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Magníficos rebeldes, de Andrea Wulf

Magníficos rebeldes, de Andrea Wulf

¿Cuándo empezamos a exigir el derecho a decidir sobre nuestras vidas? ¿En qué momento nos volvimos tan egocéntricos como lo somos hoy? ¿Cuándo nos planteamos por primera vez la pregunta: «Cómo puedo ser libre»? Todo comenzó en una tranquila ciudad universitaria de Alemania en la década de 1790, cuando un grupo de dramaturgos, poetas y escritores pusieron el yo en el centro del escenario de su pensamiento, su escritura y sus vidas. Este brillante círculo incluía a los famosos poetas Goethe, Schiller y Novalis; a los visionarios filósofos Fichte, Schelling y Hegel; a los polémicos hermanos Schlegel; y, en un maravilloso cameo, a Alexander von Humboldt. En el corazón de este grupo estaba la formidable Caroline Schlegel, gran instigadora de sus deslumbrantes conversaciones sobre el yo, la naturaleza, la identidad y la libertad. La colaboración entre estas figuras lanzó el Romanticismo al escenario mundial.

Zenda extracta y adelanta unas páginas del prólogo de este libro.

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Durante siglos, filósofos y pensadores habían sostenido que el mundo estaba controlado por una mano divina y regido por las verdades absolutas de la fe. El siglo XVIII fue una época de descubrimientos en la que se revelaron las leyes naturales, como la física de la refracción de la luz o las fuerzas que gobiernan el movimiento de la luna y las estrellas. Las matemáticas, la observación racional y los experimentos controlados allanaron el camino hacia el   conocimiento, pero los seres humanos seguían siendo engranajes de una máquina a las órdenes de Dios. No eran libres. Claro que no.

Pero la humanidad empezó a ejercer cierto control sobre la naturaleza. Inventos como los telescopios y los microscopios habían desvelado ya secretos, como los movimientos planetarios y la composición de la sangre. Las nuevas tecnologías, como las máquinas de vapor, bombeaban el agua de las minas, los médicos vacunaban contra la viruela y los globos aerostáticos llevaban a la gente a un lugar donde ningún ser humano había estado nunca. Cuando Benjamin Franklin inventó el pararrayos a mediados del siglo XVIII, la humanidad empezó también a domar lo que durante mucho tiempo se había considerado la furia de Dios.

Una red de carreteras en constante expansión recorría los estados y principados alemanes, y los nuevos mapas detallados y las señales de tráfico orientaban a los viajeros cuando se aventuraban más allá de sus ciudades. El tic-tac de los nuevos relojes de péndulo se convirtió en el latido del corazón de la sociedad. Minuto a minuto, las agujas se movían con una precisión predecible y cada vez mayor en las esferas de los relojes, en bolsillos particulares y en salones, así como en ayuntamientos y torres de iglesias. Estos nuevos utensilios indicaban a todo el mundo cuándo debía comer, trabajar, rezar y dormir, y su ritmo se convirtió en un nuevo sonsonete contra el que todos corrían. La vida se aceleró, se hizo más rápida, más previsible y más racional. El lema de la Ilustración era, para Hegel: «Todo tiene su utilidad».

La única pega de este despliegue de ingenio científico, de productividad y utilitarismo, era que la humanidad se centraba demasiado, y únicamente, en la razón. Eso provocaba temores y recelos en el Círculo de Jena. La realidad, a su modo de ver, había sido despojada de poesía, espiritualidad y sentimiento. «La naturaleza se ha reducido a poco más que a una máquina monótona», escribió Novalis. «La música inagotable de la eterna imaginación del universo se ha convertido en el monótono traqueteo de una gigantesca rueda de molino». Mientras que el filósofo británico de la Ilustración, John Locke, había insistido a finales del siglo XVII en que la mente humana era una pizarra en blanco que, a lo largo de la vida, se llenaba de conocimientos derivados únicamente de la experiencia sensorial, el Círculo de Jena afirmó que había que dar a la imaginación lo que le correspondía, lo mismo que a la razón y al pensamiento lógico. Los amigos comenzaron, en consecuencia, a volverse hacia el interior.

Jena no era más que una ciudad universitaria de apenas cuatro mil quinientos habitantes distribuidos en unas ochocientas viviendas. Formaba parte del ducado de Sajonia-Weimar, un principado dirigido por el duque Carlos Augusto. Geográficamente, se situaba en el centro de los territorios alemanes y en la encrucijada de muchas rutas postales —atestadas de viajeros y sacas de correo procedentes de Bohemia, Sajonia, Prusia, Westfalia, Frankfurt y otros lugares— que traían cartas, libros y periódicos repletos de los últimos escritos políticos y filosóficos.

Como muchas otras ciudades antiguas de Alemania, Jena seguía teniendo un aire medieval. En su centro había una gran plaza de mercado abierta y, justo después, al norte, se alzaba la enorme iglesia de San Miguel, con su torre dominando el horizonte. En la zona nordeste de la ciudad, a una manzana de la iglesia, se encontraba el Castillo Viejo, que en su día fue la sede de los gobernantes del ducado, pero que por aquel entonces apenas se utilizaba, ya que la corte se había trasladado hacía tiempo a la cercana Weimar, a veinticuatro kilómetros al noroeste. En el extremo opuesto, en la zona sudoeste, se levantaba la universidad, el verdadero centro de gravedad de Jena. Alojada en un antiguo convento de dominicos, contaba con una biblioteca de más de cincuenta mil volúmenes, junto con un refectorio, una cervecería y residencias varias, aunque la mayoría de los estudiantes se alojaban y comían en la ciudad. Jena y su universidad eran un lugar de paso. La gente iba y venía, se enamoraba y se desenamoraba, dejando tras de sí un rastro de escándalos, hijos y corazones rotos: una cuarta parte de los nacimientos acaecidos en Jena eran ilegítimos, una cifra asombrosa, si se compara con el dos por ciento de estos en el resto de los territorios alemanes.

Que el corazón de Jena era su universidad se notaba de inmediato. La ciudad no solo contaba con una próspera economía local de encuadernadores, impresores, sastres y tabernas, sino que, con sus ochocientos estudiantes residentes, allí se consumía más té, café, cerveza y tabaco que en cualquier otra ciudad alemana del mismo tamaño.

Aunque la comida que se servía en las tabernas de Jena tenía fama de ser incomestible, los estudiantes insistían en que sus mentes, en cambio, se alimentaban con la mejor de las viandas: «Aquí», dijo un estudiante, «las antorchas del saber arden sin descanso durante todo el día».

La literatura estaba en todas partes. Además de la biblioteca de la universidad, había una biblioteca de préstamo con más de cien publicaciones periódicas alemanas e internacionales, así como siete librerías bien surtidas. Caminando por las calles empedradas en una cálida tarde de verano, se oían, aquí y allá, fragmentos de conversaciones sobre filosofía y poesía, así como el sonido de violines y pianos. Y luego, bien entrada la noche, cuando las jarras de cerveza vacías cubrían las superficies de las mesas de madera de las numerosas tabernas de la ciudad, los estudiantes discutían sin parar sobre arte, filosofía y literatura. Después de ocho o nueve botellas de cerveza, rememoraba un estudiante danés, los jóvenes alborotadores volvían a casa tambaleándose por las calles, y se despertaban con la cabeza dolorida a primera hora de la mañana para correr a los auditorios, a las salas de disecciones y a las de reuniones para aprender de sus profesores, jóvenes y radicales. Sin teatro, ópera, auditorios de música o galerías de arte, había pocas distracciones, y los estudiantes se veían prácticamente obligados a estudiar, a falta de otra cosa que hacer.

Jena era un sitio agradable. La ciudad se había expandido más allá de las desmoronadas murallas medievales, con más casas, jardines, viveros y campos. Al norte, también fuera de las antiguas murallas, se encontraba el nuevo jardín botánico, ideado por Goethe. Había también un camino serpenteante, apodado el «Paseo del Filósofo», para los que quisieran pasear y pensar. Los sembrados y los viñedos trepaban por las colinas de los alrededores y, en lo alto, descollando por encima de todo, se alzaba el Jenzig, una pequeña montaña con una distintiva forma triangular, visible desde casi cualquier punto de la ciudad.

Al sur, los caminos serpenteaban por un parque boscoso que los lugareños llamaban «el Paraíso». Aquí, a orillas del río Saale, los árboles bordeaban el terraplén de suave pendiente y los pescadores echaban al agua sus cebos. En primavera, la floración púrpura de las anémonas y las prímulas amarillas alfombraban la hierba. En verano, las cervecerías hacían su agosto, con los juerguistas acompañados por la serenata de una orquesta de ruiseñores que prodigaban sin cesar sus crepusculares trinos, silbidos y gorjeos. Y en invierno, los estudiantes podían distinguir al gran Goethe patinando sobre la superficie helada del río. Pero ¿cómo llegó esta localidad pequeña y rural a convertirse en el crisol del pensamiento contemporáneo, en el «reino de la filosofía», tal como la llamó Caroline?

¿Por qué Jena? Es más, ¿por qué Alemania? La respuesta es que, a finales del siglo xviii, no existía, como tal, una Alemania unificada, sino un mosaico de más de mil quinientos estados, desde pequeños principados hasta grandes feudos gobernados por dinastías poderosas que competían entre sí, como los Hohenzollern en Prusia y los Habsburgo en Austria. Este colorido mapa era el llamado Sacro Imperio Romano Germánico, que, en palabras del pensador francés Voltaire, no era ni santo, ni romano, ni imperio. Pero sí el hogar de casi treinta millones de almas gobernadas por unos pocos.

Una intrincada red de barreras aduaneras, diferentes monedas, medidas y leyes, dividían esta entidad política. Las carreteras, terribles, y los servicios postales, poco fiables, dificultaban la comunicación, la unificación y la modernización del territorio. El poder no estaba centralizado, sino en manos de príncipes, duques, obispos y sus cortes repartidas por este vasto rompecabezas. A diferencia de Francia, Alemania no era un Estado gobernado por un único rey desde su distante trono, pero esto no significaba que sus dirigentes fueran menos despóticos o más indulgentes.

Sin embargo, esta fragmentación tenía algo a favor, algo totalmente involuntario: la censura era mucho más difícil de aplicar que en las grandes naciones administradas de forma centralizada, como Francia o Inglaterra. Cada estado alemán, por pequeño que fuera, contaba con su propia legislación. Además, en Alemania había más universidades que en ningún otro lugar, con unas cincuenta de ellas frente a las dos únicas de Inglaterra: Cambridge y Oxford. Es cierto que algunas eran minúsculas, pero su abundancia facilitaba que las familias menos ricas pudieran enviar a sus hijos a estudiar.

Los alemanes eran también fanáticos de la lectura. Las tasas de alfabetización se dispararon y, a finales del siglo XVIII, Prusia y Sajonia eran los lugares del mundo con menos iletrados entre su población. «No existe ningún país donde se lea tanto como en Alemania», dijo alguien que estaba de paso por allí. Los artesanos, las criadas y los panaderos leían con la misma avidez que los profesores universitarios y los aristócratas. El apetito por las novelas era enorme y, en las tres últimas décadas del siglo XVIII, el número de autores se duplicó: en 1790, había en Alemania la asombrosa cifra de seis mil escritores que publicaban sus obras. El mercado de los libros era cuatro o cinco veces mayor que el de Inglaterra, por lo que aquel tiempo llegó a ser conocido como la «era del papel».

Países como Francia, España e Inglaterra contaban con poderosas monarquías y, a través de sus colonias, se extendían por todo el mundo. Estados Unidos tenía su salvaje Oeste, inexplorado aún. Pero en Alemania todo era pequeño, todo estaba fragmentado, encerrado en sí mismo. La imaginación de los alemanes se alimentaba de palabras y, gracias a los libros, gracias a aquellos caracteres negros que poblaban las páginas impresas, podía viajar a países lejanos y a nuevos mundos. En la mayoría de las ciudades alemanas no faltaban las bibliotecas de préstamo y los clubes de lectura, y en cada esquina se podían comprar folletines y novelas por un precio muy asequible. Los libros estaban por todas partes.

Pero, aun así, ¿por qué Jena? La respuesta, según Friedrich Schiller, era la universidad. En ningún otro lugar, decía, se podía disfrutar de una libertad tan auténtica. En el momento de su fundación, en el siglo XVI, la universidad y la ciudad de Jena formaban parte del electorado de Sajonia. A lo largo de las generaciones, las complicadas normas de sucesión propiciaron que varias partes del estado se dividieran en parcelas cada vez más pequeñas para los herederos varones. En la década de 1790, la universidad estaba en manos de no menos de cuatro duques sajones diferentes, siendo Carlos Augusto de Sajonia-Weimar el rector nominal. Pero, en realidad, no había nadie al mando.[1]

Como resultado de ello, los profesores de Jena gozaban de mucha más libertad que en cualquier otro lugar de Alemania. No es de extrañar que aquí, en Jena, las ideas visionarias de Immanuel Kant encontraran un terreno fértil. El Allgemeine Literatur-Zeitung de Jena,[2] por ejemplo, se había fundado en 1785 con el propósito expreso de difundir la filosofía de Kant. Tal como señaló un visitante británico, Jena era «el lugar de moda de la nueva filosofía» y una ciudad en la que los lectores discutían sobre el pensamiento de Kant con la misma pasión que otros sobre las novelas populares.

El rey de los filósofos sostenía que eran la mente y la experiencia humanas las que daban forma a nuestra comprensión de la naturaleza y el mundo, y no las reglas escritas e impuestas por Dios. En lugar de buscar verdades absolutas o el conocimiento objetivo, Kant dirigió su atención a la subjetividad y a lo individual. «Atrévete a conocer», escribió en 1784 en «Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?». Kant instó al hombre a salir «de su inmadurez autoimpuesta». «Cultiva tu propia mente», escribió, «no se requiere nada para ilustrarse, salvo la libertad». Y eso fue, ni más ni menos, lo que los estudiantes y los profesores de Jena se propusieron hacer.

Aquel ambiente liberal atrajo a pensadores progresistas desde los estados alemanes más represivos. «Los profesores de Jena son casi por completo independientes», observaba Schiller; otro académico dijo también: «Aquí tenemos total libertad para pensar, enseñar y escribir». Por supuesto, esto no significaba que los intelectuales de Jena pudieran hacer lo que quisieran —las voces disidentes no comulgaban con eso que ellos consideraban una «insensata obsesión por la libertad»—, pero sí que gozaban de un margen mucho mayor para expresarse. Pensadores, escritores y poetas que habían tenido problemas con las autoridades en sus estados de origen acudían a Jena, atraídos por la apertura y las relativas libertades que ofrecía la ciudad universitaria. En consecuencia, en la última década del siglo XVIII, vivieron en Jena más poetas, escritores, filósofos y pensadores famosos, en proporción a sus habitantes, que en ninguna otra ciudad antes o después.

Magníficos rebeldes cuenta la historia de una de esas épocas de la historia, extrañamente espléndidas y emocionantes, en las que un puñado de intelectuales, artistas, poetas y escritores se juntan en un momento y un lugar determinados para cambiar el mundo. En este sentido, el Círculo de Jena se asemeja a otros igualmente influyentes: los trascendentalistas norteamericanos, por ejemplo, entre los que destacaban Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau y Nathaniel Hawthorne, que vivieron en Concord, Massachusetts, a mediados del siglo XIX; el grupo de Bloomsbury, que coincidió en el Londres de principios del siglo xx y entre cuyos miembros estaban Virginia Woolf, E. M. Forster, Vanessa Bell y John Maynard Keynes, o el círculo modernista de Ernest Hemingway, Ezra Pound, Gertrude Stein y F. Scott Fitzgerald en el París de los años veinte.

A mi juicio, el de Jena es, intelectualmente hablando, el más importante de todos estos grupos. Sus miembros se hicieron tan famosos en vida que los reportajes sobre sus ideas y escándalos se filtraron, desde los periódicos alemanes, al resto del mundo. Los estudiantes acudían a Jena desde toda Europa para aprender con sus héroes intelectuales —estos «jacobinos  de la poesía»— y luego se llevaban sus ideas de vuelta a casa. «Tenemos entre manos una misión», escribía Novalis en 1798 con una confianza absoluta: «hemos sido llamados para educar al mundo». Este grupo de escritores, poetas y pensadores cambió la forma de concebir la realidad, al situar el yo en el centro de todo. Al hacerlo, liberaron las mentes de quienes los seguían del corsé de las doctrinas, las expectativas y las reglas.

Se los conocía como los «jóvenes románticos». De hecho, fueron los primeros en utilizar el término «romántico» en sus escritos, y en proclamar, de este modo, el romanticismo como un movimiento internacional, ya que no solo le dieron el nombre y definieron su propósito, sino que le otorgaron, también, un marco intelectual. Pero ¿qué fue el romanticismo? Hoy en día, el término nos trae a la mente artistas, poetas y músicos que hacen hincapié en la emoción y anhelan fundirse con la naturaleza. Las imágenes de figuras solitarias en bosques iluminados por la luna, o de pie, en acantilados abruptos, sobre mares de niebla, se asocian con el romanticismo tanto como los poemas sobre amantes afligidos. Algunos sostienen que los románticos se opusieron a la razón y celebraron el irracionalismo; otros, que rechazaron la idea del conocimiento absoluto. Sin embargo, cuando analizamos los inicios del romanticismo, encontramos algo mucho más complejo, contradictorio y con múltiples capas.

El hecho de que los pensadores, historiadores y académicos no se hayan puesto de acuerdo en definir con claridad el romanticismo habría complacido al Círculo de Jena: a sus miembros les gustaba esta indefinición. Ellos mismos nunca intentaron establecer reglas rígidas; de hecho, lo que celebraban era la propia ausencia de reglas. No se interesaban por una verdad absoluta, sino por el proceso de llegar a comprender; derribaban las fronteras entre las disciplinas, superando así las divisiones entre las artes y las ciencias, y se oponían a lo establecido.

En 1809, mucho después de abandonar Jena, August Wilhelm Schlegel explicó lo que el grupo había intentado hacer: entrelazar poesía y prosa, naturaleza y arte, mente y sensualidad, lo terrenal y lo divino, la vida y la muerte. Querían poetizar el estruendo cada vez más mecánico del mundo. «La poesía», afirmaba Hiperión en la novela homónima de Friedrich Hölderlin, «es el principio y el fin de todo conocimiento científico». Y en el centro del proyecto romántico se situaba el énfasis en el Ich, algo totalmente novedoso.

Hoy en día, el mundo anglosajón celebra a los contemporáneos del Círculo de Jena, Samuel Taylor Coleridge, William Wordsworth, William Blake, y la generación más joven: Lord Byron, Percy Bysshe Shelley y John Keats, como los grandes poetas románticos. Fueron todo eso y más, pero no los únicos, ni los primeros. Fue el Círculo de Jena el que proclamó por primera vez estas ideas y, durante las décadas siguientes, sus efectos se propagaron por el mundo. Coleridge quedó tan cautivado por sus ideas que viajó a Alemania en 1798, decidido a aprender el idioma y a conocer a sus héroes de Jena. «No hables nada más que en alemán. Vive solo con alemanes. Lee en alemán. Piensa en alemán», era su lema. Sin embargo, Coleridge, que vivía siempre al borde de la ruina, se quedó sin dinero antes de llegar a Jena. Aunque aprendió alemán y, equipado con su nueva lengua, tradujo más tarde la obra Wallenstein, de Schiller, y el Fausto, de Goethe, además de leer la filosofía de Fichte y quedar profundamente impresionado por las ideas de Friedrich Schelling sobre la mente y la naturaleza.

Los escritos de Coleridge fueron la carta de presentación del Círculo de Jena para los lectores ingleses, pero, unos treinta años más tarde, también para los pensadores estadounidenses, como Ralph Waldo Emerson, cuya propia filosofía se impregnó de las ideas de «este admirable Schelling», como él lo llamaba. Muchos de los trascendentalistas estadounidenses, inspirados por él, se propusieron aprender alemán para poder leer también las obras del Círculo de Jena en su lengua original y acceder así a «esa filosofía poética integral, genial y extraña», como la describió Emerson. Kant, Fichte, Schelling y Hegel, insistían los trascendentalistas, eran los «grandes pensadores del mundo», tan fundamentales como Platón, Aristóteles, Descartes y Leibniz.

El Círculo de Jena se propuso llegar a comprender cómo le damos sentido al mundo. Responder a preguntas del tipo: ¿quiénes somos?, ¿qué podemos saber?, ¿qué es la naturaleza?, cuestiones todas que se abordaron mediante la inmersión en el yo y su análisis. Esta autorreflexión se convirtió en un método para entender la realidad y, a su vez, en parte fundamental del día a día de los integrantes del grupo.

El proceso de investigar en sus respectivos yoes empujó a muchos de ellos a romper con las convenciones y a liberar sus Ichs de matrimonios infelices y carreras tediosas. Fueron rebeldes y se sintieron invencibles. El campo de juego de esta nueva filosofía fue su propia vida, la de cada uno. Y el relato de cómo se las arreglaron para abrirse paso, de puntillas, entre el poder del libre albedrío y el peligro de ensimismarse tiene una trascendencia universal. El Ich, para bien o para mal, ha ocupado un lugar central desde entonces. Los revolucionarios franceses cambiaron el panorama político de Europa, pero el Círculo de Jena desató una revolución mental. El acto de liberar el Ich de la camisa de fuerza de un universo organizado por la mano divina es la base de nuestro pensamiento actual. Nos otorgó el más fascinante de todos los poderes: el libre albedrío.

El núcleo de Magníficos rebeldes lo conforman las tensiones entre las asombrosas posibilidades del libre albedrío y las trampas del egoísmo. El equilibrio que los de Jena establecieron entre la visión reducida de la perspectiva individual y la creencia en el cambio para un bien mayor sigue siendo relevante hoy en día. Sus ideas arraigaron tan profundamente y con una rapidez tan inusitada en nuestra cultura y nuestro comportamiento que hemos olvidado de dónde proceden. Ya no hablamos del Ich autónomo de Fichte porque lo hemos interiorizado. Nosotros somos ese Ich. Dicho de otro modo, hoy damos por sentado que juzgamos el mundo que nos rodea a través del prisma de nuestro yo: esa es la única manera en que podemos actualmente dotar de sentido nuestro lugar en el mundo. El atrevido salto que dio el Círculo de Jena hacia el yo sigue espoleándonos, llenándonos de fuerza. Nos corresponde a nosotros decidir qué hacer con él, cómo utilizar su legado.

***

[1] Los cuatro estados sajones, gobernados de forma independiente, pero unidos políticamente, eran Sajonia-Weimar, Sajonia-Coburgo-Saalfeld, Sajonia-Gotha-Altenburg y Sajonia-Meiningen.

[2] «Gaceta Literaria Universal».

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Autor: Andrea Wulf. Traductor: Abraham Gragera López. Título: Magníficos rebeldes. Los primeros románticos y la invención del yo. Editorial: Taurus. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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Josey Wales
Josey Wales
1 año hace

«Los hombres eran engranajes de una maquinaria a las órdenes de Dios. No eran libres. Claro que no». Y ya está, ¿para qué justificar la sentencia? Quien la ha dicho representa la razón y los que se le rebatan, la sinrazón y el oscurantismo. Es cuestión de identidad. Antes del siglo XVIII, todos eran fachas y quien diga que no, es delito de odio. Y punto.