Nació en mitad del trueno. Su patria se desangraba en una contienda civil que haría aflorar de nuevo lo peor del malhadado pueblo español. La guerra lo dejó sin padre. Su madre, casi analfabeta, hija de taberneros, con la ayuda sola de sus hermanos, se dejó lágrimas y juventud en almacenes de frutas, en huertos de limoneros para sacarlo adelante.
Era descarnado criarte sin padre. Dejarte jirones del alma, manteniendo tu dignidad ante las pullas y abusos de tus coetáneos, abrazados, sin que lo valoraran, por la protección de un padre. Era áspero ver llegar por las noches a tu madre derrengada por acarrear cajas de fruta, las manos llenas de heridas por las pinchas de los limoneros. Era crudo observar cómo tu tía y tu madre se jugaban la cárcel y una paliza si las pillaba la Guardia Civil, por ir a hacer estraperlo a las sierras de Jaén y traerse unas garrafas de aceite, con cuya venta ayudar a la economía familiar. Era severo ir a las vías del tren para recoger el carbón, que se les caía a los maquinistas al cargar la caldera de las locomotoras, con el que encender la hornilla en casa. Era inhumano querer trabajar como un adulto a los 8 años y que tu madre te dijera que tu trabajo era estudiar. Ya ayudabas al salir de la escuela y en los períodos de vacaciones. Era cruel sentirte un privilegiado yendo a aquella aula desvencijada, a clases pagadas con los sudores de los tuyos. Tu madre no quería que fueras un paria como ella. Tu única esperanza, los estudios.
A los 9 años comenzó el Bachillerato en el instituto de la capital. Se desplazaba todas las madrugadas a lomos de su Lola, la desvencijada bicicleta de su abuelo. Lloviera, helara o escampara. Vistiendo un traje remendado, heredado de su padrino, que le venía grande, con una cartera hecha por su tía de unos pantalones viejos. Con una magra tartera para aguantar hasta la noche. Defendiéndose de las chanzas de sus compañeros, que se mofaban de su rústico atavío. Haciéndose respetar a puñetazos en la mota del río, retando a los que se burlaban de él por ser de huerta y no tener padre. A trompazos se ganó su consideración.
Volvía a casa tras las clases, pero no podía descansar: había que llevar una cesta de viandas al Padrino, que trabajaba en una botica de un pueblo vecino. Llegaba a lomos de su Lola, tras atravesar el río, bien metiendo la bicicleta en la barca o pedaleando hasta la capital para cruzar por el puente más cercano, lo que le suponía casi 20 kilómetros entre ida y vuelta. Al oscurecer regresaba a casa, donde su madre le servía la única comida caliente del día: patatas fritas; a veces, muy pocas, con un huevo. Nunca jamás, confiesa, en los ya 82 años que huella esta tierra ha probado unas patatas que le supieran mejor. Conmovido, recuerda que con frecuencia su progenitora se quedaba sin cenar, aunque le mentía diciéndole que ya lo había hecho. Mataba el frío estudiando. Como un poseso. Su madre y sus tías zurcían la ropa que se pondría mañana.
Se agarró a los estudios como su única tabla, con la que él, náufrago entre los humildes, podía salir a flote. Tardes, fines de semana y vacaciones ayudaba como mancebo en la botica. Allí rondó a la que estaba destinada a ser la segunda Mujer de su vida. Tras su madre.
Su familia quería que estudiara Farmacia. Esta carrera no se impartía en la ciudad. Hubo de renunciar a sus sueños. Sacó adelante los estudios de Magisterio. Por su tenacidad, por su expediente, consiguió plaza directa. Se vio, así, como Maestro. El anhelo por el que su madre dejó su salud. Maestro Nacional.
Sus primeros destinos lo llevaron por las serranías de Alicante y Valencia. Su familia aún lo tuvo que ayudar. Le pagaban tarde y mal. Descubrió que estaba en este mundo para ser Maestro. Se entregó en cuerpo y alma: a sus alumnos, a sus familias.
Se casó a los 27 años, en una luminosa jornada de septiembre. A la semana subió a su mujer a la Bultaco, que había conseguido comprar a plazos, y partieron hacia el primer destino que le habían dado en propiedad: un caserío en las montañas alavesas, San Vicente de Arana. Tras dos días de viaje, el cura les hizo saber que la escuela estaba cerrada por falta de niños… Otros más de mil kilómetros de vuelta a casa.
Al año siguiente, lo mandaron a una aldea perdida en las estribaciones de la Sierra de Albacete, donde mocea el Segura: Peñarrubia. Para entonces ya le había nacido el primer hijo. A la Aldea se lo llevaron con 3 meses.
El pueblo más cercano caía a más de media hora, en una tortuosa carretera de curvas y contracurvas, a través de precipicios que hacían palidecer al más templado. El médico pasaba consulta una vez a la semana. El cura acudía sólo a la misa dominical y a los entierros. Era, pues, junto con la Maestra, que ocupaba la otra casa aledaña, la única “Autoridad” que vivía en aquella comunidad de poco más de 300 almas.
Apenas había un par de tiendas con lo imprescindible. Su mujer hubo de aviarse con gachas aguadas de maicena para completar la alimentación de sus hijos, una vez destetados. Lavaba pañales y ropas en el lavadero que había en Los Cuartos, a un kilómetro, con un agua prístina y gélida.
Él atendía a las criaturas desde los 8 hasta los 14 o más años, todas juntas. A los pequeños les daba clase en el aula contigua la Maestra.
Eran los tiempos en los que el rancio adagio de “pasas más hambre que un maestro de escuela” estaba en vigencia. Gracias a la solidaridad de sus vecinos, que un día le traían un puñado de patatas o un conejo que habían cazado, pudieron completar su escueta dieta. Fueron ellos también los que les enseñaron a buscar alimentación en las yerbas silvestres y animalillos de aquellos andurriales: a veces una liebre o unas truchas eran el sustento principal para toda una semana, y unas collejas hervidas o en tortilla apañaban la cena familiar.
A pesar de su insignificancia, la Aldea tenía cacique: un señorito que había sido alférez provisional y era dueño de tres cuartas partes de los terrenos. Gozaba de un poder omnímodo y enviaba a las parejas de guardias civiles, que paraban por su caserón, a ajustarles las cuentas a los aldeanos que habían osado cazar o coger esparto por sus montes. Palizas, broncas y amenazas eran pan del día para aquellos desheredados.
El Maestro, como nueva “autoridad”, se fue ganando con su hospitalidad a los guardias civiles. Su mujer siempre tenía un porrón de vino, un plato de olivas o una chulla de jamón para aquellos guardias que patrullaban esas carreteras a ninguna parte, que otrora fueron territorios de frontera entre los reinos árabes y cristianos, y son ásperas como sólo las fronteras saben serlo. Les hizo ver que aquellas gentes, duras como la dura tierra que los había amamantado, eran personas de bien. Que se dejaban los restos cogiendo esparto, hierbas aromáticas para hacer esencias o piedras para alimentar los hornos de cal con la única compañía de las rapaces y las cabras montesas. Que sólo buscaban el pan de sus hijos. Dio la cara por ellos. Se acabaron las palizas.
Los trataba como iguales. De usted. Hasta entonces los que tenían “poder” los llamaban siempre de tú. Con desprecio. Siguiendo una conseja que dijo haber leído en el Quijote, defendía ante sus alumnos que el «don» lo gana uno cuando obtiene el título de bachiller (citaba a don Sansón Carrasco), pero el «usted» es inherente a las personas mayores, sean de la condición que sean. Para dar ejemplo, de usted trataba a los padres de sus alumnos, y de usted obligaba a sus pupilos a tratar a los adultos.
Con ayuda de sus vecinos celebró la comunión de su hijo mayor en su aula. No olvidará aquel día: a la salida de misa, se le acercaron unas vecinas y le dijeron a su madre que estaba muy guapa. Le antepusieron a su nombre el “señora”. ¡Su madre, tratada de doña por aquellas pobres gentes! ¡Su madre, a la que tantas veces la habían llamado “nena” o “zagala” los clientes del ventorrillo familiar! Al fin alguien, en aquella Aldea perdida al pie de la Peñarrubia, descubría lo que en realidad era: toda una Señora.
Se volcó con sus alumnos, con las familias de éstos para conseguir que llegaran en la vida más lejos que sus padres y no tuvieran una existencia tan ardua. Hizo de juez en los pequeños pleitos vecinales, de taxista llevándolos al pueblo o a la capital a sus gestiones. Leía las cartas de sus hijos emigrados y les escribía sus contestaciones. Hubo de arrojarse al río para socorrer a un anciano pastor y recuperar unas ovejas descarriadas.
La caza, la pesca y la recolección de caracoles y hierbas del campo eran sus pasatiempos, junto a la partida en la taberna. A la vera de la escuela pusieron un teleclub con el único televisor de aquellos contornos. Lo encargaron del mismo. Con sus alumnos creó un jardín en el patio de la escuela, al que su esposa atendía con la ternura con la que sólo una mujer sabe hablar a una flor, ternura de la que su marido se contagió. Plantaron unos palos a modo de portería en el descampado y allí sacaba a sus zagales a desfogarse de las lecciones. Consiguió que un par de veces viniera un circo, tan miserable como aquellos lares, y una caravana de la Sección Femenina para llevar algo de cultura y distracción a aquellas gentes de pedernal, olvidadas por los de arriba. Logró que el mismo Gobernador visitara su Escuela, su Aldea.
Poco a poco la Aldea se fue quedando sin jóvenes. Sin niños. Benidorm se convirtió en su principal destino, hartos de intentar abrirse camino en aquellos riscales. Le cerraron su Escuela. Lo trasladaron al Pueblo. Ese mismo año moría Franco.
Allí estuvo 8 años más. Vaciándose por su trabajo, por su escuela pública. Creía en el viejo adagio mens sana in corpore sano. Se dio cuenta de que algunas alumnas, que vivían en pedanías distantes y no tenían dinero para pagar el transporte escolar, acudían corriendo a clases y llegaban antes que el autobús, siendo los últimos kilómetros de subida. En sus horas libres las entrenó en carreras a campo a través. Las llevó a campeonatos regionales, nacionales. Para muchos fue la primera vez que salían de la provincia.
Recuerda con sonrisa amarga cuando a la Escuela acudió un terrateniente. Había hecho fortuna con hatos de ovejas y con madera. Era abuelo de uno de sus alumnos, más negado para los estudios que el morueco de los rebaños familiares. Con delicadeza le hicieron saber al señorito que su nieto era algo torpe, que no tenía mucha inteligencia. El abuelo dio un golpe en la mesa. Por cuartos no iba a quedar. Iría a donde hiciera falta, a la capital incluso, a comprarle la inteligencia que necesitara.
Al final de curso, al ver que el zagal iba a repetir, lo sacaron del colegio. Se lo llevaron a uno religioso, de pago. Se ve que allí, y en la universidad privada en la que lo matricularon, sí pudieron comprar la inteligencia perdida. Prosperó tanto que ocupó un despacho en alguna área del gobierno autonómico del PP. Le cuentan que seguía igual de zoquete, pero ahora iba en BMW. Y de traje en las procesiones, acompañando a la de la mantilla.
Cuando los hijos del Maestro alcanzaron la edad de ir a la universidad, pidió traslado a la capital. Estuvo en varios colegios, algunos de barrios marginales. No se arredraba. Consiguió encauzar a aquellos muchachos apartándolos de las calles, si le era dado. Recuerda esa promoción en una escuela conflictiva, donde los Maestros consiguieron sacar dos ingenieros, un maestro y un profesor de familias que se movían rozando la pobreza.
Intentaba concienciar a sus chiquillos de que con esfuerzo, con tenacidad y gracias a los medios que la enseñanza pública ponía a su alcance, ellos podían abrirse un camino digno en la vida.
Lo eligieron Director en aquel colegio rodeado de viviendas de protección social. A diario había de pelearse con las familias marginadas para que llevaran a sus hijos a clase, para que cuidaran su higiene…
Renunció a pedir la jubilación anticipada. Sólo lo apartó de su trabajo un infarto. Se debatió entre la vida y la muerte 12 días en la UCI. Al mes de que le dieran el alta estaba de nuevo en su Escuela.
Lo que no pudo el infarto lo venció el cáncer. Su Mujer enfermó. Decidió pedir la jubilación para dedicarle a ella todas sus fuerzas. Para dar de su mano el postrer paseo.
Lleva 20 años jubilado. La vida aún le sigue dando regalos: aquellos exalumnos que le hicieron una encerrona en un bar y lo invitaron a cenar, a fin de agradecerle que hubiera encarrilado sus vidas. Sus hijos, que siguieron su estela y hoy trabajan como funcionarios.
No ha vuelto a su Aldea. Su primogénito le cuenta que la escuela ha sido desmantelada, que las casas de los maestros están en ruina… Demasiados mordiscos en el alma.
Trabajó más de 40 años. Fue con fiebre a clase. Les inculcó a sus hijos, a sus pupilos, honestidad, integridad y esfuerzo. Algo que hoy en día es despreciado por la sociedad en la que le ha tocado vivir. También, lo que lo llena de pesar, por las propias clases dirigentes. Sólo es dueño de un piso de protección oficial, con más de 40 años en sus cimientos, y de dos tahullas de naranjos y limoneros, donde puede cultivar su amor a la Tierra madre.
Sirvan estos folios como homenaje a mi Maestro, quien me enseñó a leer y a escribir, quien me inoculó el amor a la lectura, quien me reveló en mis últimos cursos de la EGB todo lo que sé de Lengua Española y de Ciencias Naturales. Mi Maestro, que en los 6 períodos que me tuvo a su cargo, entre mis 5 y 14 años, me formó más, en aquellas destartaladas aulas rurales, que muchos de los Doctores y Catedráticos, que me encontré en la Universidad, cuajados de ínfulas y birretes. Mi Maestro que, junto con alguno de los profesores de los que tuve la fortuna de ser discípulo en mi instituto serrano, sembró en mí el amor por esta desprestigiada e infravalorada profesión. Que con su ejemplo, su exigencia, su actitud y compromiso marcó mi camino, del que a veces me aparto por mis flaquezas, incapaz de emularlo en todo.
Sé, Maestro, que nunca le van a llegar estas líneas, que más de una vez me ha dicho que esto de la informática le ha pillado viejo y que a usted no le ordena ya nadie, ni mucho menos un ordenador. Aún peor: sé que si tuviera conocimiento previo de mi escrito, me prohibiría de forma tajante su publicación. Su decoro, su probidad, son enemigas de alharacas y panegíricos. Mil veces me ha dicho que su recompensa es el trabajo bien hecho, el que un alumno lo salude con afecto al cruzarse con usted.
Perdone que lo desobedezca una vez más, Maestro. Permítame que a través de usted homenajee a esos miles de Maestros anónimos que, por doquier, ennoblecen una profesión, tan poco valorada por la sociedad en su ceguera, inconsciente de que todas las profesiones futuras tienen su semilla en un Maestro. Todos hemos llegado a ser lo que somos porque en nuestra niñez o mocedad encontramos a un Maestro como usted.
Va por usted, Maestro.
Epílogo:
Este artículo fue publicado hace 7 años, cuando reencontré a mi Maestro en un bar que ambos frecuentábamos. Unos exalumnos suyos se habían puesto de acuerdo para prepararle una encerrona e invitarlo a cenar para agradecerle que encarrilara sus vidas. Eran gente de una barriada desfavorecida, a orillas de las vías, y abrirse camino en esos ambientes necesitaba de una sólida plataforma y un robusto ejemplo: asideros que les dio el Maestro, de quien ambos, con casi dos decenios de diferencia, fuimos discípulos.
Junto con mi Magister Raimundus, mi Maestro fue el pilar sobre el que asenté mi formación, quien me descubrió que mi camino era la enseñanza. Fue él quien me enseñó mis primeras letras, quien me hizo amar nuestra lengua y nuestra historia, quien me explicó por vez primera quién era el personaje histórico a quien le debo el nombre, instándome a emularlo en sus ansias de justicia y honestidad. Fue él quien con 9 años me animó a participar en un certamen literario provincial, en el que quedé entre los premiados, iniciando el camino de lo que quiera que sea hoy en el mundo de las letras.
Sus clases de lengua, usando los manuales de don Fernando Lázaro Carreter, me abrieron el amor por esta disciplina, encauzándome a ser filólogo. Lo de clásico se lo debo a Raimundo. Con mi Maestro cabalgué con el Cid, trapaceé con el Lazarillo, me enamoré con Bécquer y me dolió España con los hermanos Machado. Me enseñó a ver rastros de nuestra Historia en lo que otros sólo veían ruinas. Ya en el Pueblo, me dejó de la biblioteca de la Escuela un libro ilustrado con fotografías de los castillos de España: sembró mi pasión por estos edificios y las ruinas medievales, sean civiles o religiosas. Cuando, ya universitario, gocé con piernas trémulas el Alcázar de Segovia, cuya imagen decoraba la portada del libro, mi primer pensamiento de gratitud y orgullo fue para mi Maestro.
Tras mi peregrinar por lares lucenses y onubenses, retorné a la ciudad que ahora me cobija, a la que sabía que mi mentor también se había trasladado lustros antes. Con muchas vicisitudes logré encontrarlo y concertar una cita con él. Para mi sorpresa me reconoció después de que los 30 años que mediaban entre aquel día y la última vez que nos vimos me hubieran maltratado físicamente: “Mínguez, ya veo que no hizo caso a lo que le decía en la escuela: que se lavara con frecuencia el pelo para cuidarlo (por eso apenas le quedan ahora media docena de pelos mal plantados) y que no se comiera esos bocadillos de 2 palmos que le preparaba su madre si no los iba a quemar haciendo ejercicio (sigo viendo que lo de la gimnasia no va con usted)”. Los 2 últimos años de la EGB nuestro Maestro, para intentar bajarnos “el pavo”, usaba con nosotros una ironía cargada de cariñosas pullas como con las que me recibió. Se levantó y quiso darme la mano, gesto que atajé con un abrazo. Usando su tono zumbón, me hizo saber lo orgulloso que estaba de que hubiera dedicado mi vida a la enseñanza, recogiendo el testigo que él nos lanzara.
No volví a perderle la pista. Nos veíamos una vez al mes en su bar. Apurábamos un par de botellas de jumilla mientras seguía aprendiendo de él. Siempre tenía un dicho, una anécdota o una vivencia de la que sacar enseñanza. Decía que, aun jubilado, seguía siendo maestro, que eso imprime carácter, como a los curas, y que uno sólo dejaba de serlo con la muerte. Y ni a veces ésta te liberaba. De lo que más se enorgullecía era de haberles abierto las puertas de la mente a sus alumnos: les había enseñado a leer y a escribir, les había transmitido las cuatro reglas, les había dado alas, cuidando mucho el ejemplo que él les ofrecía. Del uso que cada uno le diera a esas alas, él ya no era el responsable. Les había abierto la puerta de la jaula de la ignorancia: si algunos no querían salir y preferían hozar en ella, poco podía hacer un humilde maestro de escuela.
Acompañé a su familia en los días en los que pensábamos que se nos iba tras el infarto que lo derribó y en la penosa enfermedad y muerte de su esposa. No perdió el amor a la vida.
Casi simultáneamente a que mi Magister Raimundo cayera en una silla de ruedas, vencido por la atrofia multisistémica parkinsoniana, mi Maestro quedó también confinado a otra a causa del alzheimer. Mi Magister apenas pasaba de los 60; mi Maestro acariciaba los 80.
Las circunstancias de la vida lo llevaron a una residencia de ancianos. Solía ir a visitarlo, llevándole una botella de su vino y unos pastelillos rellenos de cabello de ángel, que lo vuelven loco. Cada vez que subía a verlo lo hacía con un nudo en el alma, temiendo que ya no me reconociera. Nudo que se me deshacía al ver cómo se le iluminaban sus pícaros ojillos ante mí.
Por culpa del coronavirus hace un par de meses que no lo veo. Me lo han pasado por videollamada y echamos unas risas con sus chascarrillos. La última vez, antes de despedirme, me dijo que lo habían llamado “de arriba”: que la cosa estaba tan mal con el “bicho” que lo habían nombrado alcalde para enderezar la situación. Me lo decía porque tenía que volver a llamarlo de usted, como en la escuela, (“hay que respetar las formas”) y que estaba pensando si nombrarme concejal: sabía de mis muchos pájaros en la cabeza y de lo poco templado que soy en mis manifestaciones, y eso le hacía dudar.
De pocas cosas estoy seguro a estas alturas. Sólo sé que, si hay esperanza para España, la hay en hombres con la templanza, el compromiso, la honestidad y empatía de mi viejo Maestro, que aun en los islotes de lucidez que le deja su galopante demencia, tiene más sentido común que los que rebuznan odio, división, bulos y bilis en sus escaños del Congreso, ya desde el gobierno, ya desde la oposición, para vergüenza, hastío y aborrecimiento de la gente honesta, que, como mi mentor, está dispuesta a arremangarse y remar al compás para sacar al país del lodazal al que la pandemia nos ha arrojado.
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