En busca del valle encantado (Don Bluth, 1988)
Querido Pablo:
A veces me gustaría que me mintieses. El resto del tiempo no quiero que lo hagas: creo que una amistad no debe construirse empleando la trampa como recurso retórico. Pero a veces me vuelvo débil y pienso que estaría bien que tú performases una realidad adecuada para mí. No sería más que un segundo de alivio, un paréntesis en la decepción.
Una pausa en el movimiento de las imágenes:
Piecito busca a su madre, incapaz de comprender su muerte. Al caer la tarde observa su silueta a lo lejos, dibujada sobre una enorme pared. Empieza a correr hacia ella, pero a medida que se acerca la sombra se va reduciendo. Cuando Piecito alcanza la pared, la sombra ya es de su propio tamaño. Habla con ella, de nuevo incapaz de comprender, le dice no te vayas mamá, la besa.
A veces me gustaría que no me dejases acercarme tanto al tamaño real de las sombras. Que congelases mi esperanza; aun sabiendo que es ilusoria, que se edifica alrededor de un engaño. ¿Cuánto tiempo podrías conservarme en esa pureza?
***
Déjame empezar de nuevo. Escribo, tropiezo, doy gracias a este espacio por habilitar una vía para mi reconstrucción. Hace dos semanas vi My Mexican Bretzel, ese artefacto tan misterioso con el que la cineasta Nuria Giménez Lorang se convirtió en una de las protagonistas de la última edición del D’A Film Festival de Barcelona. Supongo que es conveniente hablar de falso documental en este caso: la película asume los códigos del cine documental, pero nada de lo que cuenta es cierto. Todo es un juego, una ficción que derrite la realidad hasta transformarla en una cosa distinta. Una proyección de sombras sobre la pared.
Giménez Lorang se inventa el pasado de sus abuelos. A partir de un volumen importante de material rescatado de sus archivos familiares, reconstruye aquel espacio de conocimiento al que no le resulta posible acceder. ¿Qué hacían sus abuelos durante aquellos veranos? ¿Eran tan felices como parecían? La edición de esas imágenes es fundamental para comprender la transformación: la cineasta aplica una corrección de formato y color a su archivo familiar, ajustándolo a los parámetros de lo que ella imagina. Cambia los nombres a sus abuelos y narra su historia a través del diario ficticio de Vivian Barrett —su abuela, que ya no es su abuela, sino una misteriosa mujer cuyo pasado se nos revela con el despliegue estilístico y temático de una novela de Elizabeth Taylor o Barbara Pym—.
El asunto, Pablo, es que todas esas imágenes están pervertidas: el trabajo en el montaje de Nuria Giménez Lorang manipula también el tiempo. Nadie habla. El contenido de los diarios de Vivian Barrett se reproduce en forma de subtítulos mientras las imágenes se acumulan, una detrás de otra. Casi un siglo después de que los abuelos de la cineasta filmasen sus vacaciones de verano, sus rostros cobran una vida diferente. ¿Hasta qué punto puede llegar a ser verdad una historia que es mentira, pero que se nos presenta con los códigos de un trabajo documental, con los códigos de aquello que, culturalmente, hemos asimilado como cierto?
***
Quiero retroceder un poco para que entiendas que no busco ensalzar la capacidad de la ficción para colocar un velo delante de nuestros ojos —conozco y comparto el respeto que profesas a la verdad—; este texto no es una tesina contra el saber, ni un contrarrelato del mito de la caverna de Platón. Esta no es más que la confesión de mi debilidad. Comprendo que el refugio de la ficción no es más que una sombra —por dilatada que se nos presente—, y en consecuencia me acerco a él con cautela. Pero qué tentador resulta a veces abandonarse, equivocar la realidad con colores distintos, malear el relato con nombres nuevos, fingir que todo puede ocurrir de una manera diferente […]
***
Acumulando pactos sucesivos, la ficción y la mentira se asientan y se vuelven espacios cómodos. Pero es importante el pacto: autor y espectador deben ser mutuamente conscientes del gesto, del engaño convenido. La ficción no funciona si no parte de una realidad a deformar; no tiene razón de ser si se construye sobre el vacío. No pienso que el cine sea un dispositivo disuasor. No creo que sirva para amagar cosas, para escondernos de aquello que nos cuesta trabajo asimilar. Creo que la ficción hace su trabajo de manera inteligente cuando encuentra códigos nuevos para explicar realidades comunes —al final, querido Pablo, todo parece ser un asunto de poéticas entrecruzadas—.
Esta última semana he acudido en varias ocasiones al cine del japonés Makoto Shinkai. Creo que aquí puedo encontrar alguna veta de luz que resuelva esta maraña de ideas —no ha sido una semana clara para mí, todo se ha dispuesto densamente—: Shinkai trabaja precisamente a través de una serie de pactos que se acumulan y que acaban generando un universo de poéticas desorbitadas, de colores y luces irreales. El de la animación es un primer pacto, un pacto importante. Su mirada ingenua y romántica —¡en un sentido casi adolescente del término!—, su estridente empleo de los recursos musicales, su aspiración panteísta de integrar las emociones de sus personajes con los fenómenos atmosféricos; todos sus elementos se disponen sucesivamente para fabricar una irrealidad de la que somos conscientes, una irrealidad que posibilita accesos extraños al amor, a la reconciliación, a la calma afectiva.
No quiero que me mientas, Pablo. Me sirve con el relato de nuestra amistad; un relato a través del cual, introduciendo pequeñas modificaciones en una realidad que a menudo nos contraviene, acabamos por performar una vida más fácil, un espacio más cómodo para los dos.
Sé que las imágenes pueden engañarme, pero estoy atento.
Recalculando mi realidad desde la ficción —pienso, un tanto arrobado—, quizá pueda convertir en verdades algunas de mis mentiras favoritas. Al final, insisto, todo parece ser un asunto de poéticas entrecruzadas.
Con la extrañeza de no poder verte desde hace ya algún tiempo,
Adrián.
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