La muerte de Luis Martín-Santos en un accidente de coche truncó una prometedora carrera literaria, y el impacto mediático desvirtuó otras facetas relevantes de su vida, como opositor antifranquista y como psiquiatra. Con motivo del centenario de su nacimiento, el 11 de noviembre de 1924, se traza aquí un retrato caricaturesco, que contiene una reivindicación poliédrica de su figura.
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En la tierra baldía de la posguerra —a pesar de los llantos puntiagudos de la muerte, a pesar del ruido del hambre en las entrañas y a pesar del vacío intelectual que dejaron las cabezas que se fueron al exilio— resulta que —a pesar de la vigilancia gris de la censura— el guirigay de la cultura tuvo toda la marcha en la España desolada de los años 40/50. En novela, concretamente, la gente se puso a tope con la cosa neorrealista, desde la nada entre el centeno de Carmen Laforet a la prosa cuqui de Miguel Delibes, pasando por Cela y su verborrea escatológica. Y luego, en los 60, cuando se creía que nadie podía competir con la revolución decibélica de Los Beatles, vino un tal Luis Martín-Santos con el éxito desaforado de su Tiempo de silencio (1962).
Como a la gente le gusta cebarse con la comidilla superficial de los tabloides, Luis Martín-Santos ha sido reducido injustamente a aquella novela, única y genial, y su biografía ha quedado aprisionada en los círculos dantescos de las medias verdades y de los bulos de suicidio, a causa de un accidente de coche en 1964. Pero su vida y obra fue mucho más que eso, con unas obras completas en Galaxia Gutenberg de narrativa, teatro, poesía y ensayo.
Don Leandro, el padre, fue cirujano militar. Se ganó con Franco el rango de general, porque anduvo a destajo en la guerra con un tinglado quirúrgico para las heridas de bala en el vientre. Al terminar se asentó en San Sebastián con su familia, que era toda castellana vieja. ¡A quién se le ocurre, macho! Nada más llegar, a don Leandro le encomendaron las purgas de médicos sospechosos, y así, a ver quién hace amigos, sin ni uno solo de los ocho apellidos vascos.
A Luisito, por eso, le hicieron el vacío. Pero también porque fue el típico colegial de colleja repelente. Las evaluaciones se hacían entonces en voz alta, y el maestro les daba a los alumnos buenos unos fusiles de juguete para que sacaran a los malos al patio del recreo y los fusilaran contra el paredón. Aquello era una cosa de mentirillija, joder, es que la cultura woke se escandaliza por todo, y venga a disparar, y arriba España, mientras que los alumnos de las malas notas eran unos rojazos fingidos, que fingían retorcerse de dolor hasta morir postizamente, como eficaz advertencia pedagógica.
Al igual que en muchas familias bien del régimen, Luisito siguió los pasos médicos del padre, pero por la izquierda. Lo bueno es que así se ganó, por fin, en Sanse una cuadrilla de amigos, que le admiraban por su inteligencia… Y por las chapas interminables que soltaba, porque mucho marxismo dialéctico, pero el rojerío intelectual siempre ha sido eso: una suma de líderes resabiados a los que se escucha con devoción de monólogo.
En el verano de 1950 Luisito se fue al extranjero a hacer un curso intensivo de alemán, porque quería leerse a Heidegger en su propia lengua. Y encima, le dio por combinarlo con Sartre. De ese mejunje, le surgió la idea peregrina de especializarse, no en cirugía, sino en psiquiatría, en plan psicoanálisis existencial. A don Leandro se lo llevaban los demonios, porque aquello no era medicina ni era na, pero al empollón de Luis esta especialidad le sentaba mejor que el bricolaje de los tejidos y de los huesos. Y hubo en su decisión otras razones, que le persiguieron de por vida.
Su madre, Mercedes, tuvo psicosis esquizofrénica y sufrió mucho con la muerte de una hija pequeña, a causa del sarampión, si bien hay fuentes amarillas que sugieren con hipertabloidismo que el bebé se le cayó de los brazos desde un balcón. El caso es que a Mercedes la trató López Ibor, el psiquiatra que fue una eminencia en el franquismo por aplicar lobotomías y electrochoques para curar a los invertidos. Y el propio Luis tuvo que estudiar con él en Madrid, porque no había otro remedio para ser psiquiatra en aquella España negra y turbia. Pero aprendió lo que pudo y aplicó unos principios muy diferentes, basados ante todo en evitar el sufrimiento humano.
Al margen del enfrentamiento freudiano con el padre, que tenía el temperamento típico del rigor militar, Luis mantuvo una buena relación y supo aprovecharse. La carrera de Medicina la estudió por libre en la Universidad de Salamanca desde Donostia, haciendo sus prácticas en la consulta paterna. Para su primera práctica quirúrgica y posadolescente, don Leandro le proporcionó un perro, con la indicación exasperada de apretar más el bisturí, coño, que tiene la piel muy dura, y el animal salió a los dos días cosido y tan contento.
De lo que más se benefició Luis fue de los contactos de su progenitor, porque no fue él un rojo cualquiera, sino militante clandestino del PSOE. A los congresos del partido en Toulouse iba Luis con sus compañeros en un dos caballos, como doce marxistas sin perdón, apretados en un camarote grouchiano y dispuestos a desafiar a Rodolfo Llopis, el secretario general en el exilio. Si Luis hubiera llegado a asumir el cargo, el clan vasco podría haber desplazado al sevillano dentro del socialismo, y tal vez Felipe González no hubiera existido.
Por eso, a Luis lo tenían fichado. Habitualmente lo vigilaba Melitón Manzanas, ese verraco repugnante al que la dictadura condecoró con la Cruz del Mérito por su eficacia para gestionar el lodo de sangre de la tortura. Pero Luis iba por España con la chulería de quien se sabe intelectualmente sobrado y moralmente superior. Y era —además— un cachondo.
Un día andaba de paseo con un amigo, pudiera ser que fuera Juan Benet, y en un encuentro casual, Martín-Santos hizo las debidas presentaciones: Melitón, aquí un amigo; Juan, aquí un esbirro. Y el Manzanas se marchaba resoplando y sin reventarle a hostias, porque es usted quien es, don Leandro, pero, ¡cagoendiós!, controle a su hijo. Cuando le pasaban estas cosas, Luis se dejaba refugiar por Benet en los prostíbulos, porque entonces lo del putigusto no era algo casposo, como ahora, osú, con tanto melindre.
A don Leandro, naturalmente, le fueron tomando por el pito del sereno. En una ocasión anduvo por la Puerta del Sol —que es donde ocurrían las torturas, debajo mismo de las doce uvas—, enseñando galones, para que dejaran a su hijo en libertad. Pero le hicieron el ghosting castizo del vuelva usted mañana. Mientras tanto, Luis estaba en los sótanos a sus anchas, lo niego todo, aquellos polvos y estos lodos, lo niego todo, incluso la verdad, hasta darle la vuelta a la tortilla. Al parecer, en los interrogatorios, él se ponía a psicoanalizar a sus torturadores, con preguntas del rollo ¿tú has pensado si cogiste este trabajo porque tu padre te tocaba?, y los carceleros le dejaban irse con cara de haberse vuelto tarumbas.
Por lo demás, Luis tenía la elegancia del señorito progre. Las oposiciones a cátedra de psiquiatría le coincidieron con una de sus estancias en la cárcel, y la policía lo escoltó, entre furgones y lecheras, para que cantara los temas con las esposas puestas, porque, total, el tío cabrón no cantaba nada de sus operaciones antifranquistas, ni de sus compinches. Y el tribunal, por supuesto, no se atrevió a darle la plaza, a pesar de que hizo el mejor examen.
Al final, fue la vida puñetera. Su mujer, Rocío Laffón, se murió con la edad de Cristo en la cocina. Ella era la chica yeyé más socialista de su casa, pero quizás estaba ya hasta el moño de tener que irse de tanto en tanto a sacar al marido de la cárcel, y con los niños a cuestas. El caso es que un día se intoxicó con el gas del horno mientras hacía la comida, porque había perdido el sentido del olfato.
Diez meses más tarde, Luis, que era puro nervio y le gustaba correr al volante, se pegó un trastazo contra un camión mientras adelantaba a otro coche en la carretera, de Madrid a San Sebastián. Llegó al hospital como Luisito por su casa, sin que nadie notara que tenía una hemorragia interna, así que, cuando falleció, desangrado invisiblemente, la noticia cayó en los periódicos como un shock repentino. En su lecho de muerte, solo tuvo una petición: que no venga el cura en el último momento; que quede claro que he sido ateo.
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