Tan rápido como sacar el móvil, abrir Google Maps y tender la mano al diminuto monigote amarillo. Eso es lo que tardamos en obtener una vista a pie de calle de cómo luce el Parque Nacional Quttinirpaaq, las Islas Midway o Navarredonda de la Rinconada. En un mundo en el que es posible mostrar lo que comemos en directo desde Tailandia, leer blogs mochileros en decenas de idiomas o reservar —incluso con horas de antelación— casas de huéspedes ubicadas en el más recóndito de los parajes, ¿qué espacio queda para la aventura? No parece arriesgado afirmar, como ya hizo Claude Lévi-Strauss (1908-2009) hace más de medio siglo, que el viaje ha muerto. Y, sin embargo, todavía hoy, pocas emociones se igualan a cerrar la guía turística y apagar la cámara, a tratar de entablar un diálogo con los locales, a caminar por un bosque de hayas centenarias o perdernos en las callejuelas de la megalópolis en busca de una luz diferente, única, propia, nuestra.
Igual que Jun’ichirō Tanizaki (1886-1965) entendía la sombra como el claroscuro nacido de la convivencia entre una luz pálida y una penumbra suave —y la prefería a la claridad aséptica que nos obsesiona en Occidente—, el viaje para Almarcegui es todo lo contrario a una experiencia «pura»: se anticipa en nuestra imaginación antes de llegar y se construye con lo que vemos in situ, pero también con lo que sentimos en la piel y lo que nos evoca en el recuerdo, y se completa con la memoria que elaboramos tras la vuelta.
La autora reflexiona acerca de los orígenes de la artesanía, el sincretismo religioso o la importancia de la caligrafía en Japón, al tiempo que homenajea al sagrado triunvirato del cine clásico nipón —Kurosawa, Ozu y Mizoguchi—, hace sitio a la correspondencia entre el nobel Kawabata y su malogrado discípulo Yukio Mishima, busca la lápida del propio Tanizaki, sigue el peregrinaje de Bashō, maestro inmortal del haiku, encuentra bellos paralelismos entre el aquí y el allí —por ejemplo, el Arcipreste de Hita y su homólogo, el bonzo Kenko Yoshida— o recupera a las grandes escritoras del período Heian, Sei Shōnagon y Murasaki Shikibu; la mujer tiene un papel destacado como sujeto que crea, que siente y reclama su independencia, clave —todavía a estas alturas— para actividades tan básicas como viajar sola sin jugarse la vida. Y es que Almarcegui no elude la cara oscura de sol rojo: la tensa relación con China y Corea, la pérdida de importancia global, la tentación del nacionalismo, el inexorable envejecimiento de la población, la lucrativa industria del sexo, el consumismo desaforado o la brutal brecha de género hacen su aparición en forma de anécdotas y noticias que sirven de perfecto contrapunto a la cultura del esfuerzo y la belleza.
Pero quizás lo más valioso de estas páginas es que en ellas se percibe verdad; porque no hay mayor lección de verdad que retratar la enfermedad de una madre, constatar que el mono no aware —o sensibilidad ante lo efímero— puede seguir a la lectura de la carta de un amigo o que los acantilados de Menorca se parecen a las rocas de un jardín zen más de lo que pensamos. Y es que Almarcegui me lleva al convencimiento de que la mejor literatura de viajes es la antítesis de las guías turísticas: opera por contraste, deja sitio a la imaginación, y no se erige en registro psicopático de pasos, monumentos y poses a imitar para la autofoto. Es más, otro maestro de la travesía, el desaparecido Javier Reverte (1944-2020), mencionó en una de sus últimas entrevistas que los buenos viajes, como los buenos libros, son los que te cambian.
En esa misma entrevista, Reverte revelaba que los libros de viajes siempre parten de una emoción. Quizás por eso, y porque, como afirma Almarcegui, Japón es una sensibilidad, Levi-Strauss se equivocaba. Mientras sepamos mirar, el viaje estará más vivo que nunca. Por eso, si no ha estado en Japón, querrá estar. Y si ha estado, querrá volver —y llevarse este libro consigo.
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Autora: Patricia Almarcegui. Título: Cuadernos perdidos de Japón. Editorial: Candaya. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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