Francisco Arellano quizá sea nuestro editor más longevo en los géneros —tan asiduamente castigados y maltratados— del terror, de la ciencia ficción y de la fantasía, lo que en el mundo anglosajón llaman literatura weird, pero de lo que no me cabe duda es de que se trata de uno de nuestros “mejores y mayores” (lo segundo no hay que interpretarlo en términos de edad: Arellano sigue siendo muy joven). En la editorial que dirige desde una apartada casita en los confines de Madrid, sabiamente bautizada como La Biblioteca del Laberinto, ha antologado a Lovecraft, a Howard, a Bloch, ha descubierto inéditos —de Bradbury, nada menos— y se ha atrevido con lo que otros editores hubieran considerado obras menores de autores mayores. Ha traducido, ha escrito artículos y prólogos, en general ha hecho todo cuanto puede hacer un buen editor que confía en un autor y sus libros excepto sentarse a nuestra cama y leernos sus fantasmagorías antes de irnos a dormir. Es un especialista —seguro que le rechinarán los dientes ante esta palabreja, pero no encuentro otra mejor— en esa clase de libros que crecen, como malezas muchas veces retorcidas e inclasificables, como animales y arbolitos mutantes, en la periferia de los clásicos, más allá de los ríos de la corriente general. Doctor en ucronías, distopías, en monstruos de los lagos y vigilantes del espacio exterior, acaba de publicar la Poesía fantástica completa de Lovecraft, en edición de Carlos Abraham, que se suma a dos títulos absolutamente necesarios no ya para los lectores de ese falso solitario a quien Roberto García-Álvarez ha llamado con acierto “el caminante de Providence” —pronto hablaré de esta maravilla de biografía publicada por El Transbordador, la mejor que se haya escrito nunca sobre Lovecraft—, sino también para los lectores en general que aún sientan alguna reticencia a acercarse a la obra de quien sin duda es uno de los mayores escritores de nuestro mundo y, tratándose de quien se trata, me atrevo a decir que también de otros: me refiero a las dos misceláneas de textos biográficos, autobiográficos, de esbozos descartados y notitas aisladas, tituladas La vida privada y El cáncer de la superstición. Obras que, por cierto, pueden leerse como complemento, o larga nota a pie de página, de un apasionante estudio de los Mitos también publicado por La Biblioteca del Laberinto en 2017: Una mirada tras los mitos de Cthulhu, de Lin Carter. Si no el mejor —Robert M. Price le encontraba algunas deficiencias, pero también el acierto de Carter al ser el primero en reconocer, como más tarde haría Houellebecq, el puro nihilismo del cosmos imaginado por Lovecraft—, sin duda sí el más creativo y original ensayo sobre la mitología de los Primigenios y los Dioses Arquetípicos.
No creo que sorprenda a sus lectores descubrir que Lovecraft, ante todo, se consideraba un poeta. Sus novelas y relatos no hubieran podido ser imaginados por alguien que otorgase un valor secundario a las atmósferas, y de hecho sus mejores continuadores —Clark Ashton Smith y, mucho después, W. H. Pugmire— han sido también, principalmente, poetas. Bloch y Campbell consiguieron algunos aciertos inolvidables por la vía de la imitación pura —“La sombra que huyó del chapitel” es sin duda alguna el mejor relato escrito dentro del subgénero de los imitadores de Lovecraft—, pero fue un camino que ambos extenuaron muy pronto. Les faltaba la cualidad visionaria de mirar por encima de la página y ver la formación de un misterio en el remolino de los ojos, descubrir estirpes no euclidianas caminando por el mundo antes de que los dinosaurios dominasen la Tierra, torres del tiempo de los Primigenios allí donde otros veían pálidas montañas y esfinges de los hielos. En los cuentos y novelas de Lovecraft hay instantes que son un puro vértigo, momentos en los que un sutil empujoncito, en la forma de una conmoción estética, nos sacude de nuestro ensimismamiento, y entonces sentimos desgarrarse un velo ante nuestros ojos que de pronto hace aparecer algo monumental, arrollador, como dibujándose (a la manera de las ondas de calor sobre el asfalto) entre las líneas del escenario de la realidad, que en raptos semejantes se nos muestra como lo que en verdad es: una mera e inquietante tramoya. Sensaciones así sólo se llegan a experimentar con los grandes autores —de una manera relativamente distinta a mí me pasa sobre todo con Proust y con Nabokov, en esos pasajes de verdadera inspiración en que uno y otro estiran los límites físicos de la prosa hasta el punto de producirle desgarros, de modo que ya se hace posible ver ese algo abrumador al otro lado, como en el poema del monje y el silencio de Chirico—, y ninguna capacidad imitativa la logra reproducir salvo por medio del calco. Sin salirme de las grietas y de los desgarros (y sólo por citar un par de ejemplos de esta violencia del empujón hacia lo maravilloso que yo todavía recuerdo como un golpe traumático), hay unas páginas más o menos a la mitad de Sueñan los androides con ovejas eléctricas, de Philip K. Dick, donde esa sensación sobreviene de una manera mucho más cruda, como una verdadera fuerza física. Sucede igual con la aparición en las escaleras de “Janet, la del cuello torcido”, de Robert Louis Stevenson. Por si no lo he dejado suficientemente claro, no estoy hablando de una cuestión de simples cualidades descriptivas: hablo, literalmente, de la traslación al lector de una emoción salvaje, de una traducción a las palabras precisas de algo que se ha mostrado como visión en la mente del narrador o del poeta (que en este caso particular son la misma cosa).
Como poeta imaginativo, verdaderamente visionario —en el sentido blakeano de ser capaz de ver con la mirada interior—, Lovecraft alcanza con sus poemas las alturas de sus mejores relatos y diría que en ocasiones las supera: véase Nyarlathotep, el Caos Reptante que llegó del sueño, o el poema Bells (1919), que fluctúa entre el tono profético de Darkness, de Byron (1816), y The Second Coming, de Yeats (1919), y las resonancias apocalípticas de algunas conocidas psicografías de Parravicini (la primera de las cuales, dicho sea de paso, fue dibujada en el año de la muerte de Lovecraft). Es verdad que Lovecraft escribía su poesía de un modo todavía más urgente y menos condicionado por la necesidad de publicar que sus relatos, a la manera del caballero diletante del siglo XVIII tras cuya máscara prefería presentarse. Pero ni los poemas que aparecieron publicados —no durante su vida— en la recopilación Hongos de Yuggoth, que aquí se ofrecen en una nueva traducción, ni toda esa vasta colectánea dispersa que abarca desde tiradas de versos publicados en pequeñas revistas hasta los garabateados en las cartas dirigidas a sus amigos, deben ser considerados como un capricho de autor o como una pieza accesoria en el universo literario (porque aquí sí que es preciso hablar de un universo) construido por Lovecraft. En una obra tan compacta en lo imaginativo, casi concebida, pese al sorprendente materialismo del pensamiento de Lovecraft, como la recreación de una tierra olvidada —excepto en sueños—, los poemas representan un paseo por las ruinas de lo que una vez fue y también una oportunidad, que los propios relatos rara vez ofrecen, de recorrer los ciclópeos monumentos levantados por sus moradores antes de su (sólo ilusoria) destrucción. Probablemente gracias a que los poemas están vestidos de una métrica más bien convencional, en una época en la que el modernismo había desencadenado una nueva electricidad en la corriente del verso libre —Lovecraft seguía atrincherado en el siglo XVIII, tras la barricada de las estructuras formales de los poetas augustos, y sólo se permitía excursiones al romanticismo oscuro tipo Poe—, se tiene la sensación de participar de una inmensa pero extraña geografía, donde las formas arcaizantes hacen las veces, a un tiempo, de ruinas gramaticales y monumentos espectrales. Permite estos avistamientos el buen hacer de Arellano al publicar los poemas, como debería ser la norma en estos casos, en edición bilingüe: se pueda estar o no de acuerdo con las interpretaciones del traductor —otra condición inevitable en toda traducción, sobre todo en la traducción de poesía—, éste cumple más que correctamente con su tarea y, por suerte, no comete el error de ofrecer una traducción rimada. Y ya que menciono el trabajo de Carlos Abraham: su prólogo es excelente, y sólo por eso este libro ya merece un lugar de privilegio en la biblioteca de cualquier lector de Lovecraft. Todo el camino que traza a lo largo de ese subgénero más o menos secreto que recibiría el nombre de poesía weird, tomando como punto de partida Night Thoughts (1745), de Edward Young, y cuanto supuso aquella obrita para la moda de la graveyard poetry —que en España tuvo en José Cadalso, con Noches lúgubres (1790), a su mejor representante, aunque también cabe verlo como el continuador de una tradición muy arraigada en nuestro país, con versitos populares como esos que un día inspirarían al Bécquer de la Rima LXIII y, sobre todo, de “El monte de las ánimas”:
El carrito de los muertos
ha pasado por aquí.
Llevaba una mano fuera:
por eso la conocí—,
hasta la propia poesía de Poe, de Wilfrid Scawen Blunt y de George Meredith, resulta tan clarificador como sus comentarios a los poemas, que, además de que nos permiten seguir el rastro de la inspiración de Lovecraft, también van construyendo una especie de biografía secreta de autor, en el modo en que, sin necesidad de demasiadas palabras, perfilan la torcida sombra del escritor sobre su escritorio.
Como una biografía en primera persona —con algunos saltitos omniscientes— podríamos definir los volúmenes que Arellano ha recopilado desde 2017 (La vida privada. Miscelánea 1), con una segunda parte (El cáncer de la superstición. Miscelánea 2) en 2018, hasta, esperemos, el tercer y último volumen, todavía por publicar. Sólo el material del primer volumen resulta impresionante: fragmentos autobiográficos —uno de ellos, bastante sobrio y bastante triste, es poco menos que un testamento por el que Lovecraft reconocía a algunos amigos y corresponsales como los herederos de sus escasas posesiones—, la transcripción de un simposio celebrado en 1962 en torno a su vida y su obra, con aportaciones de Leland Sapiro, Fritz Leiber, Robert Bloch, Sam Russell, Jean Cox, y anotaciones de August Derleth (la transcripción original, de sólo 500 ejemplares, se convirtió desde 1964 en una de las lovecraftianas más buscadas, y todavía hoy se pagan impresionantes sumas por un ejemplar ni siquiera en buenas condiciones), algunas de sus cartas dirigidas a la prensa y otras, mucho más personales, en las que detalla a amigos escritores sus sueños (entre ellos el sueño, me parece que muy conocido, en el que su amigo Loveman desciende bajo tierra y se comunica con él mediante un teléfono más o menos móvil), sus ideas para cuentos y novelas y sus sorprendentes descartes. Entre las prosas y ensayos de Lovecraft que presenta la primera miscelánea, Arellano ha recopilado tesoros tales como las notas escritas y un comienzo bastante largo, pero abandonado, para La sombra sobre Innsmouth, algunas ideas para la trama de En las montañas de la locura, “La sombra fuera del tiempo” y “El desafío del más allá”, y lo que no deja de ser una curiosidad interesante y esta vez sí que creo que no tan conocida: una edición condensada de El horror sobrenatural en la literatura. Dos ensayos sobre viajes —el más llamativo, un largo recuento de un viaje a Europa que Lovecraft, en realidad, nunca hizo—, y muchos otros en torno a su vida y su literatura escritos por amigos y conocidos tras su fallecimiento (resulta especialmente conmovedor el poema de Clark Ashton Smith, dado que supone otro tipo de desaparición: si Smith había empezado a escribir embrujado por los relatos de su amigo, dejó de hacerlo cuando ese amigo ya no estaba en este mundo), cierran un volumen que sólo es el proemio a una maravilla similar: una segunda miscelánea con ensayos, poemas y relatos —las colaboraciones con el mago escapista Harry Houdini— y más de doscientas páginas de estudios sobre el autor y sus obras. Por descontado, el listado de publicaciones, entre libros y revistas, rastreado para erigir este monumento a quien ha supuesto para el Arellano lector y editor “como el Marte de Burroughs: un amor para toda la vida” es inagotable. Uno sólo puede imaginar con la sonrisa embobada ese largo y feliz trabajo de recuperación que debió de suponer para Arellano rastrear en los viejos Weird Tales, en los primeros recopilatorios de Arkham House y de Necronomicon Press, ese darse de bruces un buen día con la transcripción del simposio de 1962 o con una carta de Sonia H. Greene, ex-señora del desenterrador de Primigenios. Aparte de su inmenso valor editorial y literario, las misceláneas constituyen de este modo un encantador recorrido por los enclaves más monumentales de la geografía Lovecraft. “Idea loca”, explica Arellano en uno de los prólogos, al relatar su conversión adolescente en “fiel adepto de los Mitos” y sus posteriores búsquedas en Londres de las ediciones de H. P. Lovecraft, cuando en España ese nombre sólo había sido pronunciado —a la sombra de un novísimo y todavía incipiente Algazife— por Rafael Llopis. “Idea loca, pero que, a la larga, me ha traído hasta aquí”.
Desde luego, necesitamos más locuras como estas.
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Título: H. P. Lovecraft. La vida privada. (Miscelánea 1). Selecciones de Francisco Arellano. Editorial: La Biblioteca del Laberinto. Venta: Todos tus libros.
Título: H. P. Lovecraft. El cáncer de la superstición. (Miscelánea 2). Selecciones de Francisco Arellano. Editorial: La Biblioteca del Laberinto. Venta: Todos tus libros.
Título: H. P. Lovecraft. Poesía fantástica completa. Compilación, traducción y estudio preliminar de Carlos Abraham. Editorial: La Biblioteca del Laberinto. Venta: Todos tus libros.
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