alumnas yo también perdí en Farsalia, como todos tras una guerra civil. Poniéndome estupendo debería haber iniciado el recuerdo de mi visita con aquella frase de Eneas rememorando su periplo, “quamquam animus meminisse horret luctuque refugit, incipiam…”. Pero en fin, Ulises Adrados, de momento tú ganas, eso sí ¡nos veremos en Filipos!
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