El día 24 de febrero nos dejaba Juan Eduardo Zúñiga, premio nacional de las Letras Españolas, a los 101 años. Zenda le rindió entonces homenaje con un largo artículo de Santos Sanz Villanueva, y ahora es Eloy Tizón, del que recogemos un texto hermoso sobre “el más ruso de nuestros escritores”, en palabras de Luis Mateo Díez
A Juan Eduardo Zúñiga un día, siendo un adolescente, lo ha contado él mismo, se le apareció la literatura rusa igual que a otros se les aparece la cara de un ángel rubio en la cornisa y les susurra unas cuantas palabras al oído que cambiarán el curso de su destino. Ese encuentro decisivo entre un muchacho madrileño y el ángel ruso de la literatura le cautivó, le ha tenido enamorado y en vilo toda su vida con su mensaje secreto y ardiente, modificó su conciencia de adulto, le maniató a otras ciudades y al teclado de otros idiomas, le puso libros invisibles en las manos, bajo los párpados, todavía no escritos, solo para que él los deletrease.
Sostiene el teórico Jonathan Culler que “interpretar una obra es explicar la historia de una lectura”.[1]
Esta lectura en concreto arranca cuando Juan Eduardo Zúñiga tiene doce años y, según propia confesión, “vivía con mis padres en una casa alquilada de las afueras”. Allí alguien, un día, arrojó un folleto de propaganda de libros populares en el que se incluía un pequeño fragmento de novela de un autor desconocido para él, un tal Iván Turguéniev, que comenzaba con las palabras: “Tenía yo entonces doce años y vivía con mis padres en una casa alquilada de las afueras”.[2]
Momento imperial.
Nacido en 1919, Juan Eduardo Zúñiga no alcanzó a vivir la época de los duelos de honor que narran casi todas las grandes epopeyas del XIX, con sus testigos midiendo los pasos y sus chisteras en bosques de madrugada, perfumados de pólvora y sangre. Pero en su infancia sí oyó zumbar sobre su cabeza el avispero cainita de la Guerra Civil Española, el desplome de los bombardeos aéreos, el ladrido histérico de las sirenas, vio pasar de cerca o de lejos toda la caballería roja y azul de los uniformes, escupiendo infierno, que tal vez es la versión española y deficiente del duelo colectivo a la hora de resolver a tiros nuestras diferencias.
Este trauma histórico lo reflejó él más tarde, ya adulto, a través de un puñado de fábulas conmovedoras y exactas, fibrosas, que fue publicando aquí y allá a cuentagotas, sin apremios, de manera artesanal, lejos de todo escaparatismo, troqueladas con la magia sigilosa de su paciencia y su genio: El coral y las aguas, Largo noviembre de Madrid, Misterios de las noches y los días.
“Pasarán unos años y olvidaremos todo; se borrarán los embudos de las explosiones, se pavimentarán las calles levantadas, se alzarán casas que fueron destruidas. Cuanto vivimos, parecerá un sueño y nos extrañará los pocos recuerdos que guardamos; acaso las fatigas del hambre, el sordo tambor de los bombardeos, los parapetos de adoquines cerrando las calles solitarias…”.[3]
Que yo sepa, Zúñiga fue el primero, seguramente el mejor, en adelantarse y contar la Guerra Civil Española desde el territorio tembloroso de la literatura fantástica, al cual quizá pertenece. ¿Por qué no? Dado que ninguna guerra es lineal, ni realista, ni discursiva, sino alucinatoria y onírica, solo puede contarse a trallazos salteados, si es que se puede, desde la resaca lisérgica de un mal viaje como hicieron con las voces del Vietnam Michael Cimino en El cazador o Francis Ford Coppola en Apocalypse Now.
Juan Benet, por su parte, hizo algo parecido en su ciclo de Región, al zurcir historia y mito. Leyendo lo que estos dos juanes tan distintos, pero tan complementarios, escribieron sobre la Guerra Civil, casi todas las demás ficciones sobre este conflicto, salvo contadas excepciones, resultan inofensivas y como de felpa.
Contar la Guerra Civil como un cuento de fantasmas. Los cuentos de fantasmas como guerras civiles.
Interpretar una obra es, según Jonathan Culler, explicar la historia de una lectura. Zúñiga ha dicho la guerra, el miedo, la intolerable opresión, el dolor de los vencidos, pero también ha dejado dichos la ternura y la piel, el deseo de los cuerpos, el olor de una calle, el precio de una lámpara, y lo ha hecho a través de la exigencia ética y el dolor de una memoria que queda prendida como polvo de mariposa entre los dedos de un lector conmovido.
Su tono nada estridente, su sonido de cuerda, de instrumento de madera, de contrabajo, la bella musicalidad armónica desprendida de sus frases esponjosas que no limita el misterio, antes lo ensancha, otorgan a su escritura un envolvente halo de cotidianidad y sorpresa. Si en sus páginas sopla el viento, a veces, por descontado, no será nunca el huracán que devasta los cultivos, sino la brisa submarina que hace oscilar la posidonia.
Para el estudiante desnortado pero ávido de lecturas que en su adolescencia durante los años ochenta buscaba puntos de referencia y cartas de navegación con que orientarse, los cuentos de este escritor semioculto supusieron un hito y de los pocos que él consideró dignos de colocar en su estante de elegidos, al lado de los maestros latinoamericanos.
En ese tiempo uno ya sueña con escribir y busca sus libros futuros en los libros de los otros. Rastrea pistas. Copia e imita. Hurga, por así decir, en las papeleras ajenas. Detecta huellas de sus propios libros, los libros futuros que escribiremos más adelante, si hay suerte, en las páginas de los demás, para leernos anticipadamente a nosotros mismos.
La literatura es una cadena de entusiasmos. Se transmite por contagio de una generación a la siguiente. A veces se interrumpe durante algunos años, o décadas, y después, de manera misteriosa y guadianesca, reaparece. Es una cadena que no puede romperse. Zúñiga ha rememorado su propio deslumbramiento. Es un momento muy bello, fundacional y decisivo en la biografía de cualquier escritor, que todo lector, si lo es de verdad, conoce o reconoce. Señala un comienzo mítico: nuestro segundo nacimiento.
Zúñiga. Debajo de su chaleco de punto de hombre hogareño y barba republicana, discreto, sin duda cariñoso, que me abrió con toda generosidad las puertas de su domicilio de estancias alegres y luz centrifugada frente al parque del Retiro, cuando yo era joven e indocumentado (exactamente igual que lo hicieron Carmen Martín Gaite y Manuel Longares, otros maestros), ofreciéndome limonada y dedicatorias, sabios consejos y palmadas de aliento, debajo de ese chaleco latía en su pecho, obstinado, un corazón eslavo que marcaba las horas con su tictac cosaco, una melodía del tiempo acorde con la inmensidad sosa de las estepas, amores suicidas a bordo de trenes nevados o de trineos enfermos, orillas del Volga, el Don apacible, las almas muertas, la dama del perrito y Lara Zhivago.
Sin saberlo, o quizá sí, Zúñiga ha reproducido en sí mismo y en su obra el vértice espiritual de esos autores románticos que le precedieron y a quienes él tanto adoraba. Ahora es uno con ellos. Merece, como pocos, el título de maestro. Maestro de la concisión, del ritmo y de la elipsis. En el jardín de los cerezos brilla el samovar y una figura de anís se aleja hacia la sombra blanca de los estanques.
© Eloy Tizón publicó este texto en el libro Herido leve: Treinta años de memoria lectora, en la editorial Páginas de Espuma, 2019 (pp. 33-37).
[1] Jonathan Culler, Breve introducción a la teoría literaria. Trad. Gonzalo García. Barcelona, Crítica, 2010, p. 80.
[2] Juan Eduardo Zúñiga, El anillo de Pushkin: Lectura romántica de escritores y paisajes rusos. Barcelona, Bruguera, 1983, p. 15.
[3] Comienzo del cuento «Noviembre, la madre, 1936», que abre el volumen Largo noviembre de Madrid, Barcelona, Bruguera, 1982, p. 9.
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