Y, desde luego, merece un respeto. Eso dice el Deuteronomio, y así lo entendió el argentino Jorge Fernández Díaz, que ha escrito con la historia de la suya un relato vibrante. Se titula Mamá, a secas, y Alfaguara lo reeditó hace unos meses. El misterio de este Mamá es que trasciende la peripecia vital del autor y de su querida madre para afectar a la humanidad entera, de modo especial a la españolidad doliente, tan aquejada de desmemoria. Porque si Jorge Fernández Díaz nació argentino (y, todo hay que decirlo, con nombre y apellidos de ministro del Interior de un gobierno de Mariano Rajoy, pero nada que ver, una curiosa casualidad nada más), lo hizo como hijo de españoles, o más bien argeñoles, como él mismo apunta, concretamente asturianos que, habiendo emigrado de adolescentes y por separado, se conocieron en la “próspera” Buenos Aires de los primeros cincuenta convertidos ya en adultos veinteañeros que los fines de semana acudían al Centro Asturiano a socializar, menear el esqueleto y paliar añoranzas al son de la gaita, la empanada y la sidrina.
Mamá, en fin, es la historia de un desarraigo dramático y de una dureza tan inimaginable como para dejar en sus protagonistas daños psicológicos de calado. El autor, de hecho, explica como se decidió a escribir esta historia cuando supo que la psiquiatra de su madre lloraba cuando esta última, en el curso de unas sesiones terapéuticas, le contaba su vida. “Si la historia de mamá es capaz de hacer llorar a una profesional con callo y que ya lleva escuchadas miles similares, es que su peripecia merece darse a conocer”. Y a ello se puso el pequeño de los dos hijos que habían tenido los asturianillos hacía ya cuarenta años. Ahora son casi sesenta. En 2002, la historia conmovió Argentina con veinte ediciones, que se dice pronto. Puesta al día, aparece en España diecisiete años después.
El primer problema al que se enfrentó el hombre, periodista de oficio, eso sí —aquí nadie cuenta nada sin horas de vuelo en la trastienda—, fue el de descubrir la manera de enfrentarse a una compleja historia-río con decenas de personas, o personajes, todos con peso específico y que daba, en puridad, para un culebrón con decenas de capítulos, desvíos, tramas paralelas y mil vericuetos enroscados entre sí. Doy fe de que lo resolvió agarrándose al alma de la historia, al cogollo del meollo, a la sangre y a las tripas del acontecimiento hasta concentrar una vida de idas y venidas en poco más de doscientas y pico páginas densas y deslumbrantes, esa es la palabra, sin dejarse vencer por épicas lacrimógenas ni emotividades de manual: centrándose única y exclusivamente en la búsqueda de la raíz de dos mujeres, su madre y su abuela, y de los fundamentos que las sostuvieron durante décadas de soledad inconsciente de serlo y que pasaron sin aspirinas ni paliativo alguno: a pelo. En la sequedad narrativa, despojada de artificios, meramente descriptiva, exactamente igual a como la madre protagonista debió hablar a la psiquiatra, radica la luminosidad verdadera que irradia esta historia mágica capaz de conmover a las piedras.
Carmina Díaz, la madre de Jorge Fernández Díaz, falleció recientemente, a finales de septiembre. Cabe agradecer a Jorge Fernández Díaz, escritor argentino, que no señor menistro español, que nos haya devuelto la memoria de un tiempo y unos ancestros recios como la madre que los parió, valientes a la fuerza y que se lo permitieron todo, bueno y malo, salvo llorar porque es inútil. Como dijo el poeta, “aquí se viene llorado de casa”. Y también “si hay que agarrarse a un clavo ardiendo, se agarra uno, cojones”.
Y en esas estamos. Mucha suerte a todos.
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