Foto: Daniel Mordzinski
Conocí a Luis Sepúlveda en la Semana Negra de Gijón en 1993. Su presencia lo llenaba todo; su voz resonaba en todos los rincones y su risa, tremenda risa, invitaba a la fiesta, a la camaradería y la amistad. Detrás de ese hombre enorme había siempre una palabra inteligente, filosa, que se negaba a admitir servidumbres y se volcaba de inmediato en fascinantes relatos tras los que se filtraba su larga experiencia de una vida indomable. Desde la primera vez que nos encontramos, una tarde tormentosa de julio en un restaurante gijonés donde habíamos conversado largo y tendido sobre su literatura, Lucho me tendió la mano, me dio un fuerte abrazo y, desde entonces, supe que podría contar con su cariño y su confianza.
Cuando en junio de 1997 Sepúlveda presentó en Madrid su libro Desencuentros, me comentó en la conversación que sostuvimos entonces que tras obras como Un viejo que leía novelas de amor o Patagonia Express daba una vuelta de tuerca a su trabajo narrativo e incursionaba en el género del relato para reivindicar la mezcla de estilos que hacen fecunda la escritura, aunque sus personajes eran, como siempre, marginales, situados al borde del abismo artístico y vital. “Estas son historias de personajes acosados por el miedo, por los propios fantasmas que cada uno arrastra; personajes que están, con aparente naturalidad, moviéndose en el filo de la navaja y a los que se les tuerce el destino y la vida», dijo.
A propósito del género que abordaba en ese nuevo libro, Sepúlveda expresó que los relatos eran el género “donde me siento más a gusto”. Fundamentalmente porque era a través del relato donde para él se demostraba el oficio de escritor. “Es cuando se consiguen solucionar los problemas de presentar una historia en un bloque unitario”, subrayó, “sin el recurso de la división y el salto de los tiempos, cuando realmente se crea un solo universo”.
Desencuentros era una reunión de narraciones inéditas y otras que el autor había publicado con anterioridad en revistas y en alguno de los ocho libros publicados antes del éxito mundial de su novela Un viejo que leía novelas de amor, prácticamente inencontrables, y con los que editaría más volúmenes de cuentos en el futuro.
“Lo he publicado”, argumentó, “porque consideré que era una forma de acercarme a los lectores, y para demostrar que hay otra escritura en mi obra además de la novela y los libros de viajes. Los relatos se han ido reuniendo y ha llegado el momento en que sentí que era imperioso ordenar todo eso, algo que fue sumamente difícil”.
Sepúlveda recomponía su enorme figura de oso sobre el asiento de la cafetería donde charlábamos y reflexionaba con voz serena que los personajes de Desencuentros caían en «esa serie de trampas que va tendiendo la vida y que tuercen el destino original de las personas, que les inclinan a acercarse a la dicha, al placer, a la felicidad, a la justicia, sea lo que sea que tuvieran antes como meta. Algo ocurre, algo que se llama casualidad, destino, y que hace que un encuentro anhelado se transforme en ese desencuentro. En los relatos me detengo a observar cuáles son las actitudes y las respuestas de los personajes frente a esos desencuentros”.
—Estos cuentos dan la sensación de que la memoria del escritor realiza un recorrido a través de su propia biografía para plasmarse en un relato. ¿Es así?
—Sí, quizá una de mis constantes sea ésa: el ejercicio de la memoria, su recuperación como una forma de impedir que se agote. Traer las cosas del pasado y mostrarlas con esa perspectiva que da el presente. Los distintos personajes de los relatos piensan en paisajes diferentes, las atmósferas que se construyen se parecen mucho a las tuyas. Pertenecen a mi itinerario, sí, y a mi fascinación por escribir acerca de los únicos personajes que me interesan: los personajes marginales, todos aquellos que pertenecen a algún grado de marginalidad. El tipo que está pegado a la muralla y que está muerto de miedo porque un auto se ha detenido y está en la atroz marginalidad de la clandestinidad, el pintor que va de la mano de una mujer a ver si es capaz de volver a pintar y que pertenece a la horrible marginalidad del artista; ellos son necesariamente seres marginales. Todos los personajes lo son, pero reaccionan y ven las cosas de una manera diferente.
—¿Qué ocurre con el lenguaje cuando escribes una historia, cuando el oído te dicta formas de hablar de diferentes sitios, cuando ese lenguaje pasa a la narración, a la escritura, cómo lo abordas?
—A veces se transforma en un problema. Como la fascinación oral es enorme cuando uno llega a un lugar, en mi caso intento rápidamente asumir la forma de hablar de las personas de ahí. Soy muy feliz cuando estoy en México y puedo hablar con naturalidad como un mexicano o un colombiano, hasta conseguir que la gente deje de preguntarme de dónde soy y me empiecen a ver como alguien que habla un poco raro, pero que es de ahí. Sin embargo, a la hora de la palabra escrita viene la selección rigurosa. A mí no me gustaría entrar en eso tan espantoso que se llama «las literaturas nacionales», escritas solamente en un registro, y si algo valoro de esto de andar por ahí, de ser un tipo itinerante, es que me he llenado de vocablos, de giros, de palabras que a la hora de escribir voy depurando, eligiendo las que más se acomodan o son más armónicas a la historia que quiero contar.
—¿Esos lenguajes te dan riqueza para retratar a los personajes, respetando los propios registros de cada uno cuando es de un lugar o de otro?
—Indudablemente. Yo respeto el registro local de los personajes, pero a la hora de establecer el punto de vista del narrador utilizo el registro amplio que le otorga el idioma español con todas sus variantes.
—En Desencuentros hay claros homenajes a Julio Cortázar, maestro del género. ¿Es así?
—Es una observación cierta. Indudablemente el escritor de cuentos que yo más admiro es Cortázar. Algunos de mis cuentos están llenos de guiños cortazarianos, porque me parece mal no reconocer la admiración que siento por quien es un padre del género. En el libro me permito jugar, por ejemplo, con dos personajes de Cortázar, que son Polanco y Calac. Esos homenajes me parecen una forma de honestidad literaria.
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Sepúlveda señaló aquel día que desde hacía tres lustros escribía poesía “para expresar todo aquello que no he conseguido expresar con la prosa. La voy reuniendo y pienso publicarla. Hace siete años encontré que la poesía era la mejor forma de hacer un registro de mí mismo e ir comprobando si la forma de ver las cosas ha cambiado en mí, sin que me haya dado cuenta; si mi grado de sorprenderme frente a los sucesos, cualesquiera que sean, el amor, el dolor, en fin, es diferente de aquél de años atrás. Creo que es imposible dedicarte a la literatura si no eres un gran lector de poesía. Es fundamental leer poesía de la misma manera que es imposible escribir una novela si no la piensas como un poema”.
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—¿Los géneros se van haciendo a sí mismos gracias a la mezcla entre ellos?
—Los géneros tienen necesariamente que irse mezclando. Si uno quiere hacer una separación abrupta de los tiempos en que estás contando una novela, yo creo que es un recurso muy eficaz pensar un capítulo enteramente con una estructura de poema, y dejarlo lleno de las incógnitas interpretativas del poema. Tirar una larga lista de metáforas que permiten aflorar lo que uno ha retenido en la memoria, ya sea de la escritura o de la lectura, es un curioso ejercicio de saltos adelante o atrás para ver si se han comprendido bien los motivos de los personajes. Cuando se está escribiendo una novela y se quiere cambiar violentamente de época, de tiempo narrativo, puedes hacer un capítulo enteramente redondo y completo con la estructura de un cuento, lo que te permite ese formidable efecto del que hablaba Bertolt Brecht, ese efecto de distanciamiento, pero sin salir.
—¿Cuándo sabes que una historia será un cuento, un relato, y cuándo una novela, una narración de largo aliento?
—La historia es la que determina la longitud exacta con que quiere ser contada. Cuando uno siente que está forzando el meter palabras es cuando el cuento se va al carajo, no va a funcionar. El cuento es un vaciarse muy rápidamente de un arranque de fabulación que está muy bien establecido y quiere ser contado. Cuando empiezas, desde el punto de vista racional de la literatura, a proponer tú como autor, como escritor, una posible variante para aquella historia, es cuando no te funciona, cuando se va al infierno. El cuento sale o no sale. Se dice, y yo creo que es así, que la mejor prueba a la cual se puede someter para saber si alguien es escritor o no, es escribir cuentos.
—¿El aliento es como montar en un caballo y cabalgar?
—Es una buena comparación, porque uno no puede forzar a un caballo a que corra más de lo necesario: va a parar o va a reventar ese caballo. De la misma manera, el aliento narrativo viene cuando esa fuerza que te obliga a fabular te dice que llegó el momento de ponerle la palabra escrita, y su freno está determinado por la historia misma. Creo que el aliento está determinado por la intensidad de la historia.
Las historias no se acaban, me dijo Sepúlveda, «están ahí esperando el momento de toparse con uno. Hay una mecánica muy curiosa: cuando se escribe una novela, más o menos a la mitad de ella sabes cuál va a ser la siguiente, porque te asaltan un cúmulo de ideas que uno sabe que no van en lo que se está escribiendo. Y uno se pregunta de dónde vienen y por qué. Y entonces germina la posibilidad de una nueva historia”.
—¿Y qué sucede con todas esas historias nefastas de la actualidad social y política? ¿Cuál crees que debe ser su destino?
—Hay que contarlas. Y a través de la literatura hay una clave muy importante, que es el humor, para denunciar la irracionalidad del mundo actual, contar las cosas de tal manera que el propio ser humano llegue a avergonzarse de sí mismo.
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En el año 2009, Lucho obtuvo el Premio Primavera de Novela por su obra La sombra de lo que fuimos, con la que después de cinco años regresaba triunfalmente al género de la novela. Nos habíamos visto en diversas ocasiones, con motivo de entrevistas, fiestas y ferias del libro, presentaciones de libros de amigos comunes y casualidades, pero aquella mañana en que nos encontramos en Madrid para conversar sobre su libro, él estaba feliz, porque la obra con la que había obtenido el galardón era un claro homenaje a un pasado con el que, desde hacía mucho tiempo, tenía ganas de reencontrarse. Y lo había hecho mediante el humor. Así que echamos la vista atrás, a sus orígenes como escritor y a los motivos más importantes de su labor literaria, dejando un retrato fiel de sí mismo y un puñado de ideas que, hoy, son una especie de invaluable legado.
“La única función de la literatura”, comenzó diciendo, “es permitirte volver a la realidad mejor, más fuerte. Y en definitiva, la función de la literatura es sacar al lector de la realidad, porque cuando uno lee se evade, pero no de una manera irresponsable, porque cuando vuelves a la realidad tras la lectura, regresas mejor de lo que eras”.
Sepúlveda había leído a lo largo de su vida muchísimo. Y eso se comprobaba porque cada vez era mejor persona, más afable, más tranquilo y reposado, algo que contrastaba con su corpulencia y su mirada afilada; aunque su risa, como siempre, estallaba como el estruendo de un relámpago, franca, abierta, luminosa, y le devolvía toda su ternura.
Tras una intensa juventud en la que había sido líder del movimiento estudiantil chileno en 1968 y activista radical hasta la caída del Gobierno de Salvador Allende en 1973, cuando fue encarcelado durante dos años, Sepúlveda había logrado escapar de la represión pinochetista para vivir en la clandestinidad, hasta que fue apresado de nuevo y sentenciado de por vida por “traición y subversión” y, finalmente, condenado al exilio, condición que le llevó a vivir en Argentina, Brasil, Paraguay y Ecuador, donde trabajó ayudando a las comunidades indígenas.
En 1979, su vena rebelde lo había empujado a unirse a la Brigada Internacional Simón Bolívar, que luchó en Nicaragua hasta el triunfo del Sandinismo. Entonces, había comenzado a trabajar como reportero y posteriormente se trasladó a Hamburgo, donde se hizo miembro de Greenpeace, organización en la que militó durante varios años hasta que el éxito de su primera novela, El viejo que leía novelas de amor (Premio Tigre Juan 1988), le abrió la posibilidad de dedicarse con fervor y máxima concentración a una de sus grandes pasiones: la literatura.
Gracias a ello, Lucho pudo entregar a sus lectores, auténtica legión en todo el mundo, obras como Patagonia Express, Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, Historias marginales, Moleskine, apuntes y reflexiones o La lámpara de Aladino, las cuales fueron traducidas a más de cuarenta idiomas.
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—Yo quiero dar con mis libros lo que otros libros me dan a mí: esa tremenda satisfacción de leer una historia que te gustó; el hecho de cerrar un libro con una sonrisa de oreja a oreja y decir: «¡Qué buena historia!». Y recomendársela a otra persona.
—En La sombra de lo que fuimos remites al lector a una época y unos personajes con un pasado cargado de ideales que la realidad ha ido mutilando, pero no eliminando, porque la fuerza de esta obra radica en que esos ideales son arrojados de nuevo al presente y se proyectan al futuro. ¿Es un libro de ilusiones perdidas y reencontradas?
—Esta novela nace de una anécdota: hace cuatro años en Chile nos reunimos un grupo de amigos, ex compañeros que del 68 al 73 habíamos sido militantes comunistas o socialistas, y habíamos tenido una participación en las responsabilidades que significaron los mil días del Gobierno de Salvador Allende. Todos habíamos conocido la cárcel, muchos el exilio, y casi todos teníamos un amigo muerto o un familiar desaparecido. Pero estábamos ahí comiendo un asado, felices de la vida, hablando de nuestros hijos y nietos, de la vida simplemente. Y de pronto empezaron a salir unas anécdotas que, conociéndonos muy bien, nunca habíamos escuchado unos de otros; anécdotas que no se contaban por pudor. Eran las anécdotas de las metidas de pata, de las cagadas que habíamos dejado, que también son parte de nuestro bagaje y de nuestra historia. Y a partir de ese momento pensé que tenía que escribir una novela en la que contase un día en la vida de cuatro tipos que se juntan para hacer algo, que se juntan en un espacio que es doble: el de la memoria social colectiva, donde se muestra qué fue realmente la historia de Chile, qué de basura hay en esa historia, qué no se conoce y qué hechos se quedaron tapados; y el de la memoria de los personajes, de su vida real, donde nos comportamos tal como somos, un espacio de amor y humor, mediante los cuales se cuentan los años que han pasado. Así que se trataba de hacer un viaje por la memoria que concluye con la determinación de los personajes de jugársela por una última aventura, porque esencialmente no han cambiado y siguen siendo iguales.
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Porque en resumidas cuentas, aseguraba Sepúlveda, “la vida está llena de desafíos y los viejos desafíos del pasado no han desaparecido y están en el presente”.
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—¿Ésa es la proyección que quieres dar en esta obra hacia el futuro?
—Es la proyección que mis personajes tienen. Sí.
—Son la sombra de lo que fueron, pero su sombra se proyecta alargándose…
—Exactamente. Los ideales se transmiten, se heredan, aunque estén modificados. Cuando yo veo a un chico hoy en día con el pelo como un punki, iracundo, caminando por la calle, y se abre la chaqueta de cuero y lleva la imagen del Che debajo y va furioso reclamando por sus pequeños derechos, digo: «Ahí voy yo cuando tenía 14 años». Y me pongo a su lado.
—En ese sentido, ¿cómo aprecias los movimientos antiglobalización?
—Se ha ido generado una izquierda muy inteligente a partir de los Foros Sociales. Cuando se hizo el primer Foro Social en Porto Alegre yo fui, y la verdad es que no pensé que iba a ser tan grande. Pero cuando vi una ciudad entera convertida en asamblea donde se discutía de todo, desde los grandes temas de la ecología, las grandes propuestas alternativas a la economía neoliberal, los pueblos indígenas, el problema de la mujer, la igualdad de sexos, los derechos de los homosexuales, etc., y se discutía desde una perspectiva amplia y generosa, progresista, pensé que ahí estaba nuestro futuro. Porque en las Conclusiones se hizo el material teórico de la izquierda del siglo XXI, que se trasladó a Europa, donde el movimiento ciudadano Attack empezaba a proponer que las grandes inversiones también pagaran un impuesto, porque son especulativas. Y tenían razón, porque con la actual crisis se demostró que si los Estados hubiesen tomado la precaución de retener parte del dinero de esas grandes inversiones especulativas, no estarían en la necesidad hoy día de soltarle dinero a los bancos. Así que hay un discurso de izquierda nuevo y muy interesante, que no es el de la vieja izquierda dogmática y autoritaria, sino una izquierda profundamente democrática que tiene un discurso que empieza a manifestarse en los gobiernos latinoamericanos.
—¿De qué forma entiendes el equilibrio político de América Latina?
—Es el equilibrio desequilibrado. Es cierto que los más perjudicados por la cercanía con Estados Unidos son los mexicanos. Pero mientras los yanquis se preocuparon de cometer atrocidades en otros continentes, ya que los ocho años de la administración Bush olvidaron América Latina, en esta región florecieron las democracias. En Chile los gobiernos de la concertación, esa curiosa mezcla socialista / demócrata cristiana que culmina con el gobierno de Michelle Bachelet, han empezado a hacer una política realmente de izquierda. En Argentina, el gobierno de Cristina Fernández ha tratado de mantener un poco el perfil del presidente Kirchner que se caracterizó por comenzar a pensar en una Argentina basada en sus propios recursos. Luego vino un gobierno de izquierda dura en Uruguay con Tabaré Vázquez. Después está un país casi olvidado como Paraguay, donde ganó las elecciones el ex sacerdote Lugo, un hombre con un discurso sustentado en la Teología de la Liberación, un discurso de izquierda muy interesante en un país en donde el 2 por ciento de la población es dueña del 98 por ciento de la tierra. El caso del presidente Lula da Silva en Brasil, que desde un punto de vista muy centrado empezó a plantear una especie de liderazgo latinoamericano para ser interlocutores con los norteamericanos pero de igual a igual. El caso del presidente Correa en Ecuador, que es el único que llega por fin a una nación en donde el 80 por ciento de la población es indígena con una propuesta sensata tratando particularidad por particularidad, realidad cultural por realidad cultural en su mapa geográfico. En El Salvador llegó por fin un gobierno de izquierda representado por un heredero del Frente Farabundo Martí, pero que ha entendido las claves de la política del siglo XXI y se enfrentó a dos enemigos terribles: el pasado inmediato del país y el de sus propios compañeros del Frente Farabundo Martí, algunos de ellos que eran simplemente soldados que se negaban rotundamente a participar en la vida política. Luego está el caso de Venezuela con Chávez y el de Bolivia con Evo Morales, que eran los dos discursos políticamente más débiles del continente. Chávez, que tiene la sartén por el mango con el petróleo, por su propia inconsistencia política no avanza y Venezuela sigue siendo un país con una desigualdad social muy fuerte. Y en el caso de Evo Morales, aunque tiene razón y su gobierno es legítimo, no ha entendido ciertas lecciones de la historia, sobre todo el hacer alianzas fuertes y el hecho de que la política es el arte de lo posible y no de lo imposible. Y está Cuba, en donde sólo los cubanos tendrán que resolver sus problemas sin injerencia extranjera, aunque deje perplejo el alejamiento no alejamiento de Fidel, quien tiene su lugar en la historia pero que debía haber terminado dignamente.
—Tú has sido y eras un autor amante del género negro. ¿Cómo entiendes el fenómeno mexicano del narco?
—En México parece que hay una guerra en la que intervienen tres factores. Uno: la intromisión estadounidense en Colombia a través del Plan Colombia logró no frenar el tráfico de droga sino hacerlo más caro, encarecer la cocaína, de ahí que la mayoría del capital de los cárteles se trasladaran a México, donde el transporte es más fácil y la frontera mexicano-estadounidense es tan grande que es permeable por muchos lugares, y en el que México es un país tan grande que es posible establecer diversas bases de producción de cocaína; dos: está evidentemente el poder corruptor que tiene el dinero de la droga, en un país donde la policía ha sido tradicionalmente corrupta por una razón muy simple: la policía ha estado dominada por los caudillos, y éstos siempre han sabido que el policía sumiso y fiel es el policía mal pagado, al cual le pagas con pequeños favores o le permites realizar pequeñas fechorías cerrando los ojos, que fue el esquema de funcionamiento del sistema policial mexicano, y que no ha cambiado por más que se impulsen planes de policías lectores; y tres: mientras exista un mercado comprador de droga que se llama Estados Unidos y también Europa (España está en el segundo lugar de países consumidores de cocaína en el mundo), la producción estará muy incentivada. Luego viene la sombra: hasta qué punto es permeable la DEA los mismos norteamericanos se lo preguntan, porque de todos los grandes escándalos, cuando sorprenden a los jefes de los cárteles, siempre hay involucrado algún tipo de la DEA. Y hasta qué punto han sido capaces de comprar a sectores de la clase política mexicana. El poder del narcotráfico es enorme.
—¿Legalizar la droga sería un paso importante para acabar con el crimen del narco?
—El primer paso para terminar con el narcotráfico, no con la droga, sería que un gobierno diera un paso tan audaz que legalizara la producción de cocaína y la colocara en un mercado legal internacional. El problema es que ningún país se atrevería a dar ese paso sin Estados Unidos, un país con una mentalidad puritana que viola las leyes de manera clandestina, pero que mientras exista con esa mentalidad no lo va a permitir. Y el problema es que quienes están pagando el precio de todo ello son los mexicanos de a pie.
—Volviendo al terreno estrictamente literario, ¿por qué la estructura de un solo día en La sombra de lo que fuimos?
—Quería que la novela tuviera un ritmo muy ágil, porque lo que van a hacer los personajes, como se revela al final de la novela, no permite mayores dilaciones: es ese día preciso. Por otro lado, cuando empecé a escribir sentí que si no le daba un tono de lucha contra reloj a lo que estaba escribiendo, no iba a ser capaz de contar esa historia, que es también una lucha a contra reloj.
—También las palabras están muy medidas, hay una gran economía y belleza de lenguaje.
—En todos mis libros me gusta ser muy conciso, y en este libro me esmeré más para que esa concisión brillara, porque no me gusta que sobren palabras, que sobren páginas, porque lo que sobra es superfluo. Me gusta ir al grano, y en este libro traté de hacerlo. Es mi obsesión por ser inequívoco en lo que escribo. Y para ello está nuestro idioma, que tiene un tesoro de palabras hermosas. En eso los que escribimos en español somos privilegiados.
—¿Cuál fue el trabajo del trazo de personajes? ¿Los tomaste directamente de la realidad y el recuerdo o son inventados?
—Tomé algunas referencias de algunos amigos para recrear personajes de ficción, haciendo una reconstrucción de pedacitos de vida real. Pero el resto es ficción.
—¿Sienten nostalgia los personajes?
—Sienten nostalgia, pero no melancolía; no están felices de estar tristes. Sienten una nostalgia sana, orgullosa. Hicieron algo, se atrevieron. Y ahí están, con dignidad, recordando esa sombra de lo que fueron y diciendo: «Nos la jugamos de nuevo».
—¿Que representa para ti este premio ganado con esta novela?
—Está bien, tiene prestigio y difusión. Pero nada más. Una raya más o una raya menos no cambia la piel del tigre.
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