Quizá sean «religión» y «nacionalismo» las palabras más asesinas de la Historia. En nombre de estos dos vocablos se ha pasado a cuchillo a millones, siempre en busca de redención, de un mundo mejor o de un puñado de vírgenes. Ambos conceptos tuvieron unos orígenes ideológicos y culturales amables. Quién nos iba a decir que, unos dos siglos antes de la liberación del campo nazi de Mauthausen, un tipo llamado Johann G. Herder (1744-1803) patentara el nacionalismo como un movimiento emancipador, antiaristocrático y de hermandad entre todos los pueblos del mundo. Sobre este pensador alemán escribe el profesor de Humanidades en la Universidad Francisco de Vitoria Luis Gonzalo Díez, quien acaba de publicar El viaje de la impaciencia (Galaxia Gutenberg, 2018), una aproximación a la génesis de esta detestable, fétida y sanguinaria ideología, cuando esta se asemejaba más al corderito de Norit que al Cthulhu de Lovecraft. Sobre ello conversamos el 8 de marzo, momentos antes de que las mujeres celebrasen una enmienda a la totalidad machirula motivada, como ha escrito Raúl del Pozo, «por el fracaso de los hombres para cambiar el mundo».
P: Señor Díez, ¿Adán y Eva eran nacionalistas?
R: Empezamos bien (Risas). Es difícil decirlo. Tirarte a la piscina con este tipo de cosas… El nacionalismo toca algo del ser humano que es real. ¿Qué será eso? Hoy tenemos la manifestación de las mujeres. Posiblemente, la necesidad de pertenecer a un grupo, formar parte de algo. Si eso se puede llevar al Jardín del Edén… Pero no sé si es una manera correcta de responder. El nacionalismo hay que tomarlo en serio porque dice algo sobre el ser humano importante. Si no, no se explica que esté ahí.
P: En El viaje de la impaciencia, usted apunta que el origen del nacionalismo presenta «importantes lagunas» desde el punto de vista de la historia intelectual.
R: Tengo que decir que no soy especialista en nacionalismo. El libro lo motiva mi inquietud por el personaje. Había leído a Isaiah Berlin, y me interesaba meterle el diente. ¿Ideólogos del nacionalismo antes de Herder? Ideas seguro que estaban en el aire. Lo que Herder aporta es una primera combinación de una serie de elementos, como el Volk o la lengua, que forman parte de una atmósfera intelectual, y los configura dentro de un neto planteamiento ideológico. Creo que esa es su originalidad.
P: ¿Quién era Johann G. Herder?
R: Era muchas cosas: un pastor, un estudioso del folclore, un historiador, un filósofo, un antropólogo antes de que el término existiese… Era un intelectual total. Representa muy bien ese enciclopedismo del pensamiento ilustrado a su manera, luterana, religiosa, exaltada…
P: Apunta que, con Herder, el nacionalismo es un «bastardo» de la Ilustración, no es una ideología que surge «contra».
R: Eso es fundamental. Con el nacionalismo no es que nos hayamos equivocado, pero lo hemos reducido mucho, con conformismo: «Ahí están los nacionalistas, se quedaron en la tribu, son románticos, no entendieron la Ilustración». Y no. Creo que el nacionalismo, en esta idea de que forma parte de algo esencial del ser humano, también forma parte de algo esencial de la Ilustración. El mensaje emancipador de la Ilustración Herder se lo tomó muy en serio. Como Hamann, que era su maestro en Königsberg. Y vieron que la Ilustración había llegado a una especie de pacto con el poder absolutista, aristocrático, y pensaban que la Ilustración estaba traicionando sus propios principios emancipadores. Y le dieron la vuelta a la tortilla. Con lo cual, no es antiilustrado ni contrailustrado: es profundizar en los contenidos emancipadores de la Ilustración. Y eso es una vía inquietante para problematizar el hecho nacionalista y el tono progresista que puede llegar a tener en su manera de planificar una sociedad mejor que en la que vivimos.
P: A diferencia de los nacionalistas más modernos, Herder era un ingenuo, tenía intenciones nobles.
R: Totalmente. Lo que salva a Herder respecto de lo que después ha sido el nacionalismo como producto ideológico divisivo, polarizador, que genera guerras, sentimiento de superioridad… es su tono apolítico. Es un hombre desligado de la idea de poder. Habla del «maldito Estado»: abomina de los nobles y los poderosos. Es un defensor de los hombres comunes.
P: Me hace gracia una definición que Herder hace de «pueblo»: «Todos aquellos que no son filósofos».
R: Ahí está también la contradicción, que me recuerda a Rousseau: es un intelectual antilibresco. Abomina de los intelectuales de su época pero no puede dejar de producir libros e ideas. Se parece mucho a Rousseau: critica a los Voltaire, a los Hume, por ser adalides de un planteamiento libresco y ajeno al hombre común, pero forma parte de esto.
P: Para Herder, el Estado era una realidad ominosa; ahora, todos los nacionalismos aspiran a tener un Estado propio.
R: Esa es la contradicción. El libro está hecho antes de todo el lío en el que estamos ahora en Cataluña. Veo que, como marco, una de las posibilidades que tiene es entender que los nacionalistas actuales han traicionado el mensaje emancipador de ese primer nacionalismo. El primer nacionalismo de Herder es una utopía política que forma parte de la gran tradición utópica de liberación, construir una sociedad autónoma, autogestionada… Los hijos de Herder han traicionado su mensaje porque se han dejado llevar por el poder y por la ambición de poder, que es lo que él más odiaba.
P: Escribe: “El escepticismo sirve para desmontar intelectualmente ideologías utópicas y entusiastas, pero no para demoler emocionalmente las razones que llevan a sus seguidores a dejarse seducir por ellas”. Esto pasaba con Herder y pasa ahora con Puigdemont.
R: Pues sí. Podemos caricaturizar a Puigdemont, se lo merece y se lo ha ganado, pero no podemos olvidar que ellos juegan con algo importante: los sentimientos en la política. Tengo otro libro, Liberalismo escéptico, sobre Hume y personajes ajenos al mundo de Herder. Me gustó mucho ese mundo de la prudencia, de no llevar los sentimientos a la política, pero al final me quedé con la sensación de que el escepticismo no es un método que solucione cosas…
P: No es cálido.
R: Claro. Al final, yo, fíjate, que me reconozco más cercano a la sensibilidad de un Hume que de un Herder, no puedo dejar de pensar que la política es calor. Y si sólo hablas de Estado, leyes, cuestiones procedimentales, a la gente la dejas sin respuesta a necesidades reales. Esa es una tensión irresoluble de lo que es la democracia: por un lado, defender la ley; por otro, dar respuesta a las necesidades de la gente. ¿Cómo se logra el equilibrio? Pues… (Risas).
P: Herder se alza contra una cultura que no evangeliza, sino que regimenta. ¿Por eso se adoctrina en las aulas de los lugares en los que gobierna un partido nacionalista?
R: Posiblemente. Creo que el punto al que hemos llegado en la evolución del nacionalismo es que lo que era una utopía emancipadora se ha convertido en un régimen burocrático. En un régimen: la idea de régimen en Herder está muy clara, y frente a lo regimentado él defiende, en un tono exaltado o iluminado, un evangelio para el hombre común o la vida del hombre común. (Piensa) A Herder no le puedes absolver de todo. Sería como absolver a Marx de los crímenes del marxismo. En el momento en que cruzas la frontera y planteas esta utopía, abres un espacio inquietante para que los lobos se aprovechen de esta utopía y puedan hacer lo que se les ocurra. Herder no es responsable de lo que vino después, pero sí es responsable, yo creo, de haber absuelto a las fuerzas de la Historia de su responsabilidad política. Para él, las fuerzas de la Historia son naturales, espontáneas, se oponen a la razón ilustrada. El problema es que las fuerzas de la Historia no son necesariamente virtuosas. Tienen un lado diabólico. Y él lo vio en la Revolución Francesa, curiosamente. Vio que el pueblo podía enloquecer.
P: Hace unos meses, le pregunté a Íñigo Errejón si Junqueras era la excepción que confirma la regla de que el nacionalismo se cura leyendo, y él me respondió que no creía que «tener raíces y pertenencia nacional» fuera cosa de incultos y que hasta era bueno. ¿Lo comparte?
R: Bueno, si eso se sabe administrar bien, no creo que haya problema. Soy de la idea de que los orígenes familiares de uno, su patria, su localidad, su pueblo, su ciudad, tocan una parte de los sentimientos que está ahí. La cuestión es que esa especie de sensibilidad que tenemos a lo local, a los espacios cotidianos de nuestra vida, al hogar como metáfora, no se nos puede ir de las manos y convertirlo en el faro de la política. ¿Quién no busca un hogar? Esa utopía la construye Herder, pero le da una dimensión ideológica absolutamente preocupante y problemática: convierte el hogar en algo que tiene un significado político. Y ahí, los nacionalistas cometen un pecado importante: politizar lo íntimo, y lo íntimo no es politizable.
P: Para finalizar: ¿qué le pareció la letra que Marta Sánchez le puso al himno nacional patrio?
R: (Risas) Si te digo la verdad, vivo, creo, un poco ensimismado, y no he escuchado la letra. Por lo que he oído, se podría haber esforzado un poco más.
P: Hay dos versos que terminan en «fin».
R: Ya que te pones…
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