El pasado 28 de noviembre un artículo del diario El País aseguraba que la mitad de las librerías españolas no superaban una facturación de 90.000 euros anuales.
El artículo fue compartido de forma significativa en las redes sociales por gran cantidad de usuarios, sobre todo relacionados con el mundo cultural, culpabilizando (sutil o directamente) en muchas ocasiones a la población por su falta de interés en la lectura, por dar la espalda a los negocios culturales o por preferir comprar, para ahorrarse unos eurillos, en plataformas impersonales, siendo los responsables directos del cierre (o en el mejor de los casos la subsistencia) de múltiples librerías.
La mayoría de las librerías a las que se refería el artículo no pueden casi catalogarse de pymes, sino de autónomos que contratan uno o dos empleados a lo sumo (aunque cuando nos referimos a un negocio cultural el término «autónomo» tiene poco glamour y preferimos llamarles emprendedores, freelance o responsable de una startup, cosas de la semántica y quién sabe si del elitismo).
Según datos de la Agencia Tributaria, en el año 2014 (si tenemos en cuenta la recaudación de su IRPF) el salario medio neto de los autónomos fue de 10.409 euros anuales, unos 870 euros mensuales, muy por debajo sin duda de esos 90.000 euros que no superaban la mitad de las librerías españolas. No poseo datos más actualizados, pero entiendo que las variaciones serían poco significativas, si es que la cosa no ha ido a peor.
De que los tiempos están cambiando, como diría el señor Dylan, no hay ninguna duda. Siempre lo hicieron, por mucho que nos pareciese una revelación cuando él nos lo señaló. La lista de profesiones decorosas que han desaparecido es larguísima: el afilador, el recadero, el herrero, el lechero, el campanero, el sereno… Y así, suma y sigue. Cambian las modas, cambian los consumos, cambian los hábitos, cambian los modelos y cambian las sociedades (que, casi siempre se nos olvida, construimos entre todos). A nadie le importó nunca. La tecnología ahora quizá lo acelera. Por lo demás, nada nuevo bajo el sol.
Que cierren librerías es un drama, sin duda, sobre todo para sus propietarios, que un día apostaron sus ahorros, sus ilusiones, y vaya usted a saber si incluso sacrificaron su familia en busca de un sueño y un modo de vida. Hasta ahí, de acuerdo.
Pero pensar que la desaparición de un negocio cultural es un drama mayor que la desaparición de cualquier otro creado con la misma honestidad, ilusión y sacrificio me parece, cuanto menos, maniqueo. Mucho más demonizar al consumidor por ello.
Parece que, efectivamente, no son buenos tiempos para la lírica, pero tampoco lo son para lo prosaico. En los últimos años he sido testigo de cómo en mi barrio han cerrado o cambiado de manos zapaterías, fruterías, cafeterías, peluquerías y un sinfín de pequeños comercios.
Yo mismo estoy al frente de una empresa cultural que, como cualquier otra, es susceptible de poder bajar la persiana en cualquier momento, si así lo deciden nuestros clientes. En este caso, nuestros alumnos. Pero el hecho de regir un negocio que ofrece un servicio cultural no me convierte en un ser más bondadoso, solidario, sacrificado o emprendedor que, pongamos por caso, un pequeño frutero que tiene que bregar a diario, imagino, con un sinfín de quebraderos de cabeza y pelearse su clientela con uñas y dientes, del mismo modo que cualquier otro pequeño empresario. Ni siquiera en un ser más imprescindible desde el punto de vista social.
Es curioso las varas de medir que utilizamos con frecuencia y los «donde dije digo, digo Diego». Como si fuese uno de esos pasatiempos, nos es fácil encontrar las siete diferencias cuando nos conviene.
Desconozco todos los pormenores del negocio del taxi y sus reivindicaciones como para poder posicionarme con un mínimo de sensatez, a pesar de que, de un tiempo a esta parte, han copado la información. Pero sí he podido observar cómo gran cantidad de ciudadanos, entre ellos personas vinculadas al mundo cultural, les han recriminado a través de artículos, posts en redes sociales o comentarios a pie de calle, su nula capacidad para adaptarse a los nuevos tiempos, a pesar de que ellos insistían (repito, no sé si con razón o sin ella) en que este no era el verdadero problema, sino que se trataba de algo de mayor calado legal.
Sea como sea, la pregunta que me hago es: ¿por qué los taxistas deben adaptarse a los nuevos tiempos y no los negocios culturales? ¿Por qué se criminaliza al usuario por comprar donde él, teóricamente, cree que le beneficia?
Supongo que nadie tiene, a priori, la intención de perjudicarse a sí mismo, por lo que entiendo que si al cliente se le ofrece un valor añadido estimable (cada uno tendrá que quebrarse la cabeza en busca de cuál es el suyo) lo apreciará y será más difícil que huya despavorido en busca simplemente del pequeño descuento que ofrecen las grandes compañías.
Me resulta curioso, por otro lado, ver como quien exige el apoyo per se de un negocio cultural, por el mero hecho de serlo, no tiene ningún problema en volar en compañías de bajo coste comprando los billetes por medio de internet, en reservar sus vacaciones a través de Airbnb, utilizar un Cabify o incluso adquirir a través de Amazon sus aparatos tecnológicos, sin importarle lo más mínimo si esto repercute en el hundimiento de la agencia de viajes de su barrio, la tienda de informática que está a la vuelta de la esquina o de su vecino el taxista, frente a las que se encuentran autónomos en similares condiciones que ellos. Quien no vende cultura, parece ser, puede pasar sin problema a engrosar las filas de fusilamiento de cualquier sociedad capitalista.
Tampoco tienen (tenemos) ningún reparo en informarse (o desinformarse, vaya usted a saber) a través de las redes sociales, sin que les preocupe lo más mínimo que con ello disminuyan cuantiosamente las ventas de los periódicos, con la consiguiente reestructuración y despido de miles de redactores que conlleva. ¿O no es la verdadera información cultura? Pero cualquiera renuncia a Twitter, Instagram o Facebook, las modernas hogueras de vanidades, a pesar de que signifique enriquecer las arcas de los grandes dinosaurios del capitalismo actual y, en cierto sentido, empobrecer la cultura.
Hay librerías, muchas y muy buenas, que apoyan editoriales independientes, colocan sus libros en los escaparates e invitan a los autores que publican dentro de ellas a presentaciones para dar a conocer sus libros. Pero otras nutren cristaleras con ejemplares de grandes grupos y publicitan novelas que ya llegan de sobra al lector por otros canales, sin necesidad de recibir un mayor apoyo y que probablemente les solicitarían sin estar visibles.
No les importa, por lo tanto, tampoco, dar la espalda a pequeños proyectos culturales creados con el mismo sacrificio, ilusión y renuncia en favor de lo que deducen que más les beneficia.
Exigimos la virginidad en la novia y señalamos la paja en el ojo ajeno mientras ocultamos nuestro adulterio y obviamos la viga que nos atraviesa.
Ya lo decía mi abuela, nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. Sobre todo, si truena encima de nuestros tejados. Los de las casas colindantes se pueden derrumbar por completo: ya vendrá alguien que se haga cargo de ellos.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: