Conversación con el Premio Nacional de las Letras 2021 con la excusa de su reciente novela, La última función (Tusquets), que condensa sus temas: fracaso, ilusión, irrealidad. Luis Landero, autor de Juegos de la edad tardía, evoca la figura de Onetti, los desajustes con su padre, la vida rural de sus primeros años, la sombra de la tradición oral, y explica su insatisfacción como escritor.
Este hombre de camisas blancas es mesurado, no dice una palabra de más y parece no tener prisa nunca. Tampoco es de los que deben perder el tiempo. Vive en las antípodas de la ostentación y encarna lo contrario a la falsa modestia. Nadie diría que es inseguro mientras escribe, pero debemos darle la razón sobre su constancia, porque asegura que estuvo madurando Juegos de la edad tardía durante ocho o nueve años. Este descendiente de una familia judía de hojalateros ambulantes regala una sonrisa que a veces parece herida. No le importan los premios, pero les da la bienvenida si llegan, como el Nacional de las Letras de hace tres años.
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—¿Y si los premios fueran una trampa? Si bien suponen reconocimiento también podrían acarrear el riesgo de la autosatisfacción.
—Decía Camus que hay dos peligros o enemigos del escritor, la autocomplacencia y el resentimiento. Para mí la autocomplacencia no, porque soy un escritor inseguro, siempre lo he sido. Esa inseguridad me hace ser inconformista, nunca dar las cosas por buenas. Y me hace ser muy ambicioso. Me digo: «No lo he conseguido, lo conseguiré en la próxima novela».
—La literatura, como la vida, ¿depende del estado de ánimo? ¿Mucho, poco, nada?
—No se refleja, en mi caso, si es una novela. En el caso de un poeta quizá sí, por ser la poesía más instantánea. La novela tiene un territorio propio, independiente; yo estoy al servicio de la novela, de los personajes, del tono con el que me he comprometido desde el principio. El estado de ánimo se puede reflejar en la elección de los temas al principio, pero una vez que la novela está en marcha hay días buenos, hay días malos, hay estados anímicos distintos… La novela es un territorio inviolable donde cómo te vaya a ti en la vida debe ser un poco ajeno.
—Eres un autor muy bien tratado por la crítica, en general. ¿Te afecta?
—Sí. No tanto como antes, pero sí me afecta. Claro: yo quiero saber lo que he escrito, porque el escritor no sabe lo que ha escrito, el escritor no se puede leer a sí mismo, es muy difícil que se pueda valorar. ¿Cómo te vas a leer a ti mismo? ¡El factor sorpresa ha desaparecido! Es como el dedo, que no se puede tocar a sí mismo. Necesitas saber qué has hecho. De algún modo es un juicio que hacen sobre ti. Si hay diez críticas de las que nueve son buenas y una mala, la importante es la mala. Como tengo una especie de síndrome de impostor, me digo: «Este es el que sabe, este es el que me ha descubierto; los otros no se han enterado de nada, les he engañado».
—¿Te ha llegado a influir una crítica en el trabajo, te ha reconducido?
—No, en absoluto. Me ha podido cabrear. Lo he pasado mal algunas veces, pero me dura un día o dos como mucho.
—¿Qué hecho de la vida te cambió literariamente?
—Me afectó mi padre. Mi padre es mi musa y mi gran demonio literario. Porque quería que yo fuera alguien en la vida, hizo muchos esfuerzos económicos y de todo tipo para que yo pudiera estudiar y fuera lo que él no había podido ser. Él era campesino, apenas había ido a la escuela. Yo le salí un mal hijo, no estudiaba, era mal estudiante. Era un poco macarrilla de la Prospe [barrio aluvión al norte de Madrid]. Él murió cuando yo tenía 16 años. Nos llevábamos muy mal. Yo le había decepcionado por completo y juré ante su cadáver que sería abogado, que cumpliría un poco sus sueños. Un hombre de provecho, como decía él. Y desde entonces he ido con esa deuda a cuestas, saldándola como puedo. Esto es un hecho personal por un lado y es un hecho literario también, porque todo eso influye en lo que escribo. La sensación de fracaso. Mi padre se consideraba una persona fracasada, aunque era un hombre con cualidades, con muy buenas cualidades. Si hubiera podido estudiar, si hubiera podido aprender un oficio, habría sido alguien en la vida. Pero la vida no le ofreció esas oportunidades. El tema del fracaso personal en la vida es algo que ha quedado en mí. Cuando escribo, la sombra del fracaso siempre está ahí.
—No habrás estudiado Derecho, pero has hecho una gran carrera como escritor.
—Sí, claro, y esto le hubiera gustado a él mucho, aunque no se hubiera imaginado que mi vida hubiera ido por ahí. Hubiera estado muy orgulloso, pero lo que pasa, claro, es que no ha podido verlo.
—¿Qué le pasó a él en la guerra?
—Bueno, no sé si te refieres a que lo condenaron a muerte. Le tocó la mili en Seo d’Urgell, en la parte republicana, así que estuvo haciendo la guerra con los republicanos. En un cierto momento se pasó a los nacionales, pero lo condenaron a muerte porque pensaban que era mentira, que… Entonces mi abuelo, con unas recomendaciones, fue a Zaragoza, donde estaba, y lo liberó. Pero, vamos, no sé si eso es…
—Bueno, esas cosas de algún modo siempre quedan.
—Lo que pasa es que en la guerra conoció un mundo que para él era desconocido, el gran mundo, porque sólo conocía el pueblo, el campo, nada más. Y de pronto conoció Madrid, conoció Barcelona, conoció Zaragoza. Y conoció a gente: a uno que tocaba el acordeón, otro que tocaba la guitarra, otro hablaba francés, otro escribía a máquina que le volaban los dedos… Gente que hablaba muy bien, gente culta. Se dio cuenta de que él quería ser así, tocar un instrumento. Se le despertó la ambición de ser algo en la vida. Para él la guerra fue una experiencia extraordinaria. Pero terminó la guerra y volvió al pueblo.
—¿Qué año llegasteis a Madrid?
—En el 60.
—¿A dónde?
—A la calle Mataelpino número 4, que está a la altura de Cartagena y Clara del Rey. Enfrente del hospital San José.
—En el libro Entre líneas: El cuento o la vida (Tusquets, 2001), todo un manantial literario, escribes: “Tuve una vida oscura, algún destello singular: fui músico, ejercí oficios varios, escribía encorvado y secreto, estudié letras superiores, viví algún tiempo fuera de España, matrimonio, dos hijos, trabajo estable, publiqué algunos libros, poco más”.
—Eso es viéndome a mí en perspectiva. Pues sí, no he tenido una vida con brillos especiales, ¿no? Quiero decir que fuera de la escritura mi vida es muy normalita.
—En esa misma página hablas de lo que decías antes, de una “insatisfacción crónica”.
—Eso le pasa a mucha gente. Creo que la condición humana está ligada a una insatisfacción crónica, por mucho que la gente se compre muchas cosas, un coche nuevo, un chalet, un último modelo de móvil. En ese momento la gente puede estar satisfecha, tiene una alegría, de pronto su vida se revitaliza, pero luego vuelve la insatisfacción. Eso es una cosa que nos acompaña siempre. Salvo la gente que es feliz, no se sabe cómo. Yo no lo entiendo. Salvo la gente que es feliz porque sí, que es feliz con lo que tiene y no echa de menos nada.
—O muy poco. O quizá no se plantean grandes proyectos.
—Exactamente, no se plantean grandes proyectos.
—¿Porque quizá se autoengañan?
—O se autoengañan o se han acomodado y están contentos así. Un poco como los animales, en el mejor sentido de la palabra, porque estoy comparando estas personas con animales; que el animal se acomoda a su condición de animal, no echa de menos nada. Quizá hay personas que, efectivamente, viven en ese estado de felicidad o de inopia. Yo no sé muy bien qué es felicidad o qué es inopia, hay que ser muy sabio o muy tonto. Luego está la parodia de la felicidad, gente que son felices los fines de semana y desgraciados los otros días. Eso me sobrepasa.
—Escribes también en ese libro: “Uno quisiera irse a vivir a una ciudad antigua, no grande ni pequeña sino de una dimensión apenas dulce, donde los tranvías no lograran escapar de la lluvia pero unieran algunos barrios con estilo propio”. Como si Madrid te sobrara…
—No, no, a mí Madrid me gusta.
—Madrid como ciudad enorme, como si te viniera grande.
—Bueno, yo hago vida de barrio. Tengo tres lugares en mi vida, que son Alburquerque, Prosperidad y Chamberí, son mis tres «pueblos». Me gustan los territorios pequeños, como los gatos. Cuando dicen que Madrid es hostil yo no lo veo, porque no veo esa amplitud, esa agresividad, vivo un poco al margen de todo eso. Vivo un poco retirado, porque también en Madrid se puede vivir retirado.
—Quizá lo necesites para escribir.
—Y por mi carácter. Yo tengo un carácter solitario y de puertas para adentro.
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El párrafo citado hace unas líneas, el de “uno quisiera irse a vivir a una ciudad antigua”, continúa así: “Allí trabajaría yo en una trastienda, haciendo cucuruchos de papel para llevar castañas o corrigiendo prosas oficiales, es decir: sería laboralmente invisible”. Recuerda al modo de estar en el mundo al que aspiraba Kafka, al que se refería en una carta a Felice Bauer: “A menudo he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en hallarme en lo más hondo de un gran sótano cerrado provisto de los utensilios de escribir y de una lámpara. Me traerían la comida y me la dejarían siempre a la puerta exterior del sótano, lo más lejos posible de donde yo me hallara. El camino hasta la comida, envuelto yo en una bata, recorriendo los espacios abovedados del sótano, sería mi único paseo. Después regresaría a mi mesa, comería lenta y concienzudamente, y en seguida reemprendería la escritura. ¡Lo que escribiría entonces! ¡De qué profundidades lo arrancaría! ¡Sin esforzarme! Pues la máxima concentración no conoce el esfuerzo. Sólo que «quizá» no perseverase lo suficiente, y al primer fracaso, acaso imposible de evitar incluso en ese estado, me sumiría en la más grande de las locuras” (Carta fechada el 14/15 de enero de 1913, según traducción de Adan Kovacsics y extraída del volumen Cartas, 1900-1914, editado por Galaxia Gutenberg).
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—¿Cómo es el Luis Landero persona?
—Soy una persona cordial, que trato al prójimo con cuidado, con educación. Con ganas de agradar. Pero tampoco aguanto a los demás. Estoy con los demás, pero necesito mi dosis de soledad en vena rápidamente. Lo que más me horroriza en este mundo es poder herir a alguien.
—¿Sueles volver por Alburquerque?
—Sí, tenemos casa allí. Allí vive mi hermana la mayor. Pero no voy mucho. Visito mucho mi pueblo a través de mi memoria porque mi pueblo de ahora no es el pueblo de entonces y yo soy el de entonces. La gente no es la misma, los lugares han cambiado, el paisaje es otro. Me tengo que alejar de mi pueblo para volver a mi pueblo. Sólo lo puedo recuperar a través de mi memoria.
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En la casa de Luis Landero no había libros, pero tenía una abuela que aparece hasta cuatro veces citada en Entre líneas, una mujer fundamental en la tradición oral entre la que creció.
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—Yo vivía con ella porque mis padres iban al campo, y para que yo pudiera ir a la escuela, con cuatro o cinco años, me dejaban con mis abuelos; más con ella, porque él también andaba por el campo haciendo sus cosas. Ella cuidaba de mí, me llevaba a la escuela. Era prácticamente analfabeta. Cuando llegaba algún papel a casa, alguna carta, alguna notificación, teníamos que ir a casa de una vecina para que lo leyera. Mi abuela tenía mucha vergüenza. Me decía: «Tienes que leer, para que no pasemos esta vergüenza». Sería analfabeta, pero su memoria era una biblioteca entera, una biblioteca de romances, de cuentos, de canciones, de adivinanzas, de cachivaches narrativos, de todo tipo de cosas. Y hablaba muy bien, muy propio de la gente campesina. Hablaban con el mismo molde con el que habían oído hablar a sus mayores, y esto venía rebotando de generaciones atrás. De modo que cuando leí el Quijote reconocí la voz de mi abuela. El Quijote es una maravilla en cuanto a la unión del lenguaje oral y el lenguaje escrito, lo culto y lo popular. Ese es mi ideal retórico: la música del lenguaje oral, la creatividad del lenguaje oral más la sabiduría y las destrezas del lenguaje escrito.
—El personaje central de Entre líneas, tú en realidad, “recuerda que cerca de su casa de niño había un pozo donde iban a tirarse por la noche los desesperados de amor”. Una imagen fascinante, pero también terrible para un niño.
—Eso está un poco inventado por mi parte, pero es verdad que decían que en ese pozo se suicidaron algunos. Era el pozo de los suicidas. Lo llamaban el pozo panda.
—¿Cómo?
—El pozo panda, sí. No sé por qué. Una muerte horrible. Pero por allí se tiraban los desesperados de amor.
—En esa mezcla de literatura y vida hay un episodio muy curioso en el que confundes, o el profesor que podrías ser tú, al anarquista Malatesta que aparecía en El agente secreto de Conrad, pero resulta que no, que no aparece en esa novela.
—Efectivamente: se traspasó un personaje real a un personaje de ficción. Porque en El agente secreto aparecen los anarquistas pero justamente en esa época yo había leído también a Errico Malatesta y no sé cómo Errico Malatesta entró a formar parte de El agente secreto. Y como pasó un tiempo, unos años hasta que yo volviera a esa novela de Conrad, creí que este individuo había vivido en Londres y que en un carrito de helados llevaba camuflada propaganda anarquista y la repartía. Entonces, un alumno que había leído El agente secreto dijo que no aparecía Malatesta…
—Casi es mejor otro episodio, varias páginas después: hablas de Madame Bovary y La dama de las camelias como sinestesia: sientes y ves olores y colores en esos libros.
—Eso es un poco real y un poco inventado, como siempre suele ocurrir: la realidad objetiva y la imaginaria, claro: el añadido imaginario. Leyendo Madame Bovary percibí un olor que no sabía de dónde venía, era un olor como a vainilla, no me acuerdo en qué momento. Y ese olor (todo esto es un poco real y un poco inventado) venía de un libro que había en casa (es mentira), que era La dama de las camelias y que estaba escondido (porque era un libro prohibido, ya que tenía escenas licenciosas) entre los útiles de dulcería de mi madre: así que olía a limón, a vainilla, a todo eso. Se supone que yo leía La dama de las camelias, devolvía el libro y esos olores impregnaban mi imaginación. Y de La dama de las camelias saltó a Madame Bovary. ¿Qué es lo cierto de todo esto? Que yo he leído Madame Bovary y La dama de las camelias y que el olor de los útiles de la dulcería de mi madre se quedó en mi memoria. Y a partir de ahí la imaginación lo une. Pero no es que sean así las cosas como las cuento.
—“Las cosas sólo pueden recordarse con fidelidad una vez”, dices también en Entre líneas. Después se contaminan, las manoseamos: volvemos a los límites de la realidad.
—Es que la memoria es muy novelera, muy engañosa. Cuando recuerdas algo cercano lo recuerdas, pero cuando vuelves a recordarlo lo que recuerdas es este recuerdo. Cuando tienes 14 años recuerdas algo, pero cuando tienes 20 años y vuelves a recordarlo lo recuerdas a través del que fuiste cuando tenías 14 años y lo recordaste. Y cuando tengas 32 años lo recordarás a través del que tuvo 20, del que tuvo 14… La memoria (con diversos filtros, con diversos lentes deformantes, a través de ciertos recuerdos) se va alterando, se va puliendo.
—Proponías en 2001, cuando se publicó el libro, un año de silencio; hoy igual nos conformábamos con un día. Escribiste entonces: “Una utopía: proponer que la especie humana guarde absoluto silencio durante un año entero”. Y líneas después: “Un año de castigo, un año dedicado a desagraviar a las palabras (…). Quizá el silencio nos hiciera mejores, o más sabios”.
—Precisamente lo que el escritor debe hacer, yo creo, es devolverle el brillo a las palabras, el resplandor que tuvieron un día las palabras, el que tuvieron la primera vez que nombraron un objeto. Esto ha pasado en todas las épocas, probablemente. Creo que las palabras se defienden de esto y mantienen su vigor expresivo a pesar de todos los malos usos, a todo el magreo, al manoseo al que las someten unos y otros. Las palabras sobreviven, son más fuertes. Por ejemplo ahora los políticos dicen mucho la palabra «ocurrencia», palabra que utilizó por primera vez Azaña cuando hablaba de Ortega, que le tenía cierta inquina: “Este no tiene ideas, tiene ocurrencias”. Y ahora los políticos hablan de ocurrencias, pero utilizan la palabra sin propiedad.
—No vamos a hablar de política…
—No, no, no.
—… pero igual sí que estás un poco desencantado.
—No es esa la palabra. Siento cierta decepción. O cansancio, también. O estupor ante ciertas cosas que no te esperas y que ocurren. Pero no tiene mayor importancia, hablas con cualquier taxista o con cualquier camarero y te dice lo mismo, no tiene mayor novedad.
—¿Todo gira en torno a la complejidad del comportamiento humano, de sus contradicciones? ¿Porque no somos uno sino múltiples? ¿Y ahí estarían las artes, para descifrar ese «desorden»?
—El tema principal del arte es la condición humana. No hay escritor, creo, que no haya indagado en eso. Y luego todas las contradicciones y todas las añagazas que usamos para escapar del absurdo de la vida. Porque la vida es, esencialmente, absurda. Vivimos, somos vulnerables, estamos expuestos, con toda seguridad, a la enfermedad, a la muerte y al olvido. Esta es la puta vida. Este es el argumento de nuestra vida. Esto lo sabemos casi todos, incluso los creyentes. Es tan horrible y tan absurdo… Claro, utilizamos estratagemas. O sencillamente, y me parece muy sano, no pensamos en eso; si pensáramos en eso la vida sería invivible. Y la vida tiene cosas cojonudas, hay que aprovecharlas. Mientras dure esto, que siga la fiesta; luego ya veremos.
—¿En qué año empezaste a dar clase?
—En 1978. No, en 1976. Empecé a dar clases de Filología Francesa en la Complutense. Di clases hasta 2008, en que me jubilé. Con 60 años.
—Pero sobre todo estuviste en la Escuela de Arte Dramático.
—Sí.
—Y dabas allí clase de Literatura Dramática. ¿Es así?
—Estuve 12 años en instituto y 18 años en la Escuela.
—El tema iba por tu cercanía con la juventud: ¿hay tanta diferencia entre el Luis Landero veinteañero con los veinteañeros de hoy, o no tanta? De otro modo: las redes sociales, internet… ¿cambian la esencia de la persona?
—No. Porque lo esencial de la condición humana, y volvemos, de un chaval cualquiera de 20 años de ahora y cuando yo tenía esa edad es lo mismo; lo que sí pasa es que se han añadido cosas como es el consumo, como es el dinero, como son los hábitos de vida. Nada que ver con la austeridad con que vivíamos: te daban 15 pesetas en casa y con eso te comprabas un paquete de tabaco y te pasabas la tarde hablando con amiguetes, o íbamos al cine, y no mucho más; nuestras maneras de diversión eran mucho más sencillas. También en los pueblos: como no había televisión, todo era mucho más sencillo y la gente hablaba mucho más. Ahora todo es más compartimentado. Vivimos aislados, a pesar de esa contradicción que hay, que internet nos comunica. Internet nos comunica pero nos aísla.
—¿Temes a la inteligencia artificial?
—Sí. Sobre todo al hombre, a la especie humana. La inteligencia artificial va a caer en manos poderosas y el uso que le pueden dar puede ser perverso.
—¿Qué piensas sobre la supuesta banalización de la cultura, la cultura como entretenimiento?
—Depende de lo que se llame entretenimiento. Programas de Tele 5 y otros por ahí, eso no es cultura. Pero la cultura de ciertas novelas de entretenimiento bendita sea, porque ese es el camino para llegar a una cultura más compleja, que enriquezca más, que haya que hacer un mayor esfuerzo pero que lo que recibamos a cambio sea mayor. Quiero decir que uno se tiene que merecer escuchar a Beethoven, se tiene que merecer leer a Sófocles, eso no se da gratis, hay que hacer un esfuerzo. Uno de los problemas que hay hoy en día es que la noción del esfuerzo, de la soledad y de la concentración está en descrédito. Sin esfuerzo, soledad y concentración no se puede hacer nada en la vida.
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De la vida de Luis Landero, tal cual como suena, de su autorretrato, trata El balcón en invierno (Tusquets, 2014). Ya la foto de la portada del libro es una declaración de intenciones: en ella aparece un jovenzuelo Landero con su abuela paterna, Francisca, hacia 1965. La mira con delicadeza, con gratitud, por lo mucho que le dio, por lo mucho que le contó. En ese óleo repleto de escenas se puede leer: “Mis abuelos paternos y maternos no vieron nunca el mar”, “me echaron de las mantequerías (donde trabajaba de recadero y donde su padre le colocó tras sacarlo del colegio a los 14 años) por ladrón y holgazán, mi padre me dio una paliza”: la forja de un rebelde que continuó al entrar en la central lechera Clesa (estaba en la avenida del cardenal Herrera Oria, más conocida como carretera de la Playa) donde ejerció como contable. Pero un primo lo convenció de que aprendiera a tocar la guitarra para conocer mundo, y así lo hizo. Formó parte de un cuadro de flamenco, como atestigua una foto de su paso por el programa de televisión Galas del sábado o Sábado noche en 1968 o 1969. Hasta que un profesor de una academia nocturna le fue prestando libros, le fue tentando y quedó ya atrapado para siempre en la literatura.
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—Descubrí el otro día que tu tesina la escribiste sobre Onetti. ¿Qué tema desarrollaste?
—Nada… La hice en veinte días. A mí Onetti me gustaba mucho, pero muchísimo. Tuve una época muy onettiana porque me identifico mucho con él, con su mundo. Y cuando vine de París (donde trabajó como guitarrista) necesitaba un trabajo, y para tenerlo en la Universidad tenía que tener la tesina. Me quedaba de plazo un mes. En ella hay (dice, sin darse importancia, como durante toda la entrevista) más textos de Onetti que míos. Se titulaba «Diversos aspectos sobre la narrativa de Onetti», una cosa muy vaga.
—¿Y no has querido publicarla?
—¿Cómo voy a publicar eso, por Dios? No, no, eso es impublicable.
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Le muestro el libro de conversaciones de Ramón Chao con el escritor uruguayo Un posible Onetti (Ronsel, 1994). Le cambia la cara. “¡Anda, joder, sí! Este libro lo he leído, cómo no. ¡Es estupendo! ¿Tú sabes que Onetti me propuso para el Premio Cervantes? Por mi primera novela —Juegos de la edad tardía (Tusquets, 1989)—. Nos propuso a Julio Llamazares, a Muñoz Molina y a mí. Como a él le habían dado el Cervantes el año anterior y estaba en el jurado, al año siguiente nos propuso a los tres”.
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—¿Cómo era él?
—Me invitaron dos veces porque él me quería conocer, pero yo era muy tímido y no fui. Sólo asistí a dos conferencias suyas. En una, en Cultura Hispánica, no quería salir porque le daba terror, así que entre Luis Rosales y otro lo empujaron y leyó unos folios y se marchó corriendo. Estaba lleno aquello.
—¿Y la otra vez?
—Fue sólo esa vez, me estoy confundiendo con Borges. A Onetti sólo lo vi esa vez y en otra, en una mesa redonda.
—¿Y lo de Borges?
—Fue una conferencia maravillosa, nada que ver con la de Onetti. Era un dominador de la escena, daba gusto escucharlo. En el Colegio Argentino lo presentó Dionisio Ridruejo, pero lo presentó durante media hora, estábamos todos hasta los…
—¿Qué te atraía de Onetti?
—Conectaba con mi mundo, eso del fracaso; que la vida es un absurdo, esa especie de cansancio vital. Pero también la dignidad del derrotado, el derrotado con cierta gloria. Eso es lo que me atraía de él, lo que conectaba con mi mundo. Eso me ayudó a configurar mi mundo, como también me ha ayudado Kafka. Porque a encontrar tu mundo te ayudan otros.
—¿Y cuándo descubriste tu mundo, paulatinamente?
—Con la primera novela. Ahí está todo condensado, todo lo que viene después tiene antecedentes en Juegos.
—Que se publica con tus ya 40 años cumplidos.
—Sí, ya, pero yo tardé ocho o nueve años en escribir esa novela. Yo venía escribiendo desde antes, desde mucho antes. Hasta los 20 años escribía poesía sobre todo; de los 20 a los 30 novelas breves, algunos cuentos… de lo cual no conservo nada. Y muchos cuadernos, tengo cantidad de cuadernos. Los escribía no para hacer obra sino para aprender a escribir, para aprender a componer, para buscar mi mundo, para buscar mi estilo. Tenía en la cabeza Juegos, pero para escribir Juegos, me decía, necesito una destreza que no tengo. Cuando saqué las oposiciones y mi vida se regularizó es cuando empecé a escribir Juegos. Hice tres versiones breves y luego ya… Estuve tres años sin que me convenciera aquello, al cuarto la dejé, la abandoné: no podía con ella. Pero luego la pasé a tercera persona, algo fue madurando en mí, una voz propia, una manera de decir, una manera de sentir también, el conocimiento del personaje… Noté que aquello era mi voz.
—Te leo este fragmento: “Usted no se va a casar con ella porque usted es viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir, deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios”.
—Ah, ese es el mejor cuento que se haya podido escribir, por Dios. Eso es de Bienvenido, Bob, de Onetti; ese joven altanero que va a ser arquitecto y que va a construir una ciudad maravillosa y demás. Y que luego termina…
—¿Cuántas personas extraordinarias has conocido? Si es que las has conocido.
—Depende, depende. En la vida real he conocido personas que son extraordinarias en algo, no en todo. En todo, Paco de Lucía y cosas de esas. Personas extraordinarias… Shakespeare, Cervantes. Pero en la vida real… Tito, por ejemplo.
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Tito es el personaje central de la última y reciente novela de Luis Landero, La última función (Tusquets). Tito es Tito Gil, que nació con una voz maravillosa, un niño prodigio que regresa a su pueblo tras una carrera discreta como actor. La última función es una novela coral donde, como ha comentado Landero antes, todos quieren ser algo, participar en un proyecto común, destacar. Ser otros. Donde alguien no es quien parece: de nuevo la frontera difusa de lo real, pero ese alguien asume su nuevo papel y el autor juega a que ese personaje se crea otro.
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—Tito es extraordinario porque es auténtico. He conocido a gente así, gente que es oro; no oropel, oro. Gente que tiene una pizca de algo extraordinario en algo en su vida, un poco agazapado, un poco escondido.
—¿Todos tenemos algo extraordinario?
—Todos lo tenemos. Incluso gente con apariencia más vulgar tiene algo de extraordinario en algún punto, en algún aspecto de su vida. A veces ni él mismo sabe encontrar eso.
—¿Qué libro hubieras querido escribir?
—No hablamos del Quijote, ¿no?
—No hablamos del Quijote.
—Luces de bohemia, de Valle-Inclán. O El ruedo ibérico o La corte de los milagros o ¡Viva mi dueño!, me da igual: algo de Valle. No sé, porque también me hubiera gustado escribir Los miserables, de Victor Hugo. Hay tanto… El gran Gatsby. Algo de Faulkner, también. El llano en llamas, Pedro Páramo.
—Pedro Páramo, tanto en tan poco.
—Efectivamente: esa novela tan condensada, y hay que ver lo que da de sí. Es pura magia lo que hace Rulfo ahí.
—¿En qué libro andas, en qué estás metido ahora?
—Estoy en barbecho.
—¿Absoluto?
—Sí, total, total. Tengo algunas ideas por ahí, algunas cosas…
—Di una.
—Alguien a quien le hacen un encargo y viaja por ese encargo. Es poco. Son ideas muy vagas. Son ideas que tengo que trabajar. Pero tengo unas ideas por ahí que las tengo anotadas. Cuando pase la promoción me entrarán las ganas de escribir, ahora estoy como los niños en el recreo.
—Volvamos a Onetti. Dijo sobre sí mismo, como distanciado, en el libro de Chao: “Onetti no escribe literatura social porque no la siente. No puede concebir que un individuo se ponga a escribir para transmitir un mensaje en una novela. Para eso están los correos, las mensajerías (…). No hay más compromiso que el que uno acepta tácitamente cuando se pone a trabajar. Compromiso con uno mismo. Escribir lo mejor que sea posible; con total sinceridad, sin pensar en los hipotéticos lectores”.
—Estoy completamente de acuerdo con él, y con todos mis respetos por aquellos que, en épocas difíciles, han escrito obras comprometidas porque era necesario escribirlas, porque los periódicos no informaban. Probablemente había un deber moral, no para todos los artistas, pero para algunos sí. Con todos mis respetos, un artista, un escritor, se tiene que comprometer con su obra, ese es su mayor compromiso. Escribir lo que él debe escribir, lo que sólo él puede escribir.
—Onetti confiesa que quemó “dos novelas y media”.
—Yo los poemas que escribí cuando tenía unos 20 años los destruí y también algunas novelitas breves. Las tiré. Pero lo que no he tirado han sido mis cuadernos, tengo cuarenta o cincuenta.
—Qué barbaridad.
—Con letra menuda. Son fragmentos, son diarios también.
—¿Y eso no lo vas a publicar?
—No porque no son realmente diarios de cosas que me pasan, son ejercicios literarios. Material que he aprovechado, que cumplió su función. De vez en cuando los releo por si puedo espigar algo. He encontrado muchas cosas. No ha sido en vano todo eso, de ahí han salido ideas, frases, capítulos.
—Onetti sostenía que su relación con la literatura era de amante, frente a la de Vargas Llosa, que era de esposa: ¿y la tuya?
—Yo soy muy currante, muy ordenado. Y Onetti era más «esposa» de lo que él presumía, no hay que hacer mucho caso de eso a Onetti, pero Vargas Llosa sí que es el modelo del escritor disciplinado, entregado. Yo soy un poco así también, un poco «flaubertiano». Jamás he atendido los cantos de sirenas de escribir lo que demandan, siempre me he mantenido fiel a mis demonios y a lo que yo quiero escribir. No he escrito para los lectores ni he hecho concesiones.
—Tito Gil, el protagonista de La última función, ya apareció en Entre líneas.
—¿Sí? Es verdad, no me acordaba.
—En aquel libro ya contabas la gira por universidades de Estados Unidos en 1986 con motivo del cincuentenario de la muerte de García Lorca en la que participasteis los dos: “Tito Gil recitaba a Lorca, y Manuel desde atrás le atenuaba los énfasis con un fondo lírico de guitarra”. Y añades que tú fuiste “Fedeguico Gagsía Logca” durante veinticuatro horas.
—Bueno, esto está inventado. Pero fue porque casi casi una alumna creyó durante un momento que yo era Lorca y a partir de ahí la imaginación se disparó. Eso tiene un grano de realidad y un silo de imaginación.
—Por encima de todo, parece que Tito Gil es fiel a sí mismo.
—Y sigue siéndolo a sus 85 años. Y no sabe servir a otro dios que al del arte, a lo suyo: ni éxito, ni dinero ni cantos de sirenas. El arte por el arte, el amor al arte como el amor de un adolescente.
—La última función también es, o puede ser, un homenaje o una reivindicación del teatro.
—No he querido hacer ningún homenaje.
—¿Y un canto al azar? Paula coge un tren equivocado, Paula no es quien parece y, además, interpretará un tercer papel. En un capítulo, además, aparece la palabra «sueño» al menos diez veces.
—Parece que está soñando, ese estar entre el sueño y la vigilia, el dudar… Viene como anillo al dedo. Están ocurriendo cosas tan extraordinarias a Paula que es difícil no atribuírselas a un sueño, es difícil aceptarlas como algo real.
—Tito Gil mismo existe, aunque tenga una voz y una vida de leyenda, pero también podría ser una metáfora de lo inverosímil, de lo fantasioso. Como si a veces viviéramos con (junto a) lo delirante sin darnos cuenta.
—Bueno, es la realidad que nos nutre y nos inspira. ¿De dónde vamos a sacar los materiales? De la realidad. ¿Y de dónde nace la imaginación? De la realidad. Tito me ha venido muy bien, me he inspirado en él para escribir sobre ese tipo de artistas. A la realidad objetiva añadimos la imaginaria y de ahí sale todo.
—Vayamos a tu vida como guitarrista. ¿Cómo empezaste?
—Por un primo mío. Yo trabajaba entonces de oficinista en Clesa, tenía 16 años y mi padre había muerto. Mi primo quiso ser torero, estaba sobrado de arte pero no de valor, así que se hizo guitarrista. Cuando se enteró de que yo era oficinista se echó las manos a la cabeza, me dijo que era lo último que se podía ser en la vida, rodeado de papeles… “Dedícate a la guitarra”, me dijo, “y nos vamos de parranda por ahí, por el mundo”.
—En tu novela El guitarrista describes una secuencia triste, hermosa, pero también desgarradora: la de una compañía humilde de gira que se va diluyendo por la deserción de los actores, porque no cobran; viven de ilusiones hasta que no pueden aguantar más. Tenía un aroma parecido al de El viaje a ninguna parte, de Fernando Fernán Gómez.
—Eso es real. Yo hice ese viaje.
—La historia de un empresario teatral que se arruina.
—Era la de José Luis, que había sido campeón de España de lucha libre. A nosotros nos conoció por la radio, por un programa que se llamaba Jóvenes promesas. Nos reunió con un montón de gente. Vino también una estrella ya eclipsada, Carmen de Veracruz, que se hizo muy famosa por la canción —y Luis Landero la canta: “En una jaula de oro / pendiente de un balcón / se hallaba una calandria / cantando su dolor (…). Y la ingrata calandria / después que la sacó / tan luego se vio libre / voló, voló, voló”—. ¿No la conoces? Ella venía también en esa gira, tenía 60 años o más.
—Cada vez erais menos.
—Cada vez éramos menos, pero al principio éramos treinta o cuarenta. Íbamos en tren, otros en furgoneta y otros andando. Luego desertamos algunos y aquello se disgregó.
—Por ir terminando. Recoges una frase de El Jarama, de Ferlosio, magnífica, en El huerto de Emerson (2021, Tusquets) y de la que dices que es “una de las mejores que se han escrito en castellano”: “Pasó detrás de ellos un hombre con un borrico cargado de cañas verdes de maíz, con sus hojas, que restregándose hacían un ruido fresco sobre el trote menudo”.
—Podría haber puesto otras, pero esa es muy bonita. Me encanta cómo escribe Ferlosio. ¡Es una de esas frases tan felices, tan bien dichas, donde el castellano resplandece de tal manera, con tal fuerza expresiva que dices: «Coño, yo quiero escribir así»! Me encanta hablar este idioma, me gusta este español, esta lengua. Es una de esas frases que te agarran del pecho y te sacuden.
—Bueno, tú tienes otro párrafo muy sugerente en Entre líneas: “Y allí en aquel cabezo estaba el caserío de Pache. Allí se hacían bailes al son de algún acordeonista portugués y había una lonja donde se vendía de todo: estropajos, latas de escabeche, cartuchos, papel pegamoscas, pastillas para la salud, piedras de carburo, armónicas, trampas para pájaros, calendarios, camisas, de todo. No había necesidad que no encontrara allí remedio”.
—Ese lugar se recoge luego en El huerto de Emerson.
—¿Cuál es el último libro que te ha deslumbrado?
—Canto y la montaña baila, de Irene Solà. Me dije: «Qué bien escribe y qué bien fabula esta chica».
***
Y ya, al final de este mediodía del pasado 2 de febrero, se habla del idioma, del castellano que “habíamos llevado y luego vino (de América Latina) corregido”; no sé si añade “arreglado” o “aumentado”. Y agrega también Luis Landero que para “entonarse” antes de escribir lee a Claudio Rodríguez o a San Juan de la Cruz, que también “Joyce es un escritor muy estimulante”. Y cita después a Kafka, a García Márquez, a Borges y a Ferlosio. “Como un buen médico, tú sabes qué elixir necesitas para escribir”.
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