Una mariposa agita sus alas en Shanghai y provoca un maremoto en San Francisco. Un raterillo, aunque tenga la mirada torcida de Dick Widmark, su pelo pajizo y el destello de una violencia a punto de estallar, roba el monedero a una morena ondulante en el metro a la altura de la estación de South Street, en Nueva York, y desencadena una cadena de hechos, dominados por un cruel fatum, que implica a un chulo y a su chica, la ondulante morena del metro, a confidentes policiales, a una vendedora callejera de corbatas que es además una soplona, a un madero, al FBI y a un macguffin hitchcockiano, un microfilm con secretos químicos que conmueven al espionaje rojo de los años duros de la Guerra Fría. Bajos fondos, espías, política, el barro en el que se cuece la cuenta de resultados de la vida.
Tomar un argumento, escrito por Dwight Taylor, clásico de una trama de cine negro, una abogada perdidamente enamorada del asesino al que defiende, y transformarla en un noir, más duro, implacable, violento y a la vez de un romanticismo herido a lo Baudelaire: Sam Fuller lo hizo en Pick-Up On South Street (Manos peligrosas, 1953). Rechazar a la actriz Jean Peters, a la que Zanuck, el capitoste de la Fox, quería como protagonista, y quedarse fascinado con su forma de andar y mirar al cruzarse con ella en un pasillo de la Fox. O aceptar rodar una película en la que Nueva York en blanco y negro, con sus comisarías derrengadas, el metro abarrotado y sucio y las barcazas amarradas al muelle del East River o el Hudson, un remedo costroso de las peniches de cualquier fogosa película de Jean Vigo, es otro protagonista más de una película sobre el amor, la muerte, el vicio, la traición y el juego sucio y filmarla en Los Ángeles de tal manera que uno piense que eso es imposible, que lo que vemos en la pantalla es la Nueva York de los relatos de Damon Runyon, puro Rossellini pasado por el Bowery o la Cocina del Infierno, en definitiva, uno de esos milagros del cine, que, como el camarada Garci proclama, es siempre, siempre, mentira sincera. O convertir a una soplona vendedora callejera de corbatas (vale, es Thelma Ritter) camino de su cuarta nominación al Oscar y una reconocida y brillante ladrona de planos y secuencias, en un conmovedor personaje, devastador por su humanidad, esa mirada de Ritter de yo sé cómo es el mundo, lo acepto, pero ni me consuelo ni me rindo, sino que alzo la barbilla y le hago frente. O esperar la muerte, esa cita que no espera a nadie, mientras suena en un tocadiscos Mam´ zelle, una sentimental balada francesa, un mundo, París, soñado, nunca visitado, que escuchamos una y otra vez, hasta que resuena, seco, mortal el disparo que acaba con la cita no concertada pero inevitable. Todo eso y mucho más lo hizo, magistralmente, Sam Fuller, en Manos peligrosas, 80 minutos, 80, que pasan en un momento, pero en un momento que es como el estallido de una bala en tu tórax.
Porque Manos peligrosas es puro cine negro, sin el estoicismo moral de Hammett, el romanticismo perdedor de Chandler, la amoralidad sensual de Cain o el frenesí disparado de Mickey Spillane. Simplemente, es Sam Fuller, para el que el mundo es un relato lleno de ruido y furia narrado por un idiota (Shakespeare dixit). No hay reglas, no hay refugios, la vida sigue y cobra peajes, altos. Fuller impregna a sus películas, y esta no es una excepción, de un ritmo implacable que no lo parece. La trama de Manos peligrosas rebosa de sucesos, de personajes, de situaciones, pero la puesta en escena de Fuller es tan directa, tan hipnótica, que cuando la película acaba uno mira el reloj, se frota los ojos y no da crédito a que hayan discurrido apenas ochenta minutos de reloj desde que comenzara la película. Además, una película de Fuller está construida sobre trozos de vida, jirones de seres humanos cuya existencia, siempre al borde del precipicio, luchan y sobreviven o mueren, sabiendo que el mundo es una jungla, un campo de batalla minado por otros seres humanos. Aunque superficialmente no lo parezca, Sam Fuller es un moralista sin cánones previos ni subterfugios dialécticos o retóricos, un romántico abrasado por el nihilismo de la vida que destruye a los más débiles. Sus personajes no son emblema de nada ni de, salvo de ellos mismos; son leales y sinceros, aunque traicionen, mercadeen con lo que no se puede mercadear, amen o destruyan el objeto de su amor. Tarantino no tiene nada de Fuller, aunque algunos lo sostengan. Jean-Pierre Melville adoraba a Fuller e intentaba imitarlo, pero era mucho más complaciente con cierta aura de romanticismo de perdedor. Nada de eso hay en Sam Fuller, buen amigo de John Ford y de Hawks, que rodaba como vivía, recordando cada instante de su vida de chico neoyorquino que husmeaba como reportero en los rincones oscuros de la gran ciudad. Como recordaba lo que sentía en la guerra europea contra los nazis, un ilustrado soldado de infantería que en medio del fragor del combate seguía escribiendo novelas extraídas de su manera de mirar la vida, sin tapujos, sin excusas, cara a cara.
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Pick-Up on South Street (Manos peligrosas, 1953). Producida por Jules Schermer para Twentieth Century Fox. Dirigida por Samuel Fuller. Guion de Samuel Fuller, adaptando un argumento de Dwight Taylor, Blaze of Glory. Fotografía de Joe MacDonald, en blanco y negro. Música de Leigh Harline, canción Mam´zelle, escrita por Edmund Goulding. Montaje, Nick De Maggio. Vestuario de Chales Le Maire, trajes por Travilla. Dirección de arte, Lyle Wheeler y George Patrick. Interpretada por Richard Widmark, Jean Peters, Thelma Ritter, Murvyn Vye, Richard Kiley, Willis Bouchey, Milburn Stone, Henry Slate, Victor Perry. Duración, 80 minutos.
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