Cuando a Luis Manuel López Román le contactaron de Desperta Ferro para inaugurar una nueva línea de publicaciones dentro de la editorial, sabía que no podía fallar; y efectivamente no lo ha hecho. Tiberio Graco: Tribuno de las legiones es un relato ágil y entretenido que nos sumerge en una época fascinante de Roma, no tan conocida como la imperial, pero con los mismos ingredientes: luchas por el poder, ambición, traiciones… López Román nos muestra los años de formación de un personajazo, Tiberio Graco, al que todavía nos queda por descubrir su faceta más revolucionaria, la de tribuno de la plebe. Mientras tanto, conocemos en esta novela su infancia y juventud, el necesario preludio —por ahí asoma otro icónico militar romano, Escipión el Africano— para entender cómo se forjó la leyenda de este revolucionario.
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—La historia de Tiberio Graco es un clásico: la obsesión de un hijo por agradar a su padre. No se me ocurre reto más difícil y, casi siempre, decepcionante.
—Sí. Ese concepto está muy presente en la novela en todo momento. En Roma los miembros de la aristocracia, desde que eran niños hasta que se hacían hombres maduros, vivían con la permanente obsesión de estar a la altura del padre, del abuelo y de todos los antepasados que los habían precedido y habían alcanzado grandes éxitos políticos y militares. En el caso de Tiberio Graco, este proceso fue más intenso porque perdió a su padre cuando tenía diez años. En ese momento, se convirtió en el pater familias, en el cabeza de familia, siendo todavía muy pequeño. Y su madre, Cornelia, le metió mucha presión con esto: «Tú eres el hijo de Tiberio Sempronio Graco, eres el nieto de Escipión el Africano, el hombre que derrotó a Aníbal, tienes que estar a la altura». Tiberio Graco está obligado a triunfar en la política y en el ejército para estar a la altura de su nombre y del recuerdo de su padre.
—Usted también ha querido honrar la memoria de su padre en esta novela.
—Eso es. Mi padre falleció hace cuatro años. Desde entonces, he publicado otras novelas, pero no me parecían las más indicadas para dedicárselas. Sin embargo, cuando terminé ésta, me dije que era la que quería vincular al recuerdo de mi padre, porque me siento especialmente orgulloso de ella y porque sé que es la que él más habría disfrutado como lector: hay políticas, guerra, aventura… Además, como comentábamos, está muy presente esa idea de agradar al padre ausente.
—Ha mencionado antes a un personaje que no aparece en la novela, Escorpión el Africano, pero que está muy presente desde el principio. Su nieto es uno de los protagonistas. ¿Qué importancia tuvo este cónsul en esa Roma a la que todavía le faltaban 150 años para convertirse en un imperio?
—Escipión era el gran héroe de esa época; era el hombre que había salvado a Roma de la mayor amenaza que había vivido en toda su historia, de Aníbal. En la novela nos situamos unos años más tarde, una generación posterior —casi dos— y el nombre de Escipión sigue siendo utilizado para mover a las masas y atemorizar a sus enemigos. Tiberio Graco era su nieto por vía materna. Su madre, Cornelia, era la hija pequeña de Escipión, y se le recordó a su hijo permanentemente. Hay otro Escipión en la novela, Escipión Emiliano, que era también nieto, pero en su caso adoptivo. Escipión Emiliano tuvo también la necesidad, aunque no llevaba su sangre, de demostrar que era el auténtico heredero del «Africano», un título que se obsesionó con conseguir y que le llevó a destruir Cartago. Escipión el Africano fue para sus descendientes, y también para los de sus enemigos, un mito, el gran héroe de la República.
—Por cierto, una gran mayoría de los libros sobre Roma se centran en la época imperial, a partir de Augusto. ¿Por qué esa falta de interés por la época de la República?
—Es una constante. Como mucho, aparece Julio César, que es del final de esa etapa. Hay muy poca ficción ambientada en la República en comparación con la de la época imperial. Y es una pena, porque la República tiene historias y personajes igual de interesantes que los del Imperio romano. El problema es que cuando la gente piensa en Roma, lo hace en el Coliseo, el Panteón, los foros… En el periodo de Tiberio Graco todavía quedan casi cien años para que se construya el primer teatro de piedra. En ese momento, cuando hacían una representación teatral, montaban unas gradas y un escenario de madera y luego los desmontaban. Augusto la definió como «una Roma de barro». Hasta que llegó él, Roma no se convierte en una ciudad de mármol, en una ciudad monumental. Por eso, si al lector no le pones un Coliseo se pierde. Ese hecho genera que haya reticencia a ambientar las ficciones en la República. En el cine y las series todavía es más exagerado.
—La lucha entre las clases sociales aparece en libro. ¿Qué importancia tuvo esa rivalidad en el deterioro del sistema que llevó al fin de la República?
—En realidad, hablar de lucha de clases sería anacrónico. Es un término que empezamos a usar en el siglo XIX.
—¿Enfrentamiento?
—Sí. Enfrentamiento. Porque para que haya una lucha de clases tiene que haber una conciencia de clase. Los romanos sabían perfectamente que había diferentes grupos sociales, pero la verdad es que vivían bastante resignados. Hay momentos en los cuales algún grupo pretende cambiar las cosas, pero sin pretender instaurar un sistema igualitario, sin intención de demostrar la estructura. El esclavo Pertinax es condenado a recibir azotes y lo acepta; él piensa que el amo tiene todo el derecho a dárselos. En el caso de Tiberio Graco, él sí que tuvo una sensibilidad social muy especial, una manera de entender Roma que no tuvieron sus contemporáneos: para Tiberio Graco Roma no era el senado, Roma era el pueblo. Y cuando es nombrado tribuno de la plebe intenta llevar a cabo una reforma. Al final lo van a matar porque promovía una forma de política muy incómoda para los senadores y los aristócratas. Esa visión se acabará imponiendo y el pueblo cada vez tendrá más peso. Sí que es cierto que a partir de ese momento empezamos a entender un cambio, no como una lucha, pero sí como una reconceptualización de Roma. El Senado pierde poder y hay una cierta evolución.
—Ese enfrentamiento es una auténtica pelea entre las familias que luchan por el poder.
—La política romana era una política de rivalidades, de competición. A los niños romanos desde pequeños se les enseñaba a ser los mejores oradores, los mejores políticos, los mejores militares… Había una competitividad extrema. Hay que pensar que la estructura de la política romana era como la de una pirámide. Cuando empezaban como cuestores eran unos diez o veinte, pero a cada escalón que subían se reducía el número: cónsules había sólo dos al año y no podía haber más. Para llegar a la cúspide tenías que ser el mejor de verdad. Por eso había una lucha feroz entre esas familias por lograr el poder. Esta competición abre la vía de las alianzas, porque la familia que estuviera sola estaba perdida. Cuando besabas el suelo difícilmente te podías levantar, porque tus rivales no te iban a dejar.
—Eso ocurría en el siglo II a.C., pero mucho tiempo después continúa con los Medici, los Orsini, los Colonna…
—Si tiras de la historia italiana y de su cultura, Roma está muy presente. Esto es algo que podemos aplicar a la época renacentista e incluso a las estructuras de la mafia italoamericana. Si lees El Padrino o ves una serie como Los Soprano, te das cuenta de que con una túnica esos personajes serían totalmente romanos.
—Los hombres figuran como líderes de esas familias que luchan por el poder de Roma, pero las mujeres también son muy importantes. ¿Cómo fue esa Cornelia, madre de los Gracos?
—Con Cornelia me he tenido que contener para que no robara el protagonismo al resto de los personajes. Es una mujer que te pide más páginas. ¡Ojo! Esto no sólo me pasó a mí, también les ocurrió a los romanos de su época: ella es la primera mujer de la que conservamos un texto escrito en latín. Ella fue la primera mujer mortal, que no era una diosa, a la que se le dedicó una estatua en el foro. Cornelia representaba el ideal de la mujer romana; fue un mito para la sociedad de su época y las posteriores. Cornelia fue una matrona que lo dio todo por sus hijos, fiel a su marido, a la que, supuestamente, cuando se quedó viuda, le pidió matrimonio el propio faraón de Egipto. Y Cornelia prefirió ser la viuda de un cónsul de Roma que la reina de Egipto. Fue el gran modelo de feminidad de Roma. Es un personaje que te cautiva.
—Tiberio vive en una época convulsa y crucial, cuando Cartago, Corinto y Numancia son destruidas y el Norte de África, Grecia e Hispania son controladas por el Imperio.
—En efecto, fue una época de cambio radical. En ese momento, Roma está dejando de ser una ciudad —ha conquistado Italia, domina los mares y empieza a controlar el norte de África y también Hispania— para convertirse en un imperio. El problema que surge entonces es que Roma necesita modificar sus estructuras políticas, sociales y también su mentalidad; pero esta ciudad era muy conservadora y le costaba asumir todos esos cambios. Todas esas dificultades derivan en una convulsión social, que Tiberio Graco intentará atajar. Es un momento bisagra entre la República media, conocida como la República clásica, y lo que se va a llamar luego la crisis de la República.
—Hispania es importante en la vida de Tiberio Graco. Leo en el libro: «No, el problema de Hispania no era económico. El problema era de prestigio». Roma no podía permitir que unos pastores les dieran una paliza.
—Totalmente. En Hispania los romanos conseguían riquezas de sus minas, pero la obsesión de Roma con este territorio era otra: impedir ser derrotados. Si aspiraban a que los reinos helenísticos del este no les plantaran cara, no podían agachar la cabeza ante unos grupos de pastores. Las campañas en Hispania muchas veces no tenían expectativas de botín; simplemente eran una cuestión de prestigio. Les daba igual el número de muertos en sus filas, tenían que vencer a toda costa. Roma se desangró durante mucho tiempo en las guerras de Hispania. Se habla mucho de las batallas de las Galias, que duraron unos pocos años, pero los hispanos mantuvieron en jaque a los romanos durante más de un siglo. Roma convirtió el problema de Hispania en una cuestión de prestigio nacional, casi de identidad. No se podían retirar de Hispania porque si lo hacían podían tener problemas en el resto del imperio. Roma se obcecó con Hispania: tenía que triunfar allí sí o sí.
—Cartago es el gran escenario de la novela. Sus habitantes fueron los primeros que estuvieron a punto de acabar con Roma, años antes de que comenzará el Imperio. ¿Hasta cuándo fue el norte de África una amenaza?
—En esa época, Cartago ya no era una amenaza real —dejó de serlo cuando Aníbal fue derrotado y firmó su rendición en la Segunda Guerra Púnica—, pero sí como concepto. Cartago había aceptado reducir su ejército a unas cifras simbólicas. Ya no tenía flota, pero seguía siendo una potencia económica con un puerto espectacular; su situación estratégica lo convertía en un paso seguro para el comercio. Roma necesita una excusa para hacerse con el norte de África, y fue empujando y empujando a Cartago hasta que no queda otra posibilidad que el enfrentamiento militar. Cartago tiene que combatir a pesar de su inferioridad militar. La Tercera Guerra Púnica, desde el punto de vista del derecho internacional, es un auténtico crimen de guerra por parte de Roma.
—No puedo evitarlo: tengo que preguntarle por Gladiator II.
—Pues todavía no la he visto. (Risas) Iba a ir la primera semana de su estreno, pero comencé a leer unas críticas tan malas, no sólo de la ambientación histórica, y al final no me atreví.
—Hay una admiración de los estadounidenses por las historias de Roma. Y un afán de hacerlas suyas y llenarlas de ideología, como en el caso de Espartaco.
—Sí, y eso que el caso de Espartaco fue incómodo para ellos: la película surge en plena caza de brujas y su mensaje se puede interpretar como una crítica al capitalismo. Pero en el resto de películas, los norteamericanos se sienten muy identificados con Roma por su mentalidad imperialista. Hay una cosa muy interesante de Roma: nunca declara la guerra, siempre se defiende; busca algún argumento para justificar el conflicto porque ha habido un ataque previo. Eso es lo que lleva haciendo Estados Unidos durante más de un siglo: la explosión del acorazado Maine en Cuba, el hundimiento del Lusitania por los alemanes durante la I Guerra Mundial, el ataque japonés a Pearl Harbor… Estados Unidos nunca ataca, siempre se defiende. Y Roma hacía exactamente lo mismo. Los padres fundadores de los Estados Unidos fueron hombres de la Ilustración, grandes admiradores de Roma y de Grecia. Las bases de la democracia estadounidense están en el mundo clásico.
—Terminamos. Quedan cosas por contar de Tiberio Graco.
—Sí. Va a haber una segunda parte. En esta primera novela hemos contado la infancia y la juventud de Tiberio. Queda la parte más importante, cuando se convierte en tribuno de la plebe. Esta segunda novela saldrá en primavera.
—Sin hacer espóiler, ¿cómo has enfocado esta segunda parte para trazar a un personaje tan revolucionario?
—Ha sido complicado porque hay muchas leyes; y yo escribo una novela, no un ensayo. Al haber una carga política tan fuerte, he tenido que analizar cómo jugar con los personajes para que al lector no se le haga pesado, que sean ellos los que se lo cuenten. He tratado de repartir la visión entre diferentes personajes y que aparezca también la visión del pueblo. El reto ha sido contar un mensaje historiográfico de tanto peso y hacerlo en una novela que resulte entretenida.
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