Conversamos con el escritor gallego sobre su última novela, Veinte (Planeta, 2017), «una especie de alegoría contra los falsos profetas, los gurús y los populismos».
Manel Loureiro (Pontevedra, 1975) pelea contra el Sol con Jeosm para que este obtenga las mejores fotos. «Con las gafas parezco Bob Dylan«, dice. El escritor gallego se muestra agradecido cuando le cuento que he leído su último libro —»no es tan habitual en este tipo de entrevistas»—, Veinte (Planeta, 2017), una distopía en la que, tras la liberación de un virus, se suicida casi la totalidad de la Humanidad. Los supervivientes y sus descendientes conjugan sus vidas al filo de un cuchillo en un ecosistema precario, imprevisible y cruel. La novela tiene algo de advertencia contra los salvapatrias, los vendemotos y los embaucadores. El relato imanta: sus 600 páginas se pueden leer, con facilidad, en cuatro o cinco días.
Zenda conversa con Loureiro en la terraza del Hotel de las Letras, con los magníficos techos del centro de Madrid de fondo, y con una luz y un calor indecentes teniendo en cuenta que estamos a finales de octubre.
P: Señor Loureiro, ¿qué es el terror?
P: Es una pregunta complicada, ¿eh? El terror es la manera que tenemos de enfrentarnos a nuestros propios miedos, de forma que estos no nos devoren. En ficción, el terror es eso. ¿Por qué nos gustan tanto las historias de terror (aunque la etiqueta no me termine convencer, por ser demasiado grande)? Porque nos permiten luchar contra nuestros propios miedos desde una posición segura. Me explico: si tú y yo paseamos por un bosque y vemos una casa decimonónica victoriana en ruinas, llena de sombras y de cuervos, y yo te digo: «oye, ¿entramos?», tú me dices…
P: Hoy no; mañana.
R: (Risas) Sin embargo, si esa misma situación transcurre en una novela o en una película, tú, que estás al otro lado de la barrera del papel o de la pantalla, dices: «venga, adelante», porque quieres saber lo que hay al otro lado, pero desde un punto de vista muy seguro. Cuando cruzas a ese otro lado y ves lo que le pasa al protagonista, sea malo o bueno, tú lo haces desde esa seguridad, has desafiado a ese miedo y te permite crecer como persona.
P: ¿Qué es lo que más le aterroriza en esta vida?
R: Uff… (Piensa) Las cosas que más me aterrorizan son demasiado prosaicas. No me da miedo un monstruo. Me da miedo perder mi identidad. El alzheimer me resulta aterrador, es la muerte en vida, perder la esencia de lo que eres…
P: Nick Cave dijo algo así: que su mayor miedo era perder la memoria.
R: Pues mira, ahí coincidimos. ¿Qué más? Me aterra el vacío emocional, perder todas las referencias emocionales que te mantienen anclado: tu familia, tu pareja, tus hijos. Si no tienes eso, acabas pirado, alistado en la Legión Extranjera. Después, hay otras cosas que tendrían que dar miedo que son más teóricas, pero luego resulta que no. Roosevelt dijo que «de lo único que tenemos que tener miedo es del propio miedo». Parece una frase de autoayuda, de galleta de la suerte, pero esconde una gran verdad. El miedo es una sensación aterradora y paralizante. El resto de sensaciones humanas te dinamizan: la ira te enciende; por amor, haces lo imposible; por deseo, ni te cuento…, pero por miedo, te paralizas. Por eso el miedo nos resulta tan fascinante: porque no somos capaces de entenderlo.
P: Usted que ha trabajado como presentador en la Televisión de Galicia y que colabora en algunos medios, ¿dónde encuentra más argumentos para asustarse: en las novelas y series de terror o en un telediario?
R: (Piensa) La realidad y la ficción acaban chocando muchísimas ocasiones. Siempre me resulta más aterradora la realidad: la ficción es un artefacto controlado que bebe de la realidad. La realidad saca muchas veces lo peor del ser humano, lo más monstruoso. Está dentro de nuestra naturaleza. Hay gente que es capaz de vivir sin asomarse nunca a ese pozo; hay gente que se asoma a ese pozo y es capaz de entrar y salir sin que le ocurra nada, y hay gente que se deja arrastrar, y esos son los auténticamente malos. Los telediarios dan mucho miedo, en definitiva.
P: Nunca un apocalipsis zombie hizo tan bien de, nunca mejor dicho, revelación literaria.
R: Es una historia muy surrealista. Empecé a escribir por accidente. Evidentemente, antes de escritor era lector compulsivo: tengo miles de libros en mi biblioteca. Yo trabajaba como abogado y escribía literatura jurídica, que es a la literatura lo que la música militar a la música: técnicamente es muy precisa, pero tiene muy poco espíritu emocional. Entonces, me alejé de ese ordenado mundo de querellas y demandas formando un universo donde todo eso no valiese nada, donde todas las reglas y todas las normas saltasen. Me pareció que contar una historia en la que, de repente, los muertos caminan entre los vivos y todo lo que damos por sentado se va al carajo, era un punto de partida para mostrar un relato de superación humana. Además, el tipo es abogado, sus conocimientos son nulos. Me apetecía contar una historia del héroe más improbable: estaba harto de esas historias donde el tipo es una máquina de matar o un sabelotodo, capaz de conseguir soluciones estilo MacGyver. Quería poner a un tipo no ya normal y corriente, sino especialmente inútil: no es hábil, sus conocimientos son muy académicos y no tienen cabida en ese mundo, pero tiene algo que sus adversarios no tienen: inteligencia y capacidad de raciocinio. Empecé a escribir eso en un blog, que era la manera que tenía de no guardarlo en un cajón para que mis nietos no lo encontrasen dentro de sesenta años y dijeran: «ostras, el yayo, lo que hacía» (risas). Mi sorpresa fue que eso se transformó en un fenómeno viral: pasó de tener cien lectores a cien mil en tres semanas aproximadamente, y de cien mil a millón y medio, en todo el mundo, en tres meses. Aquello explotó. Fue un poco factor Forrest Gump: estar en el lugar adecuado en el momento justo. Entonces se publicó, se transformó en un best-seller, ya empecé a publicar en el extranjero, salté a una multinacional y me vine a Planeta. Todo esto que te acabo de resumir en cinco minutos es mi vida en los últimos diez u once años.
P: Me han soplado que tu fichaje por Planeta es un poco sui generis.
R: Siempre hay que distinguir entre escribir, que es artesanía, y vender y publicar, que es industria editorial. Yo estaba en Plaza y Janés. Aquel año, cambié de agente, de editorial y aterricé en Planeta de la mano de Ángeles Aguilera. Fue una decisión maravillosa. Fue en 2012, con ellos llevo tres novelas y estoy encantado.
P: Sus obras han sido traducidas a casi veinte idiomas y se han vendido en treinta países. ¿Cómo se digiere eso?
R: De dos maneras: con cierta perplejidad al principio, y con mucha humildad después. En el mundo literario, el porcentaje de personas majas e imbéciles es el mismo que en el resto del mundo, pero los que son majos son especialmente majos, y al revés. Al final, los escritores somos tipos que vivimos cabalgando en nuestro propio ego. Para escribir, tienes que tener el ego suficiente que te permita desnudarte. Hay gente que no sabe manejar bien su ego y pierde el control. Entonces, te encuentras a ese autor con el que dices: «joder, vaya mentecato». También es cierto que, cuanto más éxito tiene un autor, más humano es y más tiene los pies en la tierra. Yo soy un cuentacuentos. Tengo la suerte de que hay un montón de gente en todo el mundo que le gusta que yo le cuente cuentos, pero eso no me hace más ni menos que un autor que haya publicado doscientos ejemplares. Y muchas veces no depende de ti mismo. Es el factor Forrest Gump del que te hablaba antes. Si cometes el error de pensar que el éxito se debe única y exclusivamente a que tienes un talento arrollador y a que eres la hostia, estás dando el primer paso hacia la catástrofe. Efectivamente, mínimo un porcentaje de talento sí que hay, pero hay un porcentaje mucho mayor de trabajo duro y uno nada desdeñable de suerte. Cuanto antes seas consciente de eso, antes te pondrás en tu sitio y entenderás que esto no deja de ser un trabajo. El más maravilloso del mundo, por cierto.
P: Hablemos de su última novela, Veinte. Para empezar, ¿qué herramientas le aporta, como autor, una distopía?
R: Es genial. Primero, me apetecía mucho escribir una distopía; segundo, son superdemandadas en los momentos de máxima convulsión social. Cuanto más convulso o tenso es el día a día, más necesidad tiene la gente de escaparse, de evadirse, de irse a otro sitio donde esa portada de diario machacona que lleva repitiéndose cinco años, de un modo asfixiante, no está. La distopía plantea un universo alternativo donde las preocupaciones, los problemas y los desafíos son otros, y donde, sobre todo, tienes la sensación de seguridad de que te están contando esa historia: sólo eres un espectador. Quizá sea mi válvula de escape a este raca raca incesante.
P: La acción transcurre en España, ¿verdad?
R: Sí. Me apetecía contar esta historia desde un punto de vista más cercano. Sería un fraude que yo ambientara esto en Atlanta. La idea es: «vale, estamos en un sitio distinto, pero es aquí».
P: Los asentamientos me recuerdan a los burgos medievales.
R: Totalmente. Si escribes una distopía, tienes que tratar de ser lo más realista posible dentro del marco irreal que has generado. ¿Cuál es el único elemento irreal aquí? La epidemia que obliga a suicidarse al 99% de la población. Pero si pasase, ¿cómo sería probable que fuese? Al final, te das cuenta de que los grupos humanos tienden a asentarse de una determinada manera. En la Edad Media se asentaban alrededor de un punto de fuerza, de posición, que les permitiese estar seguro. El monasterio es un homenaje a la última candela de cultura que quedaba cuando todo era oscuro. Hay otra cosa que me resulta fascinante: nosotros damos por sentado que en el plazo máximo de 24 horas podemos estar en cualquier lugar del mundo. Somos la primera generación de la Historia en disfrutar de ese privilegio, y es una aberración histórica: tus abuelos no, tus bisabuelos tampoco, pero, probablemente, tus tatarabuelos y los míos no se alejaron más de treinta o cuarenta kilómetros de donde vivían. Me apetecía hacer ese reset, con personajes que jamás salen de ese entorno y que consideran una odisea un viaje de cien kilómetros. Hemos perdido esa referencia temporal y espacial, al menos en Occidente.
P: Los héroes y villanos principales son jóvenes.
R: Por un sencillo motivo. Esta novela me salió de las tripas, llevaba dándome patadas en la barriga desde que tenía once o doce años y me leí El señor de las moscas. Estaba viendo cómo un grupo de críos de mi edad tomaba decisiones de adultos en un ambiente cada vez más hostil. Ese trauma se quedó dentro de mí, tenía que echarlo en forma de novela y lo he echado con Veinte, contándolo a mi manera. Cuando de repente coges a un grupo de personas jóvenes y le pones en una tesitura muy jodida, una en la que tienen que tomar las decisiones de las que depende no sólo su vida, sino la de los adultos, y que eran quienes tomaban las decisiones hasta el momento. Hay un viejo dicho que dice: «Ten cuidado con lo que pides porque se puede convertir en realidad». ¿Qué piden los adolescentes? Más autonomía, más poder. ¿Qué pasa si digo: «vale, toma. Ahora tienes el poder»? En ese sentido, la protagonista, Andrea, es un cuerpo extraño: tiene doscientos años y un cuerpo de diecisiete. Vive atrapada entre dos mundos.
P: Los jóvenes de El Cuenco parecen un cruce de los Jemeres Rojos —por su violencia— con, salvando las diferencias, si me permite, la CUP —por su ideología—.
R: (Piensa) Beben mucho de los Jemeres Rojos. De hecho, estuve en Camboya documentándome. Me resultaba aterrador imaginar ese ejército de críos entrando en una ciudad, sacando a la gente a punta de bayoneta y lanzando a la gente por las ventanas. Los críos no dejan de ser la carne de cañón de los señores de la guerra. En cuanto a la ideología, sí que es muy nihilista y rupturista. Salvando las distancias, pega un poco con la CUP que, nacionalismo al margen, está planteando una visión rupturista y radical de la economía, que no pega ni con cola, por cierto, con sus aliados políticos en este momento.
P: ¿Hay en Veinte una alerta sobre los populismos?
R: Hay una alerta sobre los cantos de sirena, sobre las soluciones fáciles, sobre aquellos taumaturgos que pretenden ser los líderes que tienen todas las respuestas. Tan peligroso es el poder de la masa, como en El Cuenco, como el poder de un hombre que se arroga el derecho de ser dios. La Lanza simboliza la manera natural que es para nosotros hacer las cosas frente a otras maneras de tomar las decisiones. Es el último reducto de un mundo, el nuestro, frente a otro que parece que va a empezar.
P: De lo que sí advierte, en la nota final, es de que todos los eventos que aparecen en la novela tienen parte de realidad.
R: Volvemos a lo que te decía: cuando trato de construir una historia, intento que sea lo más real posible. Si pasa lo impensable, ¿qué harías tú, qué haría yo? Quiero saber lo que haría una persona real, con inquietudes reales, con posibilidades reales. No me interesa la historia de Bruce Willis, sino la historia del tipo que sale del cine de ver a Bruce Willis.
P: Permítame una especie de spoiler involuntario: en un principio, creía que el Hombre de Blanco era una copia de Randall Flagg, el malo de Apocalipsis, de Stephen King –por su misterio, por aparecer en sueños…-. Sin embargo, resulta ser un ecoterrorista.
R: Básicamente, es un iluminado, un gurú. Pero un gurú como tantos otros que hay. Cabalgando sobre su propia arrogancia, cree que él tiene que darle solución a un problema que sólo existe en su cabeza. Realmente, es lo que hace Estado Islámico, por ejemplo, o cualquier grupo terrorista o el líder de una secta de pirados. ¿Qué pasa? Que de momento, exceptuando Estado Islámico, no han tenido medios para hacerlo de una forma tan brutal como en la novela. El conocimiento y los medios materiales están ahí, por tanto, no es descabellado que, algún día, un desgraciado decida solucionar sus problemas y sus pajas mentales a base de borrón y cuenta nueva.
P: Me llama la atención que en la sociedad que plantea la Humanidad ha dejado de ser religiosa.
R: Mira, eso es una cosa que me suponía muchos problemas a la hora de escribir la historia. El problema de crear un mundo distópico es que se te puede escapar de las manos. Hay novelas que las escribes cavando, siguiendo la veta de carbón, y otras en la que vas montado encima de la ola. Esta es de las segundas. Evidentemente, esta gente tenía que tener un sistema de creencias, pero abrir ese melón era muy complicado. Por otra parte, tenía muy claro que es un duro golpe a la fe descubrir que el 99% de las personas muere de una manera absurda. ¿Qué clase de dios permite eso? Por eso, este Hombre de Blanco juega a ser dios: en ese vacío nihilista, él cree que puede ser dios.
P: En la nota final, escribe: «Los avances en investigación genética han abierto un mundo de alternativas que resulta inquietante». ¿Hasta qué punto tiene derecho el ser humano a jugar a ser Dios?
R: Creo que no tiene derecho pero, al mismo tiempo, no se puede poner puertas al campo. Por ejemplo: la investigación con células madre. Puede permitir curar enfermedades como el cáncer, que gente que está paralítica pueda volver a andar…, ¿es lícito que impidamos el desarrollo de esa investigación, sabiendo que si se avanza por ese camino se pueden acabar creando seres humanos en una probeta? Supongo que, como toda nueva frontera, tendrá que ser recorrida y ajustada en cada momento. Tendrán que surgir normas, un nuevo pacto social. Date cuenta de que no es lo mismo que un tipo rompa un cristal de una joyería para llevarse las joyas que uno que juegue a ser Dios.
P: Finalmente, señor Loureiro: ¿el futuro nos pertenece?
R: La respuesta corta es sí, por supuesto. La larga: una vez que estaba la novela en la imprenta, descubrí de dónde había salido esa frase. Sale de Cabaret, es el «Tomorrow Belongs To Me». Era una canción nazi, que decía que el futuro pertenecía al nuevo Reich. Por supuesto, el futuro nos pertenece, pero a todos, a la raza humana. La frase es muy peligrosa. Veinte, al final, no deja de ser una especie de alegoría contra los falsos profetas, los gurús y los populismos. El futuro nos pertenece, sí, pero las decisiones de ese futuro las tenemos que tomar entre todos.
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