En 1888 una compañía inglesa compró once hectáreas del monte Miseria, en Puerto de la Cruz, Tenerife. Era un malpaís: un campo volcánico reciente, un caos de rocas negras aún sin erosionar. Los ingleses levantaron allí un hotel inmenso, el Taoro, con jardines, estanques y campos de tenis, con un sendero en el que los jinetes pasaban su lanza por las sortijas que las señoritas habían colgado de unos arcos. Sutil, la metáfora. Tras la cena de gala, los jinetes devolvían las sortijas a sus propietarias y bailaban con ellas.
Un chico y una chica se daban besos largos en un banco del parque, con los ojos cerrados. Justo detrás de ellos, el malpaís era un hervidero de lagartos. Salían bajo las piedras, corrían entre los matorrales, se cruzaban, se escondían, se asomaban. Conté quince. De pronto apareció uno mucho más grande, de unos treinta centímetros de largo, de color plomo con manchas azuladas. En la boca llevaba un pedazo de una culebra, del que aún fluía un pringue amarillento. El lagarto daba cabezazos al aire para acomodar la carne en su boca y se la iba tragando. Cuando leo que han rehabilitado el Taoro y que reabrirá sus puertas en la primavera de 2025, en un aparente retorno triunfal de la testarudez humana, recuerdo que ni siquiera los ingleses consiguieron alfombrar el mundo en su totalidad. Sus orquestas callaron, los lagartos siempre vuelven y devoran a sus enemigos.
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