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Manga, arcades y karaoke, de Matt Alt

Manga, arcades y karaoke, de Matt Alt

¿Qué habría sido de nuestra juventud sin el Walkman o Pac-Man? ¿Qué sería de nuestros mensajes de texto sin emojis? ¿Y de las celebraciones con amigos sin karaoke? Todas estas innovaciones se las debemos a los japoneses. Matt Alt desvela la historia detrás de las principales creaciones niponas que han conquistado el planeta. Artísticamente empaquetadas, peligrosamente tiernas e inmensamente divertidas, exportaciones como Hello Kitty y Nintendo no se limitaron solo a entretener a generaciones de niños, sino que también transformaron profundamente nuestra forma de vivir.

Zenda adelanta la introducción a Manga, arcades y karaokes (Península).

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INTRODUCCIÓN

El rostro de una mujer emerge de la oscuridad. Se arrodilla ante una máquina cuya pantalla baña sus rasgos angulares con una inquietante luz verde. Se levanta y se aleja caminando; sus pasos hacen eco sobre el pavimento. Una canasta de flores se mece en la curva de un codo, la única señal de vida orgánica en este lugar oscuro y mecanizado. Mientras avanza de las sombras hacia la luz de una farola, un automóvil de apariencia extraña pasa rugiendo, nublando nuestra vista por un momento. La cámara retrocede para revelar a nuestra heroína de pie frente a un escaparate cerrado, mientras otros peatones van y vienen apurados. ¿A quién espera? Apenas tenemos tiempo para preguntárnoslo cuando la cámara hace un recorrido para revelar enormes y espectaculares señales de neón con nombres de bandas crípticas acechando sobre el paisaje urbano. Por lo que puede verse, esta es una metrópoli consumista; pero ¿dónde está? ¿Es Times Square? ¿El centro de Tokio? La cámara retrocede todavía más, revelando detalles de un misterioso paisaje urbano que, se hace obvio, no está en ningún lugar que hayamos visto; no está en ningún lugar que haya existido. Volamos sobre techos, torretas y maquinaria, todo rodeado por muros gigantes marcados con una mezcla de números romanos y caligrafía asiática. Un tenso sonido rítmico sube de volumen mientras chimeneas industriales arrojan humo hacia el cielo de medianoche. Esta es menos una ciudad y más una fortaleza; literalmente, un complejo industrial militar.

En la pantalla hay un destello y aparece un título: Final Fantasy VII. Los crecientes tonos de un sintetizador —evocadores, melancólicos— dan indicios de las maravillas por venir.

Final Fantasy VII es un videojuego y, cuando debutó en 1997, el mundo nunca había visto algo igual. Se trataba de la entrega más reciente de una popular serie (cuyo nombre era cada vez más equívoco), pero los títulos previos de Final Fantasy habían salido al mercado con la perspectiva estándar, bidimensional, aplastada y plana de los videojuegos tradicionales. Final Fantasy VII era un animal completamente diferente. Aunque cuadrado y primitivo para los estándares actuales, estaba desarrollado en su totalidad en tres dimensiones; una hazaña tecnológica muy importante para la época. Lo más innovador fue que se atrevió a asumir algo nuevo: que un videojuego podía tener el efecto dramático de una superproducción taquillera de Hollywood.

En vez de las usuales peleas a puños o las batallas con armas, Final Fantasy VII sumergía a los jugadores justo a la mitad de un drama. Su papel era el de un miembro de una banda variopinta de ecoterroristas determinados a detener a una corporación sin rostro antes de que consumiera del todo la única fuente de energía de su planeta. Descubrimos que la mujer que esperaba es Aeris, una vendedora de flores que se une a los rebeldes en el curso de su silencioso romance con el personaje del jugador, un antiguo soldado cuyo encantador nombre es Cloud. Final Fantasy VII presentó a los jugadores un reparto de personajes tan bien desarrollados como los de programas de televisión o películas, siguiéndolos a lo largo de una narrativa impredecible y a veces profundamente emotiva. El clímax del juego —la sorpresiva y prematura muerte de Aeris— afectó a los jugadores jóvenes de forma tan profunda que un crítico moderno lo llamó «el momento en que la cultura de los videojuegos se detuvo».

Desde luego, el mundo maravilloso de Final Fantasy VII no había salido de Hollywood. Era una superproducción taquillera de Tokio e inyectaría una megadosis de percepciones japonesas en la cultura general estadounidense: personajes de anime de ojos grandes y cabello tupido y sus melodramas estilo manga; héroes andróginos; la idea misma de que los videojuegos podían ser a la vez exploraciones meditativas y tan emocionantes como juegos de feria.

El equipo de mercadotecnia de Sony invirtió treinta millones de dólares, algo sin precedentes para un videojuego, _ en una guerra mediática sin cuartel modelada como las campañas de marketing para las principales películas estadounidenses. Su objetivo eran las audiencias jóvenes, con anuncios en cómics de Marvel y DC; los adultos, con espacios en Rolling Stone, Playboy y Spin; y todos los demás con comerciales impecables retransmitidos en cines, durante juegos de futbol americano, en MTV y hasta durante Saturday Night Live. «Decían que no podía hacerse una gran película»,_ retaba un anuncio en contra del negocio, «¡Tenían razón!». Cada comercial terminaba con un acercamiento del logo de la PlayStation, con una voz femenina y joven que entonaba de forma robótica la palabra como si fuera pronunciada en japonés: «¡purei-sutayshon!».

El éxito de ventas previo de la PlayStation, Tomb Raider,  de fabricación británica, vendió unas muy respetables 150.000 copias en el primer trimestre de 1997. Final Fantasy VII vendió un millón de copias en el trimestre posterior a su lanzamiento en septiembre. A los jugadores no parecía importarles la traducción apresurada del juego, que ocasionalmente escribía mal los nombres de los personajes, ni los momentos dignos de memes mientras Aeris declaraba respecto a otro personaje: «¡¡Este sujeto están enfermos!!». De hecho, el idioma incoherente solo le añadía exotismo al juego, reforzando la idea de que había emergido de una tecnópolis de la vida real casi tan atractiva como el entorno ficticio del juego mismo. Al final, las ventas alcanzarían las trece millones de copias en todo el mundo.

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Autor: Matt Alt. Traductor: Carlos Díaz Romero. Título: Manga, arcades y karaokes. Editorial: Península. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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