Qué terrible debe ser perder la memoria. Cómo me aterra el alzheimer, ese ladrón del yo, ese discreto terrorista suicida neurológico que, aplicando una gota china letal, agujerea y hace trizas la íntima hoja de servicios de cada uno. “Yo soy yo y mi circunstancia –escribió Ortega–, y si no la salvo a ella, no me salvo yo”. Yo soy yo y mi memoria, poco más, y, en la burda pinacoteca de mis recuerdos, el Madrid enmascarillado, espléndido y alopécico que recorrí con Jeosm entre las 22:15 del viernes 22 de mayo y la 1:00 del sábado 23, tendrá una sala específica y destacada. Jamás olvidaré a ese travesti cachas sentado sobre un contenedor de basura volcado en la calle Fuencarral, ni a esa Plaza Mayor con complejo de páramo inerte, ni al empleado de limpieza instagrammer que, en una Puerta del Sol absolutamente vacía, se sometió a una exhaustiva sesión de selfis. Mi compadre fotógrafo y yo fuimos conscientes de que –en el mejor de los casos, claro– protagonizamos una batallita que no volveremos a repetir, de que cargaremos con el relato de esta experiencia hasta el final de nuestras vidas.
En caso de que alguna vez se me olvide, querido lector, haga el favor de reenviarme este artículo.
22:15, Plaza del Dos de Mayo. No hay rastro de botellón en torno al Monumento a Daoíz y Velarde. Tampoco terrazas: es el último viernes en el que la plaza permanecerá deforestada de mesas. Los bancos están más limpios que de costumbre. Nos deslumbra una luz blanca y parpadeante que parece que emite un código extraterrestre. Resulta ser la dinamo –¿hecha con plutonio?– de una bici. Tomamos la calle de san Andrés, giramos por Vicente Ferrer y nos detenemos frente al Ocean, mi parroquia etílica habitual. Me acuerdo de M., una manchega maravillosa a la que conocí ahí y con la que me doctoré en pardismo. En otra ocasión les contaré, supongo. Jeosm no ha cenado, descarta hacerlo en un kebab porque le da “culitis” (sic) y se enchufa unos tacos en El Kártel de Malasaña. Me invita a una Coronita. Siempre es mejor que una Cruzcampo.
23:00, Fuencarral. La calle no ofrece una postal de toque de queda, sino de noche madrileña en agosto. Los peatones comen helados y beben cerveza en yonkilatas. Nos cruzamos con una cuadrilla de gimnastas vigoréxicos y con un escuálido pelotón de ciclistas. La esquina de Fuencarral con Augusto Figueroa está custodiada por tres travestis. Permanecen inmóviles, como cariátides policromadas. Sobresale uno que ha hecho de un contenedor de basura su trono real. Se esconde en un portal en cuanto pasa un coche de la Policía Municipal; cuando la madera se aleja, vuelve a ocupar su dacha. A eso de las once y diez, la calle se manifiesta cuasi vacía. Llegando a Gran Vía, sólo se escucha a David Guetta desde la casa de un vecino que tiene la música a tope.
23:14, Gran Vía. A la altura de la Casa del Libro, unos municipales piden a unos ciclistas que vuelvan a sus casas. A falta de París, una pareja de adolescentes se besa ante el Primark. Una marquesina anuncia que el autobús que culmina su recorrido en la plaza de Cristo Rey llegará en 24 minutos. En Gran Vía esquina Concepción Arenal, un vagabundo barbudo, de unos cincuenta y muchos/sesenta y pocos, apila cartones y porta una bolsa grande y amarilla con a saber qué. Tengo la tentación de preguntarle, como aseguran algunos esnobs elitoides del mundo de la cultura, si considera que un libro es un bien de primera necesidad. Cierro los ojos e imagino la escena: me acerco a él, sonrío como si anunciara un dentífrico y disparo: “Disculpe, caballero: para usted, ¿qué es más necesario: una novela de Tolstói o un plato de arroz?”. Estoy convencido de que, de haberlo hecho, me hubiera soltado una más que merecida hostia.
23:38, Plaza de Oriente. La ciudad se anestesia a medida que pasan los minutos. Bajamos por la cuesta de Santo Domingo hasta Ópera, recorremos la calle de Felipe V y nos plantamos en una Plaza de Oriente sin rastro alguno de presencia humana. Resquebraja la dictadura del silencio el ruido de unos tiros de una película de Steven Seagal –o uno de estos– que está viendo un vecino con las ventanas abiertas. Una pareja de ánades reales, también llamados azulones, nada en la fuente del monumento a Felipe IV. Se nos acercan creyendo que les vamos a dar de comer. Pobreticos. Los murciélagos sacian su voracidad quiróptera participando en un banquete ampuloso de mosquitos y polillas en torno a las farolas que están frente al Palacio Real. Un guardia civil nos para, le contamos que estamos haciendo un reportaje, nos apresuramos a enseñarle la autorización laboral y nos dice que tranquilos, que no es necesario. Jeosm quiere fotografiar la calle Bailén por donde la Almudena y para allá que tiramos. Nos topamos con el enésimo coche de policía. Ni uno sólo se detiene ante nosotros. Los acontecimientos no invitan a la épica ni a la aventura. Nuestro reino no es de ese mundo –al menos, esta noche–.
23:52, Plaza Mayor. Caminamos por la calle Mayor y, como primos pobres, empezamos a poner pegas a los pisos palaciegos que nos vamos encontrando a lo largo del camino: que si limpiarlos tiene que ser un tostón, que si, en invierno, deben ser un congelador y hay que dejarse un pastizal en calefacción, que si uno no tiene mosquitera, etcétera. A la Plaza Mayor entramos por la calle de Ciudad Rodrigo, regateando cuatro bolardos como pezones de un rinoceronte prehistórico y escoltados por carteles pretéritos que anuncian bocadillos de calamares y frappuccinos. Los toldos de las terrazas, plegados, forman filas mirando al cielo. En caso de holocausto nuclear, el lugar no presentaría un aspecto muy diferente. Por no haber, no hay ni vagabundos. Echo de menos al tipo de la cabra que asustaba a los guiris.
00:07, Puerta del Sol. Contamos tres personas: una pareja haciendo juegos de manos y un empleado de limpieza que, junto a la estatua ecuestre de Carlos III, no para de sacarse fotos a sí mismo. Jeosm se encabrona porque pasan los minutos, el tipo no se aparta y éste estropea al fotógrafo el paisaje que quiere sacar. Es la primera vez que, a estas horas, veo la Puerta del Sol sin mariachis, sin skaters, sin jóvenes borrachos y sin relaciones públicas repartiendo flyers de discotecas y puticlubs. Me entristece la carcasa de este Madrid confinado, lobotomizado, castrado. En el Zara de Preciados, una pintura en el escaparate reza: “Gracias, Amancio”. Las tiendas quedaron congeladas en el tiempo. La Fnac de Callao promociona una semana dedicada a la cultura japonesa… del 22 al 29 de marzo.
00:25, Callao, Gran Vía de nuevo. Los cines anuncian un espectáculo del cómico Luis Piedrahíta y una mujer duerme utilizando un banco como colchón y una bolsa del corte inglés como almohada. Jeosm se pone en plan Albert Rivera y me dice: “¿Escuchas? No se oye nada”. Nos cruzamos con un par de ciclistas y nos revuelve las tripas la peste a meados que hay en Gran Vía esquina Víctor Hugo. El suelo es un campo minado de cucarachas del tamaño de lagartos. De Ava Gardner no queda ni rastro. Cerca de Alcalá, nos topamos con un escuadrón de repartidores de Glovo. Uno de ellos nos hace una peineta sin venir a cuento, el muy hijo de puta.
00:41, Cibeles. Arde la llama del monumento a las víctimas del coronavirus que el Ayuntamiento de Madrid ha instalado ante la fuente de la diosa frigia. A Cibeles no se viene ya a celebrar las copas de Europa conquistadas por el Real Madrid, sino a homenajear a los muertos por covid-19. Las banderas de la fuente ondean a media asta –algo que joderá sobremanera al alcalde de Valladolid–. Una flota de autobuses nocturnos sestea en el Paseo del Prado. Ante la Casa de América, tres agentes de seguridad hablan de la manifestación automovilística que, pocas horas después, celebrará Vox entre Atocha y Colón. Cuando nos marchamos, en mi cabeza suena el “A la sombra de un león” de Ana Belén y Sabina.
00:55, Puerta de Alcalá. Un lazo negro cubre el arco central del monumento. Jeosm realiza sus últimos disparos y abandonamos ese paisaje quebrado, inconcebible hace poco más de dos meses. Comentamos que, salvo rebrote o nueva epidemia –no sólo vírica: ambos creemos que vienen tiempos muy oscuros–, no volveremos a vivir una noche así. Que, porque tenemos salvoconducto –¡ojo al término!– zendiano, pero que, si no, estaríamos vulnerando, ni más ni menos, que un toque de queda. Nos despedimos en Cibeles, donde el marqués de Villaverde pilla un taxi rumbo a Mordor. Vuelvo a casa caminando. En mi MP3, Bunbury canta: “Todo es irreal y escurridizo. / La gente es como es / y no se hable más”.
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