Luis Martín Santos (1924-1964) publicó su novela Tiempo de silencio en Seix-Barral, en 1962. En ese tiempo la iglesia de La Almudena aún no era catedral, y el Madrid de la novela era también otro Madrid. Aunque el origen de la iglesia data del siglo XIX, cuando Martín Santos escribe la novela se está terminando de levantar la fachada principal. La Almudena ha tenido en su historia todo tipo de avatares, el penúltimo las pinturas de Kiko Argüello. En estos días ha vuelto a estar en las noticias por la polémica de los restos de Franco. Pero si hoy queremos hablar de La Almudena no es por la iglesia sino porque forma parte de un episodio literario de una época, que es la que Luis Martín Santos refleja en esta novela, Tiempo de silencio, una obra que sobresalía del ambiente realista de las novelas de entonces y que planteaba algunas técnicas narrativas novedosas en la literatura española, como puede ser el monólogo interior. Sea como fuere, de mi lectura juvenil, que entonces me sorprendió por lo dura y a veces compleja lectura, quiero resaltar este largo párrafo sobre Madrid —y su entonces no catedral—, que comienza y termina con dos frases, que marco en negritas, a modo de titánico ejercicio literario en una exhaustiva oración subordinada:
“Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceañeras, tan globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan dotadas de tesoros —por otra parte—que puedan ser olvidados los no realizados a su tiempo, tan proyectadas sin pasión pero con concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de una auténtica nobleza, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y físico como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan abigarradas de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas no tenga nada de embriagador, tan insospechadamente en otro tiempo prepotentes sobre capitales extranjeras dotadas de dos catedrales y de varias colegiatas y de varios palacios encantados —un palacio encantado al menos para cada siglo—, tan incapaces para hablar su idioma con la recta entonación llana que le dan los pueblos situados hacia el norte a doscientos kilómetros de ella, tan sorprendidas por la llegada de un oro que puede convertirse en piedra, pero que tal vez se convierta en carrozas y troncos de caballos con gualdrapas doradas sobre fondo negro, tan carentes de una auténtica judería, tan llenas de hombres serios cuando son importantes y simpáticos cuando no son importantes, tan vueltas de espaldas a toda naturaleza —por lo menos hasta que en otro sitio se inventaron el tren eléctrico y la telesilla—, tan agitadas por tribunales eclesiásticos con relajación al brazo secular, tan poco visitadas por individuos auténticos de la raza nórdica, tan abundante de torpes teólogos y faltas de excelentes místicos, tan llenas de tonadilleras y de autores de comedias de costumbres, de comedias de enredo, de comedias de capa y espada, de comedias de café, de comedias de punto de honor, de comedias de linda tapada, de comedias de bajo coturno, de comedias de salón francés, de comedias del café no de comedia dell’arte, tan abufaradas de autobuses de dos pisos que echan humo cuanto más negro mejor sobre aceras donde va la gente con gabardina los días de sol frío, que no tienen catedral”.
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