Entramos una mañana luminosa en el viejo palacio. Todo era polvo y oscuridad, aire que ya no era respirado por nadie. Nuestras linternas atravesaban un espacio que parecía submarino, lleno de partículas de suciedad que eran como burbujas opacas y flotantes. Entrar en el gran salón fue como bucear dentro de un pecio que llevase cien años dormido bajo el mar. Qué impresionante la chimenea, las estanterías de madera en plena descomposición. Después, los pasillos, la gran cocina y sus hornos, la despensa. Ante mis ojos todo se desvestía del polvo, del paso del tiempo, y volvía a la vida. Como una película, lo juro. Lo que no había me lo inventaba al instante, creando estancias y decidiendo escenas que se apelotonaban en mi cabeza.
Y después estaban los que habían vivido allí. Ah, qué maravilla. La bella actriz de Hollywood que lo había dejado todo por amor. El filántropo que invertía en cultura, en mecenazgos intelectuales… y en ella, cómo no. Sentí que valía la pena rescatar aquella vida, aquella emoción, aquellas personas que no se habían molestado en dejar rastro de sí mismas porque habían estado ocupadas en vivir.
En realidad, siempre había querido escribir una historia de fantasmas. Una que me trasladase a los clásicos, que jugase con la intriga, la inteligencia y la emoción. Pero no quería una historia de espectros y espíritus corriente. Quería una que mostrase el mundo a través de un cristal actual e innovador. Que tuviese un caserón victoriano, un ama de llaves, un escritor que viviese solo en la mansión, un muerto en el jardín desde la primera página; pero que no hubiese nieblas, ni lluvias, ni otoño: que fuese el verano y la luz del día la que nos ofreciese a los fantasmas. Que fuese el recuerdo de personas reales y asombrosas el que mereciese el ponerme a escribir para volverlas a la vida y, de alguna forma, hacerlas perdurar.
Y también quería, más allá de la trama de investigación, profundizar en un asunto en el que hasta entonces no me había parado seriamente a reflexionar: ¿qué sucedía al morir? ¿Existían los fantasmas? ¿Por qué no hablábamos abiertamente de esto, intentando dejar de lado religión, tradición y costumbre? Yo sabía que no iba dar con una respuesta radical y cierta, pero, ¿y si encontrase algún tipo de verdad?
Hacía tiempo que acariciaba en mi cabeza la idea de hacer algo con el viejo Palacio del Amo, en Suances. Paseaba por su puerta curioseando, escalando indecentemente sus muros para investigar, aunque si alguien me pregunta negaré oficialmente haberme colado en aquellos jardines. Un día, en uno de mis viajes a Cantabria, sentí cómo el imán de aquél viejo caserón me llamaba. El dichoso pálpito del escritor. Sin embargo, cuando llegué al palacio la decepción fue enorme: habían destruido sus maravillosos y atemporales jardines para construir un parking gris y vulgar. La mansión también había perdido parte de su ala este por causa de un incendio, y el resto —puertas, ventanas y torreones— ahora se encontraba tapiado. Sentí que me habían arruinado la historia que aún no había escrito, y decidí buscar otra localización que me sirviese de inspiración. Fue inútil. El maldito pálpito inspirador no llegaba en ninguna otra parte. De modo que regresé. Dado que el actual propietario del palacio era el Ayuntamiento de Suances, comencé la campaña de acoso a mi querido Jose Pereda —concejal de cultura— para que me permitiese el acceso. No me costó nada. Qué gente tan generosa y amable me encuentro por el camino.
Después, cuántas bibliotecas visité, cuántos libros extraños sobre ciencia, fantasmas y espíritus devoré. Y cuánta información deseché sin miramientos, sabiendo que la historia que tenía entre manos era tan potente que no necesitaba nada más que ser contada.
Creo que escribir sobre el posicionamiento de la ciencia ante lo paranormal, crear al profesor Machín, fue lo más difícil y disfrutón que he hecho como escritora. Pero también necesitaba la otra versión. La de quien sí creyese en los fantasmas. Localizar a un investigador paranormal que me inspirase confianza no fue fácil. Cuando terminaban nuestras conversaciones telefónicas sentía que tenía material para varias novelas.
—Si quiere, puede usted acompañarme a alguna sesión. Esta noche estaremos en unas ruinas donde parece que puede haber presencias.
—Eeeh, no, gracias. Creo que ya tengo suficiente material.
—¿Seguro?
—Seguro.
Por supuesto, y como siempre, también hice mi campaña anual de acoso a mis amigos guardias civiles y a mi querida forense Pilar Guillén, preguntándoles las cosas más extravagantes que os podáis imaginar.
Pero toda historia tiene que tener un sentido, mucho más allá del misterio que al final se desvele. Yo quería viajar en el tiempo con el lector. Regresar a aquel momento de nuestras vidas en que hubiésemos sido irreflexivos, impulsivos, irracionales y felices, pensando en comernos el mundo. Y quería apresar ese momento para los que tras muchas guerras ya se sentían descreídos y cansados: que pudiesen atrapar aquel instante unos segundos, antes de que se escurriese entre sus dedos, para poder tomar aire y seguir caminando. Que el que hubiese entrado en el viejo Palacio del Amo, al salir pudiese sentirse invencible. A pesar de los fantasmas y, en gran medida, gracias a ellos.
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Autor: María Oruña. Título: Donde Fuimos Invencibles. Editorial: Destino. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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