Veinte años en Territorio Comanche
“Territorio Comanche para un reportero de guerra es el lugar donde el instinto dice que pares el coche y des media vuelta, donde siempre parece a punto de anochecer y caminas pegado a las paredes, hacia los tiros que suenan a lo lejos, mientras escuchas el ruido de tus pasos sobre cristales rotos. El suelo de las guerras está siempre cubierto de cristales rotos. Territorio Comanche es allí donde los oyes crujir bajo tus botas, y aunque no ves a nadie, sabes que te están mirando”.
Esto escribió Arturo Pérez-Reverte en aquel lejano abril de 1994. Tres años después se construyó un guion para la adaptación cinematográfica de Territorio Comanche (un relato de guerra, lo definió Pérez-Reverte), estrenada en 1997.
Se cumplen 20 años de ese estreno y hemos querido en Zenda rendirle homenaje recordando aquel relato de guerra; un libro inclasificable y brillante, hoy todo un clásico del periodismo, con uno de sus protagonistas, José Luis Márquez. No siempre se puede charlar cara a cara con el personaje de un libro. No siempre uno tiene la oportunidad de sentarse frente a una leyenda viva. Márquez es ambas cosas.
José Luis Márquez nos recibe en el jardín de su casa de la sierra de Madrid. Dejó la Betacam hace ya once años y ahora vive allí, en el mismo lugar donde se criaron sus hijas mayores, con su hijo Arturo, de doce años, y su cachorro de pastor alemán.
De Vietnam a los Balcanes, pasando por la plaza de Tiananmén, la biografía de Márquez cubre más de un cuarto de siglo de historia bélica, contaba Pérez-Reverte. Sonrío a este hombre compacto, de pelo blanco y ojos glaucos entornados por el humo del cigarrillo que nos invita a acomodarnos en su salón. Me mira, valorativo y desconfiado; sólo soy una desconocida que sonríe, y en eso le llevo ventaja, pues yo sí sé quién es Márquez. También sé (lo aprendí muy jovencita) que si uno se fija, descubre que hay hombres que llevan su biografía escrita en la cara.
–¿Te reconoces en el Márquez de Territorio Comanche?
–Hombre, sí; sí me reconozco. Arturo me conoce muy bien, y como me conoce muy bien, me ha retratado perfectamente. Todo lo bueno y todo lo malo queda perfectamente reflejado. Sí. Me reconozco en aquel fulano del libro. De hecho, estábamos en Yugoslavia cuando le surge la oportunidad de hacer el libro, y él me lo comenta. Recuerdo que estábamos juntos en la habitación cuando me dijo que tenía la idea muy estructurada y que me iba a usar en él; que si no me importaba. Y yo le dije que no, claro, pero que a ver lo que cuentas, tío. Controla un poco.
–¿Hay algo en el libro con lo que no estuvieses de acuerdo; algo que no te gustó que contara?
–No. Y si te digo la verdad, me daba un poco lo mismo lo que quisiera contar, porque como a quienes podía preocupar ya me conocían y sabían, pues tampoco se iban a asustar mucho.
–¿Y tú, reconoces a Arturo en Barlés, el narrador de la historia?
–Sí… claro —afirma precavido—. Está muy bien contada; muy bien reflejada, digamos, la situación —sonríe, lobuno, como si no estuviese del todo satisfecho con la respuesta—. ¿Pero puedo decir que era muy pesado? A ver, ya que estáis aquí, y ha salido el tema, pues le vamos a dar caña, ¿no? —Me observan, divertidos, sus ojos glaucos—.
Quiero ese tanque
–No, en serio. Arturo era como en el libro; tal cual, pero también es verdad que era un poquito pesado, o sea. Repetía las entradillas muchas veces; siempre quería imágenes más y más fuertes… y bueno. Ese tipo de cosas.
Mira absorto unos segundos el libro cerrado sobre la mesa de cristal mientras lía el tercer cigarrillo en silencio y yo pienso que tal vez sea algo más que una frase aquello de que hay lugares de los que nunca se vuelve.
–Me acuerdo —continúa Márquez, como tirando lentamente de las imágenes de recurso de su memoria— que un día Arturo me dijo que teníamos que hacer una entradilla. Estábamos en Yugoslavia y había una calle, así, una gran avenida larga y nos pasó una situación muy graciosa. Bueno, en una guerra no hay nada gracioso, claro, pero era gracioso porque al final de la calle había un par de carros de combate de los serbios, y los croatas tenían un cañón de esos que llaman ellos «de tiro tenso» en mitad de la calle, enfrentado al tanque, y se disparaban. Nosotros estábamos metidos en una caseta llena de munición, lo cual era una auténtica locura, y la imagen era la siguiente: una calle, carros de combate, un cañón, una casa medio camuflada llena de munición y un tío que corre con la bala, la mete en el cañón y vuelve corriendo mientras otro tira de la cuerda para disparar.
Y entonces Arturo va y dice: “Pues tendríamos que hacer una entradilla ahí, y que se vea el tanque”. Y el pesado insistía e insistía en que se viera el tanque. Fijaros la situación que os estoy contando. Y claro, yo le decía que cómo se iba a ver el tanque si nadie asomaba la cabeza ahí, en mitad de la calle, entre el fuego cruzado, para ver el jodido tanque. Y como Arturo seguía insistiendo, pues bueno. Le dije: “Vale. ¿Tú quieres ver el tanque? Pues vamos”. Cogí la cámara y me puse a andar por la carretera hacia el maldito tanque.
El serbio ni se lo creía. Movía la cabeza como diciendo: ¿Pero cómo puede ser cierto esto? ¿Estos dos majaras de donde vienen; de dónde han salido? ¿Qué les hago, los mato, los saludo…? Cuando por fin llegamos, Arturo se puso delante del tanque e hizo la entradilla rápido, pero entonces le digo: “Espera, que creo que no ha salido bien. Haz otra…”. Y le hice repetir aquello como tres o cuatro veces.
Nos reímos. Esa es la famosa entradilla de Borovo Naselje, le digo. Por momentos Márquez parecía más relajado e incluso creí atisbar en él un brillo de felicidad al volver a oír aquel nombre y aquel lugar, aunque fuese en los labios de una desconocida.
–Exacto —repitió sin dejar de mirarme—. Borovo Naselje.
Tácticas de supervivencia
Esa entradilla la había contado Barlés/Arturo en Territorio Comanche, donde terminaba diciendo: De todos modos les gustaba trabajar juntos. Ambos compartían el gusto por aquella forma de vida, y cierto sentido del humor rudo, introvertido y acre.
–¿Cómo era trabajar con Barlés; cómo era vuestro trabajo juntos?
–Éramos un equipo; como un café con leche que mezcla bien. Y la verdad es que tampoco tenía que picarme para ponerme a currar en lugares difíciles. Al fin y al cabo aquello era la guerra e intentábamos trabajar lo mejor que podíamos. Yo creo que funcionábamos bien; hacíamos buenas cosas juntos. Sí.
–Territorio Comanche es una historia de guerra, pero también de camaradería, algo a lo que Barlés/Arturo otorga mucho valor. ¿Cuál es tu visión sobre eso?
–Nos llevábamos bien. Teníamos muchas broncas. Muchas, muchas, muchísimas, pero eran las broncas normales del trabajo; el estar dos personas juntas trabajando día tras día y en situaciones como aquellas, pues te lleva inevitablemente a la bronca. Hasta nos hemos agarrado del cuello en alguna ocasión, pero eso era soltar nervio; adrenalina, para poder seguir trabajando. Pero luego nos llevábamos bien. Me acuerdo por ejemplo que después de haber discutido, él se levantaba por la mañana y yo estaba desayunando y aparecía así con esa cara de palo que se le pone cuando está cabreado, y se acercaba caminando, balanceándose, con sus andares tan característicos, se sentaba sin decir ni mu y entonces yo le soltaba cualquier burrada graciosa que se me pasaba por la cabeza y él se reía y ahí se cortaba el cabreo.
Con Arturo trabajaba bien. Son momentos duros y difíciles, y no puedes estar con un enemigo, tienes que estar con quien compartas camaradería. Momentos de espera o de tensión; horas de coche por lugares reventados de una ciudad en llamas o por carreteras llenas de nieve; bloqueados por controles de tíos armados o abiertos a caminos donde crece mansa y sospechosamente la hierba, señal inequívoca de que una mina espera al coche o al incauto o al poco observador o al que aquel día le toca pisarla. Todo eso tienes que vivirlo junto a alguien del que te fíes, y que confíe en ti también.
–¿Qué te parece Territorio Comanche como relato de guerra? ¿La guerra era así, como la cuenta Barlés?
–Guerras… —Márquez chasquea la lengua, pensativo—. Hay varios tipos de guerra, ¿vale? Él cuenta en este libro una guerra de ciudad, que es completamente distinta a otra guerra… qué decirte… a Vietnam o Iraq, por ejemplo. En aquellos lugares fue una barbaridad lo que ocurrió, pero los periodistas estábamos yendo y viniendo.
Ahora bien, puedo asegurarte que la guerra más dura que he vivido ha sido esa —señala el libro de lejos, sin tocarlo, como si todas las batallas se escondieran en sus 140 páginas—, la guerra de Yugoslavia. Es que estábamos dentro, compartiendo una guerra que no era la nuestra. En Sarajevo cruzar una esquina era exponerte a un francotirador, como el paisano de al lado. Te levantabas y no tenías agua, y cuando se acababa la comida, pues se acababa para todos, para los paisanos y para los que estábamos allí trabajando.
Yo he estado en ciudades donde se combatía; combates de uno, dos, tres días. Pero en Sarajevo fueron tres años sin parar. De verdad que aquello era una locura. Dicen que llegaron a caer 7.000 bombas diarias, más que en Stalingrado. Era un martirio; no sabías dónde podías estar ni cuándo te podían dar o no.
–¿Y cómo se sobrevive a eso?
–Pues trabajando, supongo. Dentro de toda esa maldad yo estaba en mi mundo, y cuando veía Sarajevo a través de mi cámara, estaba viendo una especie de película; algo irreal. Me concentraba en el plano, el peso de la cámara en el hombro, la luz. Cosas así. Era mi trabajo.
Y claro. Nos disparaban como a cualquiera. A veces estabas trabajando y notabas cómo silbaban a tu lado, psiummm, una; psiummmm, dos; y pensabas, joder a la tercera me da, porque este tío me está tirando a mí. Pero seguías trabajando, porque lo que ocurría fuera de cuadro no te importaba un carajo en ese momento. El visor de la cámara me daba distancia y me daba fuerza. Me daba energía.
–Decía Barlés/Arturo que la guerra también era eso, “kilos y kilos y toneladas de fragmento de metal volando por todas partes. Balas, esquirlas, proyectiles, trayectorias, trozos de acero cruzándose en el aire, horadando la piel, arrancando trozos de carne, quebrando huesos, salpicando de sangre el suelo, las paredes”. ¿Es así de literal?
–Claro que lo es. Recuerdo una vez que íbamos en el coche por el aeropuerto (suena un poco a película, por eso lo cuento pocas veces), pero te juro que sentí cómo algún francotirador me disparaba y la bala pasaba delante de mí cruzando por las dos ventanillas. Sentí o presentí el frío de la bala al cortar el aire. Te lo juro. Íbamos a Sarajevo cuando unos periodistas de la CNN se cruzaron con nosotros, y al decirnos que iban para la zona del aeropuerto recuerdo que les advertí de la presencia de un francotirador. Al poco nos enteramos que a la cámara de la CNN una bala explosiva de francotirador le había alcanzado justo en el lugar donde yo había tenido aquella sensación de frío veloz, arrancándole la mandíbula. Sobrevivió de milagro, le reconstruyeron la cara como pudieron y aún vive, pero imagínate cómo, la pobre. Las guerras y las balas tienen muy mala leche.
Sus imágenes eran la guerra
–Y cuando ya no hay guerras que cubrir, ¿cómo vive uno en la retaguardia?
–Pues si te digo la verdad, unas veces olvidando todo, mi anterior vida, para poder vivir tranquilo la de ahora, y otras veces, la mayoría, echándolo muchísimo de menos, porque es un trabajo que tienes presente cada día; cada vez que enciendes la televisión, o ves un telediario, la cabeza te dice: “Ahí tenías que estar”. Estoy seguro de que si viviera cien años (que no es el caso, porque me quiero morir pronto), seguiría sintiendo lo mismo. No se me ha pasado.
Tenía 18 cuando me fui a Vietnam, y al llegar allí algo dentro de mí me dijo: “Chico, esto es lo tuyo”. No me gustó la guerra. Me gustó el trabajo en la guerra.
–Barlés dice en Territorio Comanche que tú no rodabas imágenes de guerra, sino que tus imágenes eran la guerra. ¿Qué opinas de esa frase?
–Yo he trabajado para televisión y ahí los trabajos son muchos y variados: Olimpiadas, fútbol, cosas que a la gente le maravilla, pero yo jamás cambié una guerra por nada. Me gustaba vivir ahí; me sentía bien, cómodo. Creo además que aprendí a moverme, a desenvolverme de manera eficaz en ese ambiente, y creo que manejaba o controlaba muy bien a la gente en esas situaciones. Por ejemplo, yo les decía cosas a los soldados de cualquier tipo y nunca he tenido un problema. Recuerdo que un día vino un compañero con la cara rota que me dice: “Esto es por tu culpa; porque se me ha ocurrido entrarle a un soldado como le entras tú y me ha dado con el M-16 en la cara”.
Pero es que hasta para eso hay que tener táctica. Y olfato. Son 40 años de guerras, claro; de moverme por lugares por donde hay tíos con armas. Desarrollas tus propias tácticas. Por ejemplo, en Israel había que saber que la mayor parte de los soldados eran hispanos, con lo cual tenías que tener cuidado con lo que decías. De hecho, allí, antes de decirles cualquier barbaridad, recurría a un tema universal, el fútbol, “Real Madrid”, “Barcelona”. Cosas así. Y si me contestaban, pues ya sabía yo que tenía que cuidar mis palabras.
Con los serbios era otra cosa. Una vez uno me puso la pistola en la cabeza: “Dame la cámara”. “No te doy la cámara”. “Dame la cámara”. “Dame la cámara”. “Que-no-No-te-doy-la-puta-cámara”. Y con la pistola en la cabeza, le agarré del cuello. Pero ¡ojo!, yo ya me había fijado en una cosa.
Márquez echa mano del mando de la T.V. y me apunta con él.
–Ese tipo no tenía el dedo en el gatillo, sino fuera, sin rozarlo siquiera. Así, ¿ves?
Lo veo. También veo la mirada de Márquez. No me gustaría encontrarme en una situación crítica enfrentada a un tipo así, con esa mirada y una pistola de verdad en las manos.
Pero, ¿sabes?, mientras duraba la bronca yo no paraba de observar al soldado. Este tío no ha metido nunca el dedo en el gatillo, me dije. Este tío no va a disparar. A lo mejor otros con el ojo menos adiestrado no se fijan. Yo qué sé.
Márquez baja el arma y la deja sobre la mesa de cristal. Ahí vuelve a ser un inofensivo mando a distancia de la T.V.
Tampoco estoy muy seguro de que me hubiese detenido si realmente aquel fulano hubiese terminado metiendo el dedo en el gatillo.
Pero mira. El olfato y la experiencia siempre me funcionaron. Recuerdo… ¿dónde era…? Sí. Era en Afganistán. Trabajábamos medio escondidos junto a un campamento ruso donde estaba superprohibido grabar, y yo como podía hacía mis planos y tal, cuando de repente la cámara, que es un pedazo de trasto, salió volando, disparada del hombro y de la mano. Me giro y veo a un ruso como hasta el techo de grande con la cámara que la va a reventar contra el suelo. Entonces es que ni lo pensé. Mi reacción fue ponerme de rodillas delante de él y suplicarle:
«¡No, no, no, no, no. No la rompas, por favor!» Y para mi sorpresa el ruso no la rompió. Me la dio.
Olfato. Puro olfato de veterano que te permite rápidamente saber hasta dónde puedes llegar. A veces enganchando a un fulano, a veces suplicando. Desde el principio me preocupé en aprender estas cosas. O a lo mejor es que desde que estuve en Vietnam decidí que ése era mi camino y puse todo mi esfuerzo en aprender para no llegar cada día de novato. De novato en la guerra no te comes una rosca. Ni lo cuentas.
Retratos de guerra
–Barlés/Arturo te describe en Territorio Comanche así: “Márquez era rubio, pequeño y duro, con los ojos claros, y las tías lo encontraban atractivo”. ¿Cómo describirías tú a Barlés/Arturo; al de entonces; al de la Tribu?
Márquez enciende el enésimo cigarrillo que acaba de liar. Sonríe casi tímido clavando en silencio la mirada en la puerta, como buscando una salida alternativa a aquella situación. Me mira sin contestar. ¡Joder, vaya preguntita! Han pasado 22 largos segundos de silencio.
–Pues nada —se decide—. A Arturo lo voy a definir como serio, trabajador y un tanto chulesco. Pero todo eso lo escribes con cariño; porque lo estoy diciendo desde el cariño, ¿eh? —Sonríe—. Además, es que recuerdo una situación que define perfectamente eso que digo de “un tanto chulesco”, y te la voy a contar.
Había un periodista que trabajaba de suplente para un medio español, La Vanguardia. Nunca supe de dónde era pero se llamaba algo como Gabriel Rosas Flores o Flores Rosas. Algo así. Solía llevar en su coche a soldados y mercenarios de acá para allá, cosa que un periodista nunca debe hacer, porque si te conviertes en partícipe te pueden terminar disparando los de un bando o el otro. A ti y a cualquier otro periodista. Si un imbécil mueve hombres armados en un coche de prensa, a la prensa nos terminan disparando, claro. Andaba por el hotel con un casco donde había escrito “nasío para matar”, un paquete de Winston en la cinta y una Skorpion en el cinturón. Poco a poco se le fue yendo la pinza y terminó dejando el periodismo y pasándose a los tiros, montando una brigada internacional que degeneró en algunas historias turbias que nunca se pudieron probar. Pues con semejante personaje coincidimos en un lugar llamado Osijek, donde a éste no se le ocurre otra cosa que escribir un panfleto en la pared aludiendo a los periodistas españoles. Allí, en aquel momento, la guerra era tan cruda que malditas las ganas de bromas que podíamos tener. Arturo sacó el bolígrafo y contestó por escrito y bien clarito en un tono que no dejaba lugar a dudas de que al “floresrosas” no le iba a gustar nada cuando lo leyese. Y efectivamente. Estábamos unos cuantos españoles de prensa en el hotel currando y apareció este menda con tres tíos que daba miedo verlos, y muy cabreado escupe un “¿quién ha escrito esto?”.
En mitad del silencio Arturo se levanta muy despacio: “Pues lo he escrito yo”.
Hubo sus más y sus menos, y éste nos terminó diciendo que teníamos diez minutos para abandonar el pueblo, y claro. Lo que pasaba es que este tío conocía muy poco al Reverte, porque por supuesto no nos movimos de allí. Y de verdad que aquel fue un día para olvidar. Para olvidar. Porque como el colega controlaba el pueblo, consiguió que se cerrara para nosotros: ni café en los bares ni teléfonos operativos para poder llamar o trabajar ni nada. Nos cerraban las puertas en las narices. Estábamos como Gary Cooper en Solo ante el peligro.
“No nos vamos porque no se me pone en los cojones”, decía Arturo. Y bueno. Al final era un pulso entre su chulería y la de un tío con pistola. Yo creo que aquello fue absolutamente innecesario, pero ya te he dicho que Arturo era así. “Un tanto chulesco”.
Amigos, hoteles, “No pictures”
–Es que vivir en Territorio Comanche tantos meses no debió de ser nada fácil. ¿Qué recuerdas de aquello con más intensidad?
–Bueno, fácil no era. Sólo los más duros sobrevivían a aquello. Me refiero a los más duros de coco (se toca la cabeza). Tengo imágenes, lugares, nombres, que llevo conmigo para siempre. Por ejemplo Dubica, donde hice unas imágenes que, creo, son de las mejores, al menos para mí. En ellas no había ni un solo tiro, ni un disparo, pero daban una sensación muy clara de imágenes de guerra-guerra: soldados croatas jóvenes, chavales, retirándose dispersos después de una batalla muy dura, sin fuerzas ni para alegrase de seguir vivos, exhaustos, decaídos. Eran incluso… bueno. Me salieron muy bonitas aquellas imágenes; muy buen reflejo de lo que era la guerra.
Recuerdo el infierno de Dobrinja, el barrio de los francotiradores, un carajal de tiros cerca del aeropuerto de Sarajevo, donde a veces íbamos a hacer shopping, o sea, a verlas venir. También una vez fuimos allí a cenar a un restaurante que acababan de abrir. Nos fuimos en la moto de nuestro amigo Miguel Gil, el Muyahidín, a toda pastilla cruzando aquella locura de oscuridad negrísima, alumbrando el camino con una linternita. Incluso en la guerra, la vida sigue.
Y también recuerdo los maizales de Vukovar y aquel cebra que me gritaba “no pictures” en Kukunjevac, y las postales de Mostar. Y a la valiente Jadranka, nuestra intérprete, o a mi ayudante de sonido, que cuando nos preparábamos para salir a trabajar y veía que Arturo se colocaba la muñequera de tenis cubriendo el cristal del reloj para evitar los reflejos, se acojonaba, y me decía que él no iba, porque ya sabía que cuando hacía eso es que aquel día íbamos a trabajar al infierno. Sí. Tengo muchos recuerdos, aunque no sabría decirte cuál de todos tiene mayor intensidad.
–¿Recuerdas también el Holiday Inn de Sarajevo, el mítico hotel de periodistas?
Márquez entorna los ojos azules por detrás del humo del tabaco.
–¿Que si lo recuerdo? —sonríe con el eterno cigarrillo pegado en el labio inferior—. El Holiday Inn era mi casa.
Incluso en la etapa dura, cuando ya no había de nada ni en el hotel ni en ningún sitio; cuando nos habíamos bebido hasta la última gota de Vranac y ya no había nada que echarse la boca; sin luz ni agua y a veces sin pared en la habitación porque caían bombas por todas partes, aun así, aquel lugar era lo más parecido a un hogar que se pueda tener.
A veces pienso que debería volver. Me gustaría mucho volver allí antes de morir.
–¿Qué es para ti la muerte, Márquez?
–Una parte más de la vida.
–¿Qué es el miedo?
–El miedo no existe.
–¿Y la amistad?
–Es un producto del que se venden muchas falsificaciones. La gente lo usa con bastante ligereza, pero para mí tiene mucho peso.
Un amigo es con quien compartes la última botella de Vranac, o del que te fías cuando te dice “camina por aquí” en un campo minado. Alguien con quien trabajas bien incluso en los territorios más comanches. Arturo y yo fuimos el mejor equipo porque éramos amigos.
La mañana es luminosa y salimos al jardín porque Jeosm quiere fotografiarlo junto a su precioso cachorro de pastor alemán. Márquez posa impasible frente a la cámara de Jeosm, especialmente diseñada para fotografiar tipos duros. Por la noche me envía las fotos y las miro durante un largo rato. El tiempo, la vejez y la vida con su implacable decadencia no pueden, sin embargo, despojar del todo a determinados hombres.
En la pantalla del portátil comparo dos fotos de Márquez con 20 años de diferencia, comprobando con tranquilo asombro que sigue intacta aquella mirada inconfundible; esa que se les pone a quienes recorren los mil metros más largos de su vida: mil metros que ya siempre los mantendrán lejos de aquellos a quienes nunca les ha disparado nadie.
Territorio Comanche en imágenes:
iCorso.com/hemeroteca/MARQUEZ.pdf
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Título: Territorio Comanche. Autor: Arturo Pérez-Reverte. Venta: Amazon
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