Uno nunca llega a las respuestas de las cosas porque hacerse preguntas ya es una tarea lo bastante cansada. Cuando alguien ofrece las primeras, cabe plantearse si acaso no se habrá tomado la libertad de saltarse las segundas —este es un mundo viejo y lleno de atajos. Una cosa divertida de la poesía es que, respetado su sentido extensivo, obliga al pensamiento a transitar el camino principal, todo lleno de curvitas y trampas. Leer a Luis Díaz (Alcalá de Henares, 1994) es ante todo ejercitar la diversión: sus ideas están como resbalando y cuando uno las atrapa descubre que se han desvanecido entre sus manos. La suya es una poesía escapista, en buena medida accidental y en continuo estado de desautomatización.
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—El tuyo es un libro de estética fragmentaria. Me preguntaba: ¿en qué contexto empiezas a escribirlo? ¿Su empaque como libro en sí vino dado tras su escritura?
—Cuando empecé a escribir Hombres con un diente de leche trabajaba en el almacén de una multinacional cerca de Alcalá. Era un trabajo muy mecánico que me vaciaba físicamente y, a lo largo de las ocho horas que me pasaba empaquetando sábanas, me venían a la cabeza pequeñas ideas, frases o imágenes. Está claro: no podía pararme a escribir unos versos en ese momento, así que lo que hacía era coger un pedazo de cartón, apuntar la idea y guardármelo en el bolsillo. Al llegar a casa iba apuntando en el ordenador las cosas que se me habían ocurrido durante el día. En un momento dado había acumulado tal cantidad de textos —todo dispuesto de manera fragmentaria, como apuntas— que empecé a plantearme que quizá de ellos podría salir un libro. Al releerlos me di cuenta de que varios partían de la que ahora es la idea central del libro, el vínculo entre padre e hijo, y fue entonces cuando empecé a trabajarlos en esa dirección.
—Planteas la idea de una escritura que permita escapar de lo procedimental, de la automatización. En cierta medida, este libro es la recuperación del testimonio de tu infancia, algo difuminado por el paso del tiempo. Te sitúas la mayor parte del tiempo en ese otro lugar más ocioso y desordenado; se puede leer como una reivindicación de las lógicas infantiles frente a las adultas.
—El libro gira alrededor de la infancia porque, en mi opinión, es entonces cuando comienzan a surgir una serie de dudas centrales, cuando da comienzo el proceso de formación del individuo crítico. Está claro que esa etapa de la vida, al estar más o menos exenta de una serie de responsabilidades, la tenemos asociada a un componente de libertad, pero más allá de eso yo también me quise acercar a ella como momento de ruptura. Me explico: en el libro yo hago referencia al mundo rural, pero lo que intentaba era subrayar —y no sé si lo habré conseguido— cómo en cierto punto yo me desligué de él, quedándome solo con la huella de la tradición familiar. Del mismo modo en que el trabajo en una fábrica te deshumaniza, creo que con el trabajo rural sucede lo mismo. Yo eso lo he visto, lo duro que es. Así que creo que uno de los temas que me interesaba tratar era cómo, en el fondo, una idealización del mundo rural no te libra de los esfuerzos relacionados con él. En ningún momento quise implicar que si abandonase mi vida actual para irme a cuidar a las ovejas de mi padre sería feliz automáticamente; no quería tampoco escribir nada parecido a un eslogan.
—Si nos vamos hacia lo puramente biográfico, es muy propio de nuestra generación sentir una relación extraña entre la genealogía familiar y la marca de nuestra contemporaneidad, teniendo en cuenta las esclavitudes de ambos modelos de vida y trabajo.
—Sientes el peso de esa herencia rural de la que no te puedes desligar del todo. Al mismo tiempo, crees que eres un producto de Internet. Al mismo tiempo, tu padre va al campo a trabajar con sus animales todos los días. En un contexto así, al final acabas sintiéndote un sujeto que no pertenece del todo a ningún lugar. En mi caso siempre existió ese conflicto abierto, al vivir en un entorno urbano en el que la mayor parte de los padres de mis amigos se dedicaban a profesiones relacionadas con la ciudad, eran maestros, funcionarios, políticos, arquitectos… mientras los míos trabajaban en el rural. Ahora lo veo como un choque de clase, pero es algo que me costó mucho tiempo asimilar. Supongo que este libro es, en cierta medida, la culminación de ese proceso. Recuerdo que me costaba admitir la profesión de mi padre delante de mis amigos. Con el tiempo me di cuenta de que no era un motivo para avergonzarse: simplemente se dedicaba a eso y ya está. Pero sí que tuve que llevar a cabo un ejercicio de reflexión y autocrítica para llegar a darme cuenta de los motivos por los que me sentía así.
—Esa tensión entre lo rural y lo urbano desemboca en aquella otra vinculada con la sentimentalidad: recorriendo hacia atrás la genealogía masculina familiar, vas apuntando la manera en que unos hombres se relacionan con otros dependiendo de cada contexto.
—De partida utilizo esa idea tradicional de que a un hombre que trabaja en el campo le resulta más complicado mostrar lo que siente, pero también trato de reflexionar en algunos momentos —y todavía sigo pensando en este asunto— acerca de cómo, más allá de que mi experiencia familiar esté relacionada con esa idea, también me he encontrado con la misma incomunicación rodeado de otros hombres, por ejemplo mis amigos. Pero claro, aquí se presentaba otro tema delicado: igual que antes te decía que no tenía particular interés en tratar lo rural, tampoco es que yo quisiese hablar acerca de las nuevas masculinidades. No me parecía una conversación a la que yo quisiese aportar algo, básicamente porque veo una serie de problemas alrededor de un debate así que ahora mismo no me veo capaz de sortear, siento que no tengo las herramientas para hacerlo. Así que traté de hacer algo más sencillo, afrontar estos temas de género desde la experiencia personal y biográfica. E insisto, eso me sirvió para darme cuenta de que la incapacidad masculina para expresarse no me la he encontrado únicamente en el entorno rural.
—Se puede decir que la delicadeza de temas como lo rural y las nuevas masculinidades —dos tropos muy frecuentados por la literatura contemporánea española, especialmente desde el ensayo y de manera algo vehemente, lo que puede provocar que se caiga en los mismos vicios que aquello que se critica— la sorteas desde el tono: te acercas a ellos desde un lugar bastante leve.
—Eso me ocurre en general al escribir, dado que siempre tengo la sensación de que, si en un texto resulto excesivamente solemne o serio, cuando en el futuro regrese a él corro el riesgo de arrepentirme. Sin embargo, sé que si al volver a un texto me encuentro con cierto grado de humor, puedo asumir mi distancia con él y decir que ya no me gusta, pero escudarme en que en un primer momento ya estaba afrontándolo con cierta condescendencia, con lo que no tengo que avergonzarme de él. En este caso, al no querer resultar del todo trivializante en el tono, intenté buscar un equilibrio entre la solemnidad y la levedad, en algunos casos combinadas dentro de un mismo texto.
—Como si el humor fuese un mecanismo preventivo de humildad. Si comprendemos la poesía desde un lugar clásico y dejando a un lado la sátira —tu libro no lo es—, el empleo del humor en ella parece algo casi paradójico.
—El caso es que yo vengo de unas lecturas muy concretas. Digamos que cuando empecé a formarme como lector de poesía me encontré con algunos libros que sí que me marcaron de alguna manera, y se da la casualidad de que muchos de ellos emplean el humor. Pienso en Houston, yo soy el problema, de Óscar García Sierra; en la poesía de Mariano Blatt, incluso en la de Berta García Faet. Está claro que yo puedo leer a Sharon Olds, por ejemplo, y pensar en un momento dado que ojalá fuese capaz de escribir así, pero la realidad es que cuando escribo no es eso lo que me sale, sino algo muy distinto relacionado con la genealogía que te comento, que de algún modo creo que es más afín a mi persona.
—Ya que mencionas el libro de Óscar García Sierra, me gustaría rescatar lo que te comentaba antes acerca del sentido de la desorganización propio de una generación como la nuestra, muy arraigada a la sobreestimulación y al bombardeo de referencias de carácter cultural. Me interesa esta manera de anclar la poesía en el mundo a través del background que compartimos, que cada vez se puede encontrar más en autores de nuestra generación —aunque haya también muchos, quizá la mayoría, que conciben la poesía desde un lugar más o menos clásico.
—En el libro hay algunos poemas en los que tiendo a la contención: son aquellos que fui limando progresivamente a lo largo del proceso de escritura. Creo que en ellos se nota mucho menos esto que tú comentas, pero también es cierto que hay otros, posiblemente los más largos, en los que tiendo a la expansión tanto formal como temática. Se me ocurre que en un momento dado hablo, por ejemplo, del Esto es Fútbol 2004, un videojuego que me obsesionó. También de cierta música concreta, no sé, del FIFA. Diría que todas estas referencias empiezan a brotar a medida que yo coloco menos mecanismos de control sobre la escritura, porque surgen de una manera bastante natural. Por eso te digo que tienden a desaparecer cuanto más practico la contención, cuanto más bloqueo, digamos, una parte más o menos inconsciente en la que están todos esos elementos.
—Diría que esa ha sido la lógica de la alt-lit: asumir a la escritura inconsciente de Internet como tropo poético y traerla hacia el lenguaje literario. Aunque desde un prisma lingüístico tu escritura sea mucho más limpia, creo que también compartes con la alt-lit cierta noción del texto vomitado, haciendo bailar el límite entre géneros al escribir tu poesía en prosa y plantear los poemas como bloques de texto.
—Este era mi primer acercamiento a la escritura poética, así que en un primer momento lo que pensé fue que si escribía en verso iba a quedarme lejos de alcanzar el nivel que me exigía a mí mismo, de encontrar una forma que me convenciese. Por un lado, como te decía antes, empecé a escribir sin saber muy bien qué era lo que estaba haciendo y no fue hasta que tenía casi la mitad de los textos escritos cuando me planteé la idea de convertirlos en un libro. Lo que tenía hasta ese momento estaba planteado utilizando ese mecanismo formal, así que decidí seguir por ese camino. Por otra parte, dentro del proceso de experimentación que llevé a cabo para encontrar una forma con la que me sintiese cómodo, me di cuenta de que eliminando los signos de puntuación, los espacios, las mayúsculas y cualquier otro signo textual que hacía que la lectura pudiese verse interrumpida conseguía crear un ritmo propio —vendría a ser algo así como un wordplay, como diría el rapero Chirie Vegas—. También pienso que esta manera de componer los textos no voy a poder repetirla. Si escribo otra cosa utilizando el mismo método no va a tener ningún valor ni siquiera para mí. Esta forma de escribir empieza y acaba con este libro.
—En la poesía contemporánea se manifiesta también la necesidad de una confluencia entre disciplinas artísticas. En tu libro están muy presentes tanto la idea de la musicalidad intrínseca al texto como la de que la mayor parte de la formación poética de nuestra generación es, en último término, musical.
—Al no tener una formación poética clásica, por decirlo de algún modo, o al no disponer de una serie de lecturas y un bagaje previo de carácter académico, la formación musical es muy importante. Del mismo modo que antes te decía que de adolescente me avergonzaba de la cuestión rural, me sucedía lo mismo con la música: yo siempre he escuchado mucho rapero y digamos que se trataba de un género considerado como menor. Con el paso del tiempo, y especialmente durante los últimos años con la popularización de algunos artistas y de la música rap —o trap, como dirían los suplementos culturales—, esa vergüenza ha ido más o menos disipándose, aunque aún cuando alguien me pregunta qué música escucho no digo rap porque me siento un adolescente. Todo esto para decirte que al final lo que intenté hacer fue sacar en claro qué era lo que me habían aportado todas esas letras y encontré ese sentido de la musicalidad, más allá de algunos temas que son más o menos recurrentes. Si tuviese que pensar qué es lo que más me ha inspirado a la hora de componer estos textos te diría que la musicalidad de artistas como Yung Beef, que aparece mencionado en el libro, aparecería pronto. Podría decir que mi mayor influencia es Raúl Zurita, por ejemplo, pero lo cierto es que probablemente me inspire más Yung Beef, y no pasa nada.
—Todo eso dialoga de una manera bastante peculiar con el asunto de la genealogía familiar y rural.
—Sí, son cosas muy alejadas. Ya te digo: yo trato esa herencia de la ruralidad pero siempre he estado bastante lejos de ese mundo. Es verdad que mi padre se desplaza todos los días para ir a trabajar al campo, pero yo siempre he vivido en Alcalá y allí, como en toda ciudad, no existe apenas relación con el medio natural. En cuanto vives en una ciudad dormitorio de alrededor de la M-30 esa relación se disipa, por mucho que te pueda interesar el mundo rural, y se impone esa homogeneización de la que hablábamos antes: las referencias que están en mis textos creo que las entendería cualquier persona de mi edad que haya vivido en una ciudad de Madrid, o casi te diría que de España.
—Y sin embargo nuestros padres no. Es curioso, porque se genera una distancia que va acompañada de una idea de continuidad, en la medida en que tampoco somos sin la herencia de nuestros padres. Se pone de manifiesto el choque entre una educación familiar y una educación sociocultural, que tampoco sé cómo se puede canalizar en un texto haciendo justicia a ambos lugares.
—Digamos que la búsqueda de ese equilibrio sería algo así como el núcleo del libro, ese intento de hallar un punto de encuentro en la relación entre mi padre y mi abuelo —cuyo imaginario es todavía más lejano— y yo. Se pueden hacer esfuerzos por vincularse a través de ciertos elementos comunes. Por ejemplo, utilizando de nuevo la música, abro un poema con un verso de Manolo García. Pero al final eso a mí tampoco me representa, así que creo que la cosa es admitir que no pasa nada porque no vaya a darse un punto en común específico y permitirme a mí mismo expresarme por una vez a través de mis propias palabras, sin dejarme configurar por lo que debería ser. Al final creo que el libro trata de eso, de recoger las distintas herencias y decir esto soy yo. De reivindicar que uno no es menos por lo dar continuidad a un legado familiar específico. Y no es que mi familia me haya dicho que tengo que hacerlo ni nada por el estilo, porque a mí siempre me han apoyado, pero es difícil deshacerse de esa idea de fondo de que estás cometiendo algo así como un pecado, una deshonra para la estirpe familiar, desde el momento en que te sitúas como individuo y declaras tu autonomía. Trataba de sanar la herida que se crea en el momento en que decides dejar de performar una identidad que no es la tuya.
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Autor: Luis Díaz. Título: Hombres con un diente de leche. Editorial: Cántico. Venta: Todos tus libros, Amazon y Fnac.
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