Mac y su contratiempo es la nueva novela del escritor Enrique Vila-Matas. Esta es la historia de Mac, que acaba de perder su trabajo y pasea a diario por El Coyote, el barrio barcelonés donde vive. Está obsesionado con su vecino, un famoso y reconocido escritor, y se siente molesto cada vez que éste lo ignora. Un día lo oye hablar con la librera sobre su ópera prima Walter y su contratiempo, un libro de juventud lleno de pasajes incongruentes, del que se acuerda vagamente, y Mac, que acaricia la idea de escribir, decide entonces modificar y mejorar este primer relato que su vecino preferiría dejar en el olvido.
Primeras páginas de Mac y su contratiempo de Enrique Vila-Matas
I
Me fascina el género de los libros póstumos, últimamente tan en boga, y estoy pensando en falsificar uno que pudiera parecer póstumo e inacabado cuando en realidad estaría por completo terminado. De morirme mientras lo escribo, se convertiría, eso sí, en un libro en verdad último e interrumpido, lo que arruinaría, entre otras cosas, la gran ilusión que tengo por falsificar. Pero un debutante ha de estar preparado para aceptarlo todo, y yo en verdad soy tan sólo un principiante. Mi nombre es Mac. Quizás porque debuto, lo mejor será que sea prudente y espere un tiempo antes de afrontar cualquier reto de las dimensiones de un falso libro póstumo. Dada mi condición de principiante en la escritura, mi prioridad no será construir inmediatamente ese libro último, o tramar cualquier otro tipo de falsificación, sino simplemente escribir todos los días, a ver qué pasa. Y así tal vez llegue un momento en el que, sintiéndome ya más preparado, me decida a ensayar ese libro falsamente interrumpido por muerte, desaparición o suicidio. De momento, me contento con escribir este diario que empiezo hoy, completamente aterrado, sin atreverme siquiera a mirarme al espejo, no fuera que viera mi cabeza hundida en el cuello de mi camisa.
Mi nombre es Mac, como he dicho. Y vivo aquí, en el barrio del Coyote. Estoy sentado en mi cuarto habitual, donde parece que haya estado siempre. Escucho música de Kate Bush y luego oiré a Bowie. Afuera, el verano se presenta temible, y Barcelona se prepara —lo anuncian los meteorólogos— para un aumento fuerte de las temperaturas.
Me llaman Mac por una famosa escena de My Darling Clementine, de John Ford. Mis padres vieron la pelí- cula al poco de nacer yo y les gustó mucho un momento en el que el sheriff Wyatt pregunta al viejo cantinero del saloon:
—Mac, ¿nunca has estado enamorado?
—No, yo he sido camarero toda mi vida.
La respuesta del viejo les encantó y desde entonces, desde un día de abril de finales de los cuarenta, soy Mac. Mac por aquí y Mac por allá.
Mac siempre, para todo el mundo. En los últimos tiempos, en más de una ocasión me han confundido con un Macintosh, el ordenador. Y cuando eso ha ocurrido, he reaccionado disfrutando como un loco, quizás porque pienso que es mejor ser conocido por Mac que por mi nombre verdadero, que a fin de cuentas es horroroso —una imposición tiránica de mi abuelo paterno—, y me niego siempre a pronunciarlo, más aún a escribirlo.
Todo lo que diga en este diario me lo diré a mí mismo, pues no habrá de leerlo nadie. Me recojo en este espacio privado en el que, entre otras cosas, busco comprobar que, como decía Natalie Sarraute, escribir es tratar de saber qué escribiríamos si escribiéramos. Es un diario secreto de iniciación, que ni siquiera sabe si está mandando señales de haber sido ya comenzado. Pero creo que sí, que ya estoy emitiendo signos de haber iniciado, a mis más de sesenta años de edad, un camino. Creo que he esperado demasiado la llegada de este momento para echarlo todo a perder ahora. El instante está llegando, si no ha llegado ya.
—Mac, Mac, Mac.
¿Quién habla?
Es la voz de un muerto que parece alojado en mi cabeza. Supongo que quiere recomendarme que no me precipite. Pero no por eso voy a frenar las expectativas de mi mente. No va a amedrentarme esa voz, de modo que sigo con lo mío. ¿Sabrá la voz que desde hace dos meses y siete días, desde que quebrara el negocio familiar de la construcción, me siento hundido, aunque al mismo tiempo inmensamente liberado, como si el cierre de todas las oficinas y la dura suspensión de pagos me hubieran ayudado a posicionarme en el mundo?
Tengo motivos para sentirme mejor que cuando me ganaba la vida como próspero constructor. Pero esa —llamémosla así— felicidad no es algo que esté precisamente deseando que perciban los demás. No me gusta ningún tipo de ostentación. En mí siempre ha habido una necesidad de pasar lo más inadvertido posible. Y de ahí mi tendencia, siempre que es posible, a ocultarme.
Esconderme, parapetarme en estas páginas, me va a permitir pasarlo muy bien, pero conste que si, por alguna causa, me descubrieran, no lo vería como una catástrofe. En cualquier caso, la opción elegida es que el diario sea secreto; me da mayor libertad para todo, para decir ahora, por ejemplo, que uno puede pasarse años y años considerándose escritor y seguramente nadie va a tomarse la molestia de ir a visitarle para decirle: desengáñate, no lo eres.
Ahora bien, si un día esa persona se decide a debutar y a poner toda la carne en el asador y a escribir por fin, lo que ese atrevido principiante notará enseguida, si es honesto consigo mismo, es que su actividad no tiene la menor relación con la grosera idea de considerarse escritor. Y es que, en realidad, lo quiero decir sin perder más tiempo, escribir es dejar de ser escritor.
Aunque en los próximos días voy a vender a un precio lamentable un piso que he logrado no perder después de mi ruina económica, me preocupa que acabe teniendo que depender plenamente del negocio que Carmen regenta, o pidiendo ayuda a mis hijos. ¿Quién me iba a decir que podía terminar a merced del taller de restauración de muebles de mi mujer cuando, hace tan sólo unas pocas semanas, era el propietario de un sólido tinglado inmobiliario? Acabar dependiendo de Carmen me preocupa, pero creo que, si me arruinara del todo, no estaría peor de lo que estuve el tiempo en que construí casas que me dieron oro y oro, pero también insatisfacciones y variadas neurosis.
Aunque los asuntos del mundo me llevaron pronto por derroteros inesperados y nunca he escrito nada con intención literaria hasta hoy, siempre he sido un apasionado de la lectura. Primero, lector de poesía; más tarde, de relatos, un aficionado a las formas breves. Adoro los cuentos. No simpatizo, en cambio, con las novelas porque son, como decía Barthes, una forma de muerte: convierten la vida en destino. Si un día escribiera una, me gustaría perderla como quien pierde una manzana al comprar varias en el colmado paquistaní de la esquina. Me gustaría perderla para demostrar que me importan un carajo las novelas y que prefiero otras formas literarias. Me marcó mucho un relato muy breve de Ana María Matute, donde se decía que el cuento tiene un viejo corazón de vagabundo y llega caminando a los pueblos y luego desaparece… Y concluía Matute: «El cuento se va, pero deja su huella».
A veces me digo que me salvé de un gran infortunio cuando, ya desde tan joven, se fue todo conjurando para que no tuviera ni un minuto para comprobar que escribir es dejar de escribir. Si hubiera dispuesto de ese tiempo libre, ahora quizás estaría podrido de talento literario, o bien simplemente destruido y acabado como escritor, pero, en cualquiera de los dos casos, incapacitado para disfrutar del maravilloso espíritu de principiante del que tanto me regocijo en este preciso —más que exacto— momento, instante perfecto, a las doce en punto de esta mañana del 29 de junio, justo cuando me dispongo a descorchar un Vega Sicilia del 66, digamos que sintiendo la alegría del que se sabe inédito y está celebrando el arranque de un diario de aprendizaje, de un diario secreto, y mira a su alrededor, en el silencio de la mañana, y percibe un aire débilmente luminoso, que tal vez esté sólo dentro de su cerebro.
[PUTHOROSCOPO]
Cuando de la tarde ya puede decirse que es noche, ligeramente tocado por el alcohol, me ha dado por buscar una edición española de 1970 de Poemas, de Samuel Beckett. El primer apartado del libro se titula Whoroscope, traducido al castellano como Puthoroscopo. Es un poema que medita sobre el tiempo y que fue escrito y publicado en 1930. Lo he entendido menos que la primera vez que lo leí, pero, por lo que sea, quizás por no haberlo entendido tanto, me ha gustado mucho más que entonces. Parece que hay que atribuir a Descartes —a su impostada voz— los cien versos de Beckett alrededor del paso de los días, de la disipación y de los huevos de gallina. Lo que más ha escapado a mi comprensión han sido las gallinas y sus huevos. Pero no entender nada de eso me lo ha hecho pasar en grande. Perfecto.
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Me pregunto por qué hoy, sabiéndome un sencillo debutante, me he agotado intentando en vano insertarle unos primeros párrafos impecables a este cuaderno. ¿Cuántas horas he tardado para tan enloquecido empeño? No sirve de excusa decir que me sobra tiempo, que soy un desocupado. El caso es que lo he escrito todo a lápiz en las hojas arrancadas del cuaderno, las he corregido luego con lentes de aumento, las he pasado a limpio en el ordenador, las he impreso y las he vuelto a leer y de nuevo las he vuelto a pensar, he corregido las copias —es el verdadero momento de la escritura—, y luego, tras haber trasladado lo reformado a mi PC, no he dejado rastro de lo escrito a mano y he dado por buenas finalmente mis notas del día, que han quedado bien ocultas en el enigmático interior del ordenador.
Me doy cuenta ahora de que he actuado como si no supiera que, a fin de cuentas, los párrafos perfectos no resisten al tiempo, porque son sólo lenguaje: los destruye la desatención de un linotipista, los diferentes usos, los cambios; la vida misma, por consiguiente.
Pero sólo eres un principiante, dice la voz, los dioses de la escritura aún pueden perdonarte los errores.
2
Ayer, el alegre y chiflado lector de toda la vida que hay en mí bajó los ojos hacia la mesa, hacia el pequeño rectángulo de madera situado en un recodo del despacho, y debutó.
Comencé mis ejercicios en el diario sin un plan previo, pero no desconociendo que en literatura uno no empieza por tener algo de lo que escribir y entonces escribe sobre ello, sino que el proceso de escribir propiamente dicho es el que permite al autor descubrir lo que quiere decir. Así comencé ayer, con la idea de sentirme siempre dispuesto a aprender sin prisa alguna y quizás un día alcanzar un estado de conocimiento que me permita abordar retos superiores. Así comencé ayer y así voy a continuar, dejándome llevar para ir descubriendo adónde me dirigen las palabras.
Viéndome sentado, tan modesto y mínimo, ante la pequeña pieza de madera que me construyó hace años Carmen en su taller —no para que escribiera, sino para que trabajara también en casa en mi boyante negocio—, he recordado que, en los libros, ciertos personajes mínimos y hasta bastante sencillos perduran a veces más que ciertos héroes espectaculares. Pienso en el gris y discreto Akaki Akákievich, el copista de El capote, de Gógol, un burócrata cuyo destino es ser, simple y llanamente, un «tipo insignificante». Akákievich cruza con brevedad por ese relato breve, pero se trata de uno de los personajes más vivos y mejor sostenidos de la literatura universal, quizás porque, en esa pieza corta, Gógol abandonó su sentido común y trabajó alegremente en el borde de su abismo privado.
Siempre me ha caído bien este Akaki Akákievich que, para protegerse del invierno de San Petersburgo, necesita un capote nuevo, pero, cuando lo consigue, nota que prosigue el frío, un frío universal, sin final. No se me escapa que este insignificante copista Akákievich apareció en el mundo, de la mano de Gógol, en 1842, y el dato me permite pensar que sus descendientes directos fueron todos esos personajes que aparecen a mediados del siglo XIX en la literatura, todos esos seres que vemos copiar en escuelas y oficinas, transcribir escrituras sin cesar bajo la pálida luz de un quinqué; copian textos maquinalmente y parecen capaces de repetir todo lo que en el mundo pueda quedar todavía por repetir. No expresan nunca nada personal, no intentan modificar. «No me desarrollo», creo recordar que dice uno de esos personajes. «No quiero cambios», decía otro.
Tampoco quiere cambios «el repitente» (más conocido en la escuela como «el 34»), un personaje de Mis documentos, de Alejandro Zambra. El 34 tiene el síndrome del repetidor. Es especialista en encallarse más de dos años en un curso, sin que esto constituya para él una adversidad, sino lo contrario. Ese repitente de Zambra es tan raro que ni siquiera es rencoroso, más bien es un joven sumamente relajado: «A veces lo veíamos hablando con profesores para nosotros desconocidos. Eran diálogos alegres […]. Le gustaba mantener relaciones cordiales con los profesores que lo habían reprobado».
El último día que vi a Ana Turner —que es una de las dependientas de La Súbita, la única y feliz librería del barrio del Coyote—, me contó que le envió un e-mail a su amigo Zambra para hablarle del 34 y recibió esta respuesta: «Parece que somos nosotros, los poetas y narradores, los repitentes. El poeta es un repetidor. Los que no han necesitado más que escribir un libro o ninguno para aprobar y pasar de curso no se hallan como nosotros todavía obligados a seguir intentándolo».
Ante Ana Turner todo en mí es sorpresa o admiración: ignoro cómo lo hace para comunicarse desde La Súbita con un escritor como Zambra, así como también me intriga averiguar cómo logra estar más atractiva cada día. Quedo impresionado cada vez que la veo. Trato de controlarme, pero siempre encuentro en Ana algún detalle nuevo —no necesariamente físico— que no me esperaba. Esa última tarde en que la vi, descubrí, a través de las palabras de Zambra —«parece que somos nosotros, los poetas y narradores, los repitentes»—, que Ana posiblemente era poeta. Escribo poemas, me confesó con humildad. Pero sólo son intentos, añadió. Y sus palabras parecieron enlazar con las de Zambra: «Todavía obligados a seguir intentándolo».
Al oírlas en boca de alguien como Ana pensé, primero, en la vida, que a veces es muy agradable, pero después me fui hacia otro lado más salvaje y pensé en la última fila de un aula colegial y en los castigados allí a repetir obsesivamente una línea doscientas veces, siempre con el objeto de que su caligrafía mejore.
Y pensé también en un novelista al que en un coloquio una dama le preguntó cuándo iba a dejar de escribir sobre gente que mataba mujeres. Y él respondió:
—Le aseguro que, en cuanto me salga bien, dejaré de hacerlo.
Esta misma mañana, al acordarme de los calígrafos repitentes de los que ahora escribo, he tenido por momentos la sensación de que entreveía al oscuro parásito de la repetición que se oculta en el centro de toda creación literaria. Un parásito que tiene la forma de esa gota gris solitaria que irremediablemente se halla en medio de toda lluvia o tempestad y a la vez en el centro mismo del universo, donde, como es sabido, se acometen, una y otra vez, de forma imperturbable, las mismas rutinas, siempre las mismas, pues todo se repite allí del modo más incesante y mortal.
[PUTHOROSCOPO 2]
Prosa al caer la tarde. He tomado las tres copas habituales a esta hora y he echado un vistazo al horóscopo de mi periódico favorito. Me he quedado atónito al leer esto en la casilla de mi signo: «La conjunción Mercurio-Sol en Aries indica intuiciones brillantes, que te llevarán a leer esta predicción y pensar que sólo va dirigida a ti mismo».
¡Puthoroscopo! La predicción parecía esta vez especialmente dirigida a mí, como si hubieran llegado a Peggy Day —pseudónimo de la responsable del horóscopo— las noticias del error que cometí la semana pasada cuando, delante de demasiada gente, comenté que al terminar el día solía leer el horóscopo de mi periódico preferido y, aun cuando lo que allí me vaticinaban no parecía nunca relacionado conmigo, al final, mi curtida experiencia de lector me llevaba a interpretar el texto y a lograr que lo que allí se decía encajara a la perfección con lo que me había ocurrido a lo largo de la jornada.
Bastaba con saber leer, dije en aquella ocasión, y hasta les hablé de los oráculos y sibilas de la Antigüedad y de que los delirios de éstos eran interpretados por los sacerdotes que por allí pululaban. Y es que el verdadero arte de aquellas sibilas estaba en la interpretación. El caso es que les hablé incluso de Lidia, aquella nativa de Cadaqués de la que Dalí comentó que poseía el cerebro paranoico más magnífico que había conocido nunca. Lidia vio fugazmente en 1904 a Eugenio d’Ors y quedó tan impresionada por él que, diez años después, en el casino del pueblo, interpretaba los artículos que D’Ors publicaba en un diario de Girona. Lidia los consideraba una respuesta a las cartas que ella le enviaba y que él jamás le contestaba.
Y también comenté que pensaba seguir interpretando oráculos hasta la muerte. El caso es que lo que en aquella reunión de amigos dije puede perfectamente haber llegado a Peggy Day, porque había gente que trabaja en su periódico. A ella no la veo desde hace cuarenta años y, todo sea dicho, me parece que es una falsa astróloga. Conocí a Peggy en mi juventud, en un verano en S’Agaró, cuando se llamaba Juanita Lopesbaño, y sospecho que no guarda buen recuerdo de mí.
Uno es modesto toda la vida y, un día, sin pensarlo demasiado, se jacta de saber interpretar oráculos de periódico —un error increíble que irrumpe en medio de tantos años de discreción— y la vida se le complica de pronto, bien injustamente. La vida se complica hasta límites increíbles por un instante de vanidad en medio de una fiesta.
¿O es sólo mi atrición por aquel error la que me lleva ahora a toda esta paranoia de pensar que Peggy Day me lo tiene en cuenta?
Autor: Enrique Vila-Matas. Título: Mac y su contratiempo. Editorial: Seix Barral. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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