Hace ciento y pico de años, la fotografía, primero, y el cinematógrafo, después, hicieron creer que la objetividad era posible. Al final, su única aportación ha sido ocultar al que ve y cuenta.
Grave asunto, porque el que ve y cuenta es clave. Todo relato se limita a que el “mirón”, el que sabe porque ha visto, concite con su voz y su gesto el interés de un público al que hace creer, y ésa es su habilidad, que lo que importa es eso que él ha visto y que constituye la carne de su relato. La realidad, en cambio, es otra. La realidad es que lo único que cuenta es él.
La Literatura nació dramática.
La Literatura fue teatro antes que literatura. Los relatos sólo se escribieron cuando se hicieron tan complejos que corrían el peligro de que el contador los olvidase. Hasta que apareció la ilusión de que esa figura se podía suprimir. Con tal de no pagar, lo que sea. No es casual que la desaparición del que mira y refiere coincidiera con el advenimiento de la burguesía. Grande o pequeña, lo único que mira con particular atención la burguesía es lo que le cuestan las cosas. El beneficio que proporcionan, en cambio, es secreto. La fotografía y el cinematógrafo, artes burgueses por excelencia, crearon la ilusión de que se puede reproducir La Realidad Objetiva tal cual es. De que se puede prescindir del narrador y ofrecer al público La Verdad sin intermediarios. Sin mensajero. Sin los trucos y manipulaciones del narrador, ese cantamañanas, llámese Homero, llámese Velázquez, que después pasa la gorra. Durante siglos, de hecho, la Realidad había venido siendo lo que veía Velázquez, vamos a decir.
Con todo, el sueño de la objetividad no era nuevo. Cuando la fotografía empezó a imponer esa ilusión, la literatura llevaba coqueteando con ella por lo menos desde Balzac. Don Honorato había sido de los primeros que se empeñó en ocultar el narrador. La impostura ha tenido un largo recorrido hasta llegar a Capote; cien años antes, un amigacho y discípulo de Balzac, Flaubert, había concebido la historieta de la señora Bovary, que se tiene por cima narrativa, aunque a mí me parezca mejor el ¡Hola!. Ustedes se ríen, pero si leyeran el ¡Hola! verían qué magníficas historias se cuentan en sus páginas. Tengo para mí que los redactores del ¡Hola! se han empapado de los grandes clásicos del naturalismo, del objetivismo y, sobre todo, del realismo fantástico.
En fin, que ya se puede poner el gabacho como quiera, pero nada de Flaubert ni Bovary: la cima narrativa es la aventura del manchego, alfa y omega del contar, entre otras cosas porque allí anda siempre por medio el que cuenta, llámese Cide Hamete, llámese Autor que, sin más nombre que el que figura en la cubierta, no para de referirse a sí mismo a cuenta de los problemas que le da el puñetero de Cide Hamete. En algún momento, el que cuenta se llama Avellaneda, uno que de pronto aparece por allí a enmendar la plana al Autor de verdad. Para ello propone una especie de realidad paralela, una auténtica fake news de la época que encocora al verdadero Autor. Hay, para acabarlo de arreglar, otro autor más, el cuarto, que encima es doble: no uno, sino dos. Me refiero a los señores duques muñidores de la fabulosa aventura más realista de toda la historia de la literatura, la verdadera aventura falsa del caballo volador de madera llamado Clavileño. Es decir, muñidores tanto de La Realidad como de su espejo (y eso mucho antes de Lewis Carroll, ojo) hasta que el talento de Sancho convierte la pretendida farsa en más auténtica que la propia realidad que la rodea. Nunca se dirá lo suficiente: Cervantes, con permiso del ¡Hola! y, sobre todo, del autor de La Odisea, lo inventó todo. Incluida la meta-literatura.
Cervantes era un genio.
Como William Randolph Hearst, que mandó un tribulete a La Habana para cubrir la guerra hispano-norteamericana. Cuenta la leyenda, sin duda apócrifa, pero ilustrativa, que dos días después de llegar telegrafió a su jefe informándole de que allí no pasaba nada. La respuesta habría sido contundente: “Cállese, imbécil: eso es imposible. Aprenda a mirar y échele miga. Y abra bien las orejas, que ya pondré yo la guerra”. O sea, que pondré un argumento, un sucedido, un motivo para contar. Y cómo no, un público necesitado de que se lo cuenten. “Usted limítese a tomar nota de lo que pasa, que mi buen dinerito me cuesta tenerlo ahí, criatura. Y no me sea respondón”.
Todo relato es obra de alguien. Una verdad simple que se olvida, a mi juicio, con demasiada frecuencia. Obra de alguien para conseguir algo en un momento concreto y no en otro. Dios inspiró la Biblia para darse pisto y si Sherezade, la burladora, embriaga con sus relatos, que enreda hasta el infinito, es con objeto de mantener el interés, alejar el final y alargar lo único de verdad importante: su propia vida. Sherezade crea una gran mentira para sacar adelante la verdad de ella misma. En fin, que el verdadero protagonista de cualquier relato es el que lo relata. “¿A qué no sabes lo que me ha pasado?” “No. Cuenta, cuenta…” Herman Melville lo deja claro desde el principio: «Call me Ishmael”. Tres palabras que en español se reducen a dos. “Llamadme Ismael”. No se puede ser más claro. Ni más honesto .
Pienso YO.
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