Los escritores tienen un punto de perfecto desequilibrio psíquico. A veces intuyen historias y no se atreven a paladearlas; en otras ocasiones, y sin ningún patrón de lógica o sentido común que los sostenga, saben a ciencia cierta por dónde caminar.
En esta ocasión, no cabía para mí otro camino que no fuese el de Galicia. No hubo dudas, y no fue preciso sopesar los inconvenientes ni la complejidad de la investigación que me acechaba. Como cuando te enamoras ciegamente y no te importa la certeza de que todo saldrá mal, porque solo puedes seguir adelante. En este caso, hacía muchos años que me inquietaba un misterio que había conocido en el corazón de los bosques de Ourense. En las piedras de un monasterio y en el de varias edificaciones a kilómetros a la redonda se encontraban grabadas en piedra nueve mitras, que correspondían a nueve obispos. Habían muerto allí entre los siglos X y XI, dejando sus nueve anillos en una cajita de plata, causante de los hechos más extraordinarios. “La leyenda de los nueve anillos” realmente me intrigaba: ¿cómo era posible que hubiese desaparecido sin más un tesoro milenario, que siempre había sido fuertemente venerado y custodiado, y que encima disponía de supuestas propiedades sobrenaturales y milagrosas? Se había desvanecido en el aire, sin revuelo ni aspavientos, sin robos ni incidencias registradas en ninguna parte. ¿Acaso podía evaporarse la magia?
Decidí investigarlo seriamente, no solo como escritora, sino como gestión formal e histórica, porque de verdad quería saber qué había sucedido con aquellas reliquias. Además, hacía tiempo que me palpitaba en el estómago la necesidad de contar qué era Galicia. Y yo quería una historia que reflejase la que yo conocía: la de los bosques y el poderoso Atlántico; la Galicia grave, la acogedora y mágica. La tierra aislada y antigua y la moderna y viajera; la fuerte y la tierna, la áspera y fascinante. Todas ellas podían acogerse dentro de una leyenda donde el reloj transitase lento, adecuándose al singular espacio celta donde marcaba el tiempo.
Mi camino en la investigación fue prácticamente idéntico al del protagonista de la novela, Jon Bécquer. Archivos, obispado, visitas y entrevistas, viajes. Cuando accedí a la sacristía de la iglesia del monasterio supe que estaba en el camino correcto. ¿Y si en la simple investigación para una novela pudiese dar con aquellas reliquias milenarias? Sería una forma de recuperar parte de la historia, de salvarla del olvido al que condenamos en Galicia a lo genuino y vetusto.
En la trama también quise destacar la voz del antiguo Reino de Galicia, que decidí ambientar entre 1830 y 1835, porque me pareció muy interesante reflejar el cambio de roles sociales y jerárquicos que supuso la caída del gran gigante, la Iglesia. Y porque nunca había investigado a fondo sobre ello y suponía un reto técnico, histórico y literario: lograr diluirme en aquella época y acercarme a sus registros, a su forma de hablar y pensar, a sus ideales y motivaciones.
Hacía muchos años que yo conocía parte de los bosques que aparecen en la novela, pero nunca me había adentrado en ellos. Nunca con un objetivo definido, al menos. Cuando descubrí el antiquísimo bosque privado del viejo monasterio sentí una fascinación inmediata, con su antigua panadería y sus hornos todavía en pie. Sus arrugados robles y castaños y su colina donde, al soplar el viento, cualquiera podría ser capaz de cerrar los ojos y medir su verdadera insignificancia. Me adentré en antiguos túneles y canalizaciones de agua, accedí a criptas subterráneas y descubrí secretos que se guardaban en viejas bodegas y que creo que nunca podré desvelar. Cuando terminé de escribir la historia, supe que el buen lector comprendería que en esta tierra del norte nada se aprecia por lo que vale, sino por lo que significa.
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Autor: María Oruña. Título: El bosque de los cuatro vientos. Editorial: Destino. Venta: Todostulibros
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