Tiene Manuel Gutiérrez Aragón un reloj de pared averiado por el que asoma el ojo de una mujer y un Swatch azulón en la muñeca, como García Lorca presumía de poseer “un guante de mercurio y otro de seda”. Gasta botines negros relucientes, tirantes y una chaqueta para conversar sentado en una butaca en los medios de una sala luminosa con grandes ventanales en una mañana de lluvia amarga.
Viene a cuento la cita porque acaba de publicar Vida y maravillas (Anagrama), 350 páginas de deleite donde da cuenta (no siempre y según y cómo) de su trayectoria de flâneur. A los seis años, convaleciente de una tisis, descubrió, malicioso, que las historias retorcidas que inventaba provocaban espanto y curiosidad a un auditorio repleto de hermanos y primos. Por aquellos días, la tía María y la muchacha Pilar le contaban la misma película, pero a él le parecían distintas; sin querer aprendió lo que más tarde estudiaría en la Escuela de Cine: montar escenas. Y que “el arte es muy ambiguo, afortunadamente”. Confiesa ahora que nunca ha dejado de ser del todo aquel niño perplejo y muy a su aire.
*****
—¿Por qué este libro? ¿Ha querido hacer un recuento?
—No me lo he planteado como un libro de memorias al uso, ni mucho menos como una autobiografía, porque además no me gustan las biografías. Pero sí es verdad que cuando uno quiere saber de una época, los libros de memorias te dicen mucho más que los libros de los historiadores, que tratan grandes acontecimientos sociales y políticos y, en cambio, cuando lees las memorias de Saint-Simon te enteras de la vida social de Francia en esa época, como también ocurre con las novelas. Pensé dar un testimonio de las épocas que he vivido, de los viajes y de los cambios que hemos presenciado en esta época, que es la mía, la tuya y la de los posibles lectores. Para no aburrirme, más que contar acontecimientos de una forma cronológica me lo planteé como si fuera una narración. Y eso me hacía gracia, me entretenía. Una narración mirándome como personaje. En este libro practico algo que se aprende en el cine: la elipsis. Hay cosas que me salto. Ya sé que algunos echarán en falta muchas cosas, pero he escrito las cosas que debían ser contadas. Por otro lado, más que rememorar se trataba de repensar los grandes temas políticos, el abandono del comunismo, la caída de la Unión Soviética, la aventura cubana… Y mi relación con ellos, claro. Y sobre todo me apetecía mucho hablar de arte y una cosa que no se sabe mucho, mi afición al arte africano, porque me parece muy enigmático. Por cierto, cuando escribo sobre ello intento aclarar mis dudas. Yo tenía apuntes y la redacción final la escribí prácticamente de un tirón. También me interesaba escribir sobre viajes, lo que el viaje tiene de aventura. Eso me lo tuve que pensar porque ahora ya todo el mundo viaja, y tenía que ver cómo diferenciar un viaje cultural a la China profunda de un viaje turístico.
—¿Cuándo fue el viaje a China?
—En los años 70, todavía existía la Revolución Cultural.
—También habrá algo de balance en el libro.
—Quieras que no, lo hay.
—¿Y cómo se ve ahora, a los 82?
—Me molesta mucho ser viejo. Muchísimo. Creo que es la primera vez que lo digo, en el libro no lo digo. No lo puedo soportar. No por la cuestión física sino porque tengo una gran curiosidad por las cosas. Procuro mantenerla, pero veo que hay muchas cosas que me voy a perder. Fundido en negro. Todas las personas tienen la sensación de que su época ha sido única, que evidentemente siempre lo ha sido, porque todas las personas son únicas y misteriosas y no se parecen a nadie. Pero es que en nuestra época ha sido verdad, ha habido grandes cambios. Los que vivieron la Revolución Francesa o la Guerra Civil Española vivieron grandes cambios, o los que vivieron la Guerra de Vietnam, porque fue la primera derrota del imperialismo. Pero nosotros hemos visto que las grandes construcciones ideológicas se deshacían y que, en cambio, consideraciones filosóficas que teníamos como más débiles, como la Escuela de Frankfurt, es la que realmente ha funcionado; porque cambios como las costumbres sexuales han sido decisivos, cambios que eran más bien de la Escuela de Frankfurt que no del marxismo-leninismo clásico. ¿Por qué yo era comunista? Porque el comunismo me ofrecía una solución total para todo, para el arte, el pensamiento, la política y la vida privada. Pero esas construcciones cayeron. También la gran construcción religiosa, que ya cayó en el siglo XVIII. Es decir, hemos visto la caída de las grandes construcciones ideológicas totalitarias, el fascismo, el comunismo y el catolicismo. Estamos un poco huérfanos de ideas. En cambio, la Escuela de Frankfurt ha construido la modernidad.
—Ya, pero no me ha contestado del todo. ¿Cómo se ve usted ahora?
—Recuerdo una frase de Ortega. Él era muy frívolo, pero a veces en la frivolidad… Una mujer le dijo: “Usted qué poco sale al campo, a pasear”. Y él contestó: “Es que yo no vivo, señora, yo asisto a la vida de los demás”. Yo me tengo por alguien que a estas alturas asiste a la vida de los demás. Mi vida ha tenido mucho de flâneur, ese salir y no saber muy bien adónde vas. Incluso cuando vas a un sitio, procurar dar rodeos para llegar más tarde. Sólo que yo no tengo una Ítaca donde volver. Ulises tenía una meta, la de volver a casa; yo considero que ya no tengo casa, ni el marxismo ni ninguna otra ideología que me permita pensar que tengo una casa. Mi balance sería que he sido, y sigo siendo, un viajero errático.
—Una curiosidad: comente lo de los apellidos. En un momento del libro confiesa que no se llama Gutiérrez Aragón.
—Bueno, en el instituto siempre me llamaban Aragón porque había muchos Gutiérrez y muchos Sánchez. Mi padre, de segundo apellido, era Aragón, se apellidaba Gutiérrez Aragón, y yo desde los cinco años he respondido al nombre de Aragón, por eso cuando me puse Gutiérrez Aragón me pareció lo natural.
—Hay un personaje curioso en el libro, el de su abuela cubana que fumaba cigarrillos y algún puro sentada sobre la tapa del váter. Pero más allá de esta costumbre, casi de realismo mágico, le permitió ver que había otros mundos más allá de su Torrelavega natal, donde vivía.
—Una parte de mi familia vivía en un mundo cubano, todavía hablaban con acento cubano (mis tías y mi abuela) y se comía en cubano, de modo que cuando llegué por primera vez a La Habana me dije “Pero si Fidel Castro habla como mi abuela”. Cuando ahora vas a La Habana y veo la pobreza que reina en Cuba me digo: «Vosotros no os dais cuenta de que hubo un momento en que vosotros erais los ricos y nosotros los pobres. Vosotros nos mandabais el chocolate, las medias de nailon dentro de la revista Bohemia. Cuando llegó el plexiglás, aquellos paraguas de plexiglás». En fin, la vida da muchas vueltas. Yo vivía una vida paralela cubana gracias a lo que llegaba desde allí y gracias a mi abuela, y eso me permitió construir una Habana mágica que yo disfrutaba mucho. Incluso la imaginación sexual iba hacia la Cuba que yo imaginaba. Cuando llegué allí vi que la Habana que había imaginado era así, así de verdadera.
—También se imaginaba sexualmente a sus primas Marimarta y Mariaelena. Mariaelena, escribe, era una “belleza más allá de lo tolerable. Había sido contratada para anunciar el jabón Lux, el jabón de las estrellas”. Y salía en la televisión.
—Eso es totalmente cierto, sólo que he cambiado los nombres de las primas, por razones obvias.
***
Quizá el primer «montaje» cinematográfico de Manuel Gutiérrez Aragón se produjo cuando, estando enfermo de tisis en la cama de niño, Pilar, una de las muchachas de la casa, y la tía María le contaban la misma película, pero cada una le relataba una parte, un aspecto; una se había fijado en las historias de amor, la otra en los personajes. “Yo tenía que hacer un esfuerzo y reconstruir una película única. Es verdad que mis primeras películas fueron películas contadas”.
Al futuro cineasta y escritor le contagió la tisis una de las dos hermanas que su padre (veterinario) había traído para incorporarlas al servicio de la casa después de que se quedaran huérfanas de padre por haber sido fusilado por las tropas de Franco. Aquella convalecencia, a la que hace referencia la portada del libro, fue clave. “Si yo no hubiera sido ese niño enfermo y lector, seguramente yo no me habría dedicado a la creación artística, tanto al cine como a la literatura. Un niño solo, al que no le dejan que se acerquen otros niños por miedo al contagio, tiene que inventarse un mundo, del que seguramente no he salido del todo. Ese mundo que te creas es un mundo duro, porque te empiezas a imaginar cosas tremendas, como que tus padres no son tus padres porque están representando una obra de teatro”, dice sin parpadear y con los ojos bien abiertos. “Creo que no me he librado del todo de aquel martirio que era la imaginación de un niño solo en la cama. La manera de defenderte era leer, escuchar las películas que te contaban y labrarte un mundo propio”.
***
—¿Cuántos años tenía?
—Cumplí siete en la cama.
—¿Cuánto tiempo estuvo así, postrado?
—A mí se me hizo eterno, me pareció que viví siglos en la cama, pero mi madre me dijo que estuve poco tiempo. Allí aprendí un placer sádico, el de narrar historias. Cuando yo se las contaba a mis hermanos [es el mayor de seis] y mis primos vi que les hacía sufrir, y eso me producía un placer indescriptible, por eso alargaba las partes más tristes. Casi se echaban a llorar. Ahí aprendí que la narración es una de las cosas que más manipulan a las personas, porque las manipulan por dentro; la política las manipula por fuera. La vida narrativa, más que la filosófica, que es más dura, se introduce en las personas y puede resultar incluso tóxica.
—El poder de la literatura.
—El poder de la literatura.
—Narra también la historia de su tío Pepe, (“el mayor de mis tíos, hermano de mi madre”) en el buque prisión Alfonso Pérez en 1936, igual que un familiar falangista de Álvaro Pombo, que lo cuenta en Santander, 1936.
—Sí, ya lo leí. Es la misma situación, la misma exactamente.
—Libro magnífico.
—Sí, estupendo. Cuenta la represalia de las milicias tras el bombardeo a un barrio obrero para vengarse en los presos. Entonces vino la autoridad y lo impide, y dice: “No, no, no. No se puede matar así por las buenas, hay que hacerlo según un orden”. Se hizo diezmándolos. Se les llamaba por el nombre y cada diez mataban a uno. Es decir, que la autoridad, de la clase que sea, impuso que se matara, pero con orden, mientras que lo otro era una venganza tumultuaria, de las turbas. Eso siempre me impresionó mucho: cómo se seguía matando, pero con orden. Mi tío Pepe se salvó porque tenía un sosias, que era cura además; se llamaba José Sánchez y se levantó un segundo antes que él. Todas esas cosas de la guerra, que la gente no lo sabe hoy, y que ahora se está replanteando otra vez, lo republicano y el periodo de la preguerra, ahora que se habla tanto de la memoria histórica y de la memoria democrática… Casi nunca sale una cosa que a mí me sigue llamando mucho la atención, que no lo he contado en los libros, sino ahora hablando contigo, y es que las víctimas que padecieron aquello nunca querían hablar de ello hasta muchíííísimos años más tarde. Tanto las víctimas republicanas como las víctimas nacionales. Mi madre, que era franquista y que me contaba historias tremendas de la guerra, no las contaba. Lo hizo cuando ya era muy mayor, cuando tenía sesenta o setenta años. Y las muchachas que tuve se hicieron muchachas de servicio todas. Y cuando digo todas digo el cien por cien, porque a sus padres o maridos los habían fusilado los franquistas o estaban en la cárcel. Se habían puesto a servir, habían caído en la servidumbre, porque en sus casas ya no entraba el dinero del padre de familia, del marido o de los hermanos. Todas las muchachas venían de familias republicanas represaliadas. Y ellas tampoco hablaban, no hablaron hasta mucho más tarde. Es decir, la gente tiene una gran vergüenza a hablar por haber sido víctima. Eso es un hecho que me parece muy curioso y que casi nunca se cuenta. Y ahora que, afortunadamente, se redime la memoria democrática y se abren las fosas… Pero hay que ver lo que les costó a las víctimas hablar de su tragedia particular. Por eso creo que es tan importante la memoria como el olvido; hay un juego ahí extraño entre la memoria y el olvido voluntario.
—“El cine nunca aburre”, escribe rotundamente. Luego viene a decir que lo que aburre…
—Que lo que aburren son las películas. Tu experiencia, la experiencia de cualquiera, o por lo menos la mía, es que los primeros diez minutos de una película son maravillosos. Siempre. Cuando empieza una película no hay película mala: la introducción, un mundo distinto lleno de imágenes, generalmente con cuerpos bellísimos… Luego, el desarrollo es otra cosa. Yo creo que tenían razón los curas cuando… ¿Por qué tenían los curas tanta manía al cine? Yo creo que porque ellos saben que ver cuerpos que se mueven es una cosa perversa, ver un cuerpo que se mueve en la pantalla es una perversión en sí misma.
—¡Viva Zapata! parece que le empujó a entrar en la Escuela de Cine y, a la vez, paradójicamente, escribe: “Me he acercado al comunismo gracias a una película anticomunista”.
—Como tantas películas que falsean la Historia, ahí hay una doble dimensión; por una parte es una película que emocionalmente conduce a la rebelión y, sin embargo, analíticamente resulta que es una película anticomunista. Y en la época que se daba, la de la caza de brujas y el macartismo, muy reaccionaria. Fuera del contexto americano era una película que aquí estuvo prohibida y luego estuvo muy censurada porque desde el punto de vista del agitprop llevaba a la insurrección; de alguna manera nos servía de munición ideológica contra el fascismo. Ahí está la paradoja del significado que tienen muchas obras de arte.
—¿Por qué era reaccionaria?
—Porque se hizo en la época de la caza de brujas y porque intentaba aportar dos cosas: que las insurrecciones eran espontáneas y que había una ideología perversa que las corrompía. En la parte final, Zapata se da cuenta de que al ser un líder campesino, popular, se había convertido también en un dictador. Eso es mentira, porque no pasó así, no se fue de México capital porque de pronto cayera del caballo y se diera cuenta de que el poder corrompe: eso es una tesis muy reaccionaria; el poder hay que administrarlo y corrompe si eres un corrupto, y si no, no. Emiliano Zapata se muere en México porque las fuerzas militares le rodearon a cañonazos y le echaron, y no porque él decidiera que el poder corrompe. Por eso el arte es muy ambiguo, afortunadamente.
—En esa época, en los años 60, estudia Filosofía y Letras en la Universidad Complutense, vive en el colegio mayor San Juan Evangelista (el original, próximo al Parque del Oeste), empieza a militar en el PCE y conoce a personajes como Chico Sánchez Ferlosio.
—Fue uno de los primeros camaradas a los que vi fumarse un porro. Hasta ese momento, y ahí entra la Escuela de Frankfurt, el partido era muy riguroso en las relaciones sexuales: no podía haber homosexuales dentro, por supuesto estaba muy alejado de las drogas y no se podía ligar con la mujer de otros camaradas. Y Chicho, en vez de ser expulsado y anatematizado, aquello se incorporó a la ideología. Es decir, Marcuse le ganó a Lenin. Los años 60 fueron decisivos en el cambio de las costumbres.
—Rafael Sánchez Ferlosio.
—Era un ser extraño siempre vestido de pana, en invierno y verano, no sé cómo aguantaba en Madrid en agosto vestido de pana. Era muy lector; lo leía todo, hasta Juan de Mena, y tenía unos cuadernos fantásticos donde lo apuntaba todo, que creo luego dieron origen a aquellos libros de pecios. Se encerraba en el Ateneo y ahí estaba siempre. Vivía de noche, de día cerraba los postigos de la casa y no dejaba entrar a nadie porque dormía. Él decía de sí mismo sobre Carmen Martín Gaite (entonces su mujer): “Pobre Carmiña, pobre Carmiña, es como una viuda que vive con el muerto dentro”.
—Alberto Méndez.
—Alberto Méndez, Jesús Munárriz, Lourdes Ortiz y yo entramos a la vez en el partido porque éramos de la célula de Filosofía. En Filosofía y Letras fue donde se creó una de las primeras células del PCE de la Universidad, así que la vida con ellos era muy intensa. Y clandestina. Dejamos casi de estudiar para dedicarnos el noventa por ciento de la vida a la agitación. Aquello fue para mí un cambio muy importante porque yo había sido hasta entonces un buen estudiante. (En Vida y maravillas escribe: “Pequé, pero no me arrepiento. Volvería a hacer lo mismo”). También estaba Fernando Sánchez Dragó, claro, que acababa de salir de la cárcel y que se incorporó a la célula. Ya entonces apuntaba maneras porque Javier Pradera decía que era “marxista vitalista”.
—Jesús Aguirre.
—Bueno… Era uno de los curas aquellos que cambiaron la sotana por la Escuela de Frankfurt.
—Bueno, quizá el introductor vía la editorial Taurus.
—Sí, sí. Cuando había que hacer una misa por un rojo que habían fusilado se llamaba a Jesús Aguirre.
—¿Se topó alguna vez con el comisario González Pacho, «Billy el Niño»?
—No. Supongo que lo vi alguna vez en la Facultad, pero nunca tuve un encontronazo policial con él.
—¿Llegó a estar detenido?
—Estuve detenido pero nunca llegué a estar encarcelado.
—Escribe en su libro otra frase contundente: “La vida consiste en fingir que se vive”.
—No sabría explicártela más, no sabría decirte más.
—“Sólo saber adónde vas cuando ya has llegado”.
—Uno sabe de dónde sale, pero no sabe ni adónde va ni cuándo llega. Esa sensación la sigo teniendo.
***
En la Escuela de Cine, Gutiérrez Aragón tuvo profesores magníficos, nada menos que a Luis García Berlanga (en el libro Gutiérrez Aragón recoge que el director de Calabuch se refería a él siendo estudiante como “ah, sí, Manolo, ese que hace cine checoslovaco”), Juan Antonio Bardem, Carlos Saura y, entre otros, José Luis Borau, quien parece que le marcó más. “Borau era profesor de guion, no de dirección, pero cuando se ponía a hablar daba más clase de dirección que de guion. Se ponía muy furioso, era muy crítico y muy duro. En la Escuela de Cine había dos bandos irreconciliables, los partidarios del cine americano, los de la revista Film Ideal, y los del cine italiano, los de Nuestro Cine, los rojos, a los que yo me sentía cercano por razones ideológicas. Borau era del cine americano y yo del italiano: esos dos bandos ni se hablaban. Evidentemente, las enseñanzas de Borau tenían de bueno que a mí me servían de contraste para mi propia experiencia; yo me he alimentado mucho de mis propias contradicciones.
El cine italiano tenía entonces dos cosas fantásticas: una gran belleza plástica y a la vez era un cine crítico con la sociedad. Era la época de Visconti, de Fellini, de Antonioni. Era mucho más próximo, por razones latinas, a lo que estábamos viviendo nosotros, y también habían vivido bajo el fascismo. A mí el cine americano me parecía que era imposible imitarlo. Se le podía admirar —yo admiraba mucho a Ford—, pero evidentemente para la enseñanza no me servía porque era un mundo distinto, una mecánica fílmica distinta, unos actores que se comportan de una forma distinta y una financiación distinta. Me parecía más utilizable el cine francés o el italiano. Yo discutía mucho con Borau, a voces, pero luego se dio la paradoja, porque a él también le gustaban los contrastes, que me llamó para ver si tenía algún guion y yo le di el de Furtivos. Y fuimos amigos.
***
—Por la Escuela ya aparece, en aquellos años, Juan Luis Galiardo. Quien no le haya tratado es difícil dibujarlo.
—Tenía una cosa muy buscada en el cine, que quizá la gente que nos esté leyendo no sepa tanto; y es que en el cine se aprecia mucho la fotogenia. Galiardo, de joven, pusieras donde pusieras la cámara, aquel hombre salía bien. Aquello era muy buscado, pero él era muy insoportable porque seguramente le vino grande el éxito que le llegó desde el principio. Por circunstancias de su propia vida desapareció y muchos años más tarde apareció diciendo “ya soy mayor”. Apareció como un gran actor.
—¿Qué es lo que le decidió a entrar en la Escuela de Cine, ¡Viva Zapata! o…?
—No, no. España era un país cerrado donde no llegaban ni libros ni películas, pero en la Escuela de Cine se veían películas prohibidas; además el cine era muy atractivo. Yo ingresé allí sin tener ni puñetera idea de cine, un poco por casualidad, antes de la edad debida [21 años] y más bien por afanes de espectador, de ver películas, y no de ser realizador; es decir, más como espectador de la vida, una vez más, que como profesional. Aquello a mis compañeros les resultó muy mal. Y yo me sentí un intruso porque les sentó muy mal que yo ingresara en la Escuela ocupando un lugar de otros cuando yo por el cine tenía un interés meramente de espectador. Pero el cine es un veneno lento, es un tóxico que te va entrando y al final fui aprendiendo; pero me costó mucho.
—Su debut, con Habla mudita (1973), fue impresionante: estuvo rodeado por Francisco Nieva como decorador, Elías Querejeta como productor, José Luis López Vázquez como actor protagonista y Pablo del Amo como montador. ¿Cómo lo consiguió?
—Pues… Bueno… También un poco… Yo tenía a López Vázquez, que entonces era un actor muy cotizado porque hacía las películas españolas de comedia, pero también las películas que iban a Cannes con Saura. Y bueno, él accedió a hacer una película conmigo en unas condiciones horribles, porque aquello era durísimo, toda la vida me lo reprochó. Era la primera película que hacía y tampoco tenía mucho conocimiento. Tuve suerte. Fue muy dura porque hacer una película en un sitio lejano, donde tienes que coger un coche para ir a la montaña, donde después tienes que coger un Land Rover y luego caminando un poco más arriba con todos los trastos para rodar en una caseta que ha fabricado Nieva y que da a unos valles hermosísimos y maravillosos en los Picos de Europa, unos con bosques, otros con peñas, otros con vacas… ¿Pero luego qué ocurre? Pues ocurre que hay niebla, y entonces el operador lo que tiene que poner para que aquello funcione es una sábana en la ventana para que parezca que el exterior es verdadero, una sábana iluminada en la ventana en vez de verse los valles aquellos que te había costado Dios y ayuda llegar hasta allí. Aquello para mí fue un baño de realidad. Pensé que me tenían que echar del cine, porque ir hasta allá arriba y tener que poner un forillo, un decorado, para poder rodar, pues es imperdonable. Ya desde entonces pensé que el cine había que construirlo en un plató y que la realidad había que fabricarla, que la realidad para el cine no es nada si no está fabricada.
—Un modo de entender su cine puede acercarse con esta frase del libro: “Prescindo de lo escrito para adaptar el personaje al actor”.
—Eso no está muy bien visto por parte de la industria, pero yo lo hacía porque como siempre he sido en cierta manera un poco marginal al cine al tener a un actor, por ejemplo a Ángela Molina o a Fernando Fernán Gómez, procuraba adaptar el personaje al actor y no al revés. Y eso me permitía trabajar mucho mejor con los actores.
—Y de algún modo se los ganaba.
—Sí, sí, pero sobre todo la cosa funcionaba. Yo pienso que la mejor dirección de actores es la que no existe, que el actor se dé cuenta de lo que tiene que hacer sin que le digas nada. A Ángela Molina o a Fernando Fernán Gómez, por ponerte un ejemplo, no les decía nada porque ellos ya adivinaban lo que tenían que hacer. Estaba en el guion y estaba en el aire. Cuando tú tienes que decir al actor “bueno, mira, esto no es así, tienes que estar más convincente, tú eres un hombre que tienes un poder de mando, de gobierno, tienes que ser más duro” o, al contrario, “tu personaje es más blando”; si tienes que dar muchas explicaciones, malo. La cosa es cuando se produce ese momento maravilloso en que todo el mundo entiende sin que tengas que decirles nada. Como yo escribía los personajes pensando ya en los actores, cuando escribía el diálogo para Fernando Fernán Gómez ya le oía esa voz que tenía, o cuando yo pensaba “Ángela Molina se levanta de la butaca y va tropezando” yo ya sabía que cuando Ángela Molina se levantara de la butaca iba a estar tropezando con todo.
—“El espectador pide cuentas al director de una manera más exigente que a un autor musical, a un pintor, incluso a un novelista”. Qué curioso.
—Sí, es curioso. El cine, de siempre, ha sido muy tutelado, y muy perseguido por los gobiernos, por la influencia que tiene; las opiniones políticas de un director de cine siempre se ponen en cuestión, las opiniones políticas de un músico bastante menos. Pero eso es obvio.
—De pasada, pero conoció a Gil de Biedma.
—Sí, siempre me gustó y me sigue gustando como poeta.
—Y Marsé.
—Marsé era amigo. Siempre me insistía a ver si adaptaba alguna de sus novelas y yo le decía: “Mira, para ser amigo lo mejor es que no adapte ninguna de tus novelas”. Estuve a punto de hacerlo con El embrujo de Shanghai pero luego lo dejé.
—Esto no es muy conocido.
—Sí, antes que Víctor (Erice), lo que pasa es que no hacía mucho tiempo yo había hecho Demonios en el jardín y, claro, en Demonios en el jardín hay un niño que tiene un padre ausente y que le cuentan cosas de él, y yo me dije: “De niño enfermo con padre ausente ya tengo, y ahora si hago El embrujo, que es una niña con padre ausente, me van a decir que es lo mismo”.
—Cuenta una escena de Fernando Fernán Gómez muy divertida. “Aquel hombre pelirrojo, de voz ronca y profunda, acaparaba sin tardar la atención. Poco a poco su cuerpo se iba deslizando desde el sofá verde hasta la tupida alfombra, en donde quedaba cuan largo era”.
—Recuerdo que en el Festival de Berlín, en el Hotel Kempinski, por las noches aquel hombre empezaba a hablar y venía a escucharle gente (se ríe) de todo el hotel. Además, claro, hablando en español. Su magnetismo era tremendo.
—Y ese ambiente divertido irrumpe el 23-F.
—Cuando hay un golpe de Estado hay temores a la cárcel, a la represión, pero cuando estás fuera tienes además el plus de la humillación, porque el director del festival nos dijo que nos podían dar “refugio y comida durante un tiempo”. Me dije que nos iban a tratar como exiliados. Por un momento lo pensamos, luego ya no. Cuando cogimos el avión no sabíamos a qué país volvíamos.
—En Vida y maravillas trata también la tensión que hay en su cine entre formalismo y realismo. Y pone como ejemplos las influencias de La muerte de Ricardo Reis, la novela de Saramago, y la pintura de Antonio López, tan figurativa; pero usted matiza que su pintura le lleva más allá de la realidad.
—Como el realismo total no existe, de alguna manera a mí siempre la pintura de Antonio López me ha conducido a un más allá, me parece que tiene un componente mágico. Porque la realidad no se reproduce dos veces, está ella y lo que tú hagas sobre ella, evidentemente distinto; por lo tanto ya no es real. Esa dicotomía entre el realismo figurativo y la realidad siempre me ha llamado la atención, y yo pienso que me ha influido en las películas. Lo que pasa es que la influencia importante, como puede ser la de Antonio López, es interna, no se ve en las películas. Y cuando yo hablo de La muerte de Ricardo Reis, lo mismo. Para un creador, por ejemplo un músico, lo mejor es que le influya la escritura o la pintura; y para un director de cine, malo malo si le influyen otros directores, lo que tiene que influirle es por ejemplo la literatura.
—Hable de su “tendencia a la contradicción”.
—Era el reproche que siempre me hacía Borau. Yo he dicho que uno puede vivir de las contradicciones.
—Otra cita de su libro: “Umbral llegó a publicar que yo me hubiera convertido en el mejor novelista de mi generación”.
—Eso me gustó mucho. Fue en una de aquellas cosas que publicaba en El País, con el título de Spleen de Madrid. Lo escribió, creo, después de ver Demonios en el jardín. Entonces no lo conocía. Me sentí muy orgulloso de la frase y naturalmente mis amigos me dijeron: “Manolo, no te envanezcas, porque eso lo dice para joder a los otros, para joder a los novelistas”.
—Luego sí le trató.
—Sí, bastante. Pero debo decir que había dos personas que siempre siempre me insistieron en que tenía que escribir y ninguno de los dos lo llegó a ver. Porque yo empecé a escribir, o a publicar por lo menos, después de que se murieran ambos. Yo les decía que no escribía porque no iba a hacer cine y a la vez ser novelista, porque no podía quitarle tiempo al cine o quitarle tiempo a la novela. Uno fue Paco Umbral y el otro Eduardo Haro Tecglen.
—Volvamos al arte, porque en algunas de las páginas más reflexivas del libro, cuando relata su visita a la Galería Tetriakov de Moscú, de algún modo le sugiere o evoca, viendo el cuadro Sobrevolando la ciudad, de Chagall, su Torrelavega admirando la Vitebsk del pintor.
—Los cuadros de Chagall partían de gente que sobrevolaba unos pueblos con unos problemas tremendos, eran oscuros y con muchos problemas para vivir, pero sin embargo él ponía aquel punto mágico. Y la Torrelavega de posguerra en la que nací también era un pueblo oscuro.
—Sobrevolar la miseria.
—La imaginación te hacía sobrevolar sobre la miseria.
—No sé cuál sería la expresión más acertada, si el cine le abandona o usted también se vio alejado con la irrupción poderosa de la televisión hace unos años.
—Es que ha habido un cambio del que quizá no se ha hablado lo bastante: el cine de siempre lo han hecho los productores, que eran los que buscaban el dinero, y los directores; ahora, para buscar el dinero, tienes que ir a las teles y en las teles ya no hay un productor individual que es otro cineasta como tú, que le gusta el cine, sino que hay un trato con un ente. Ese es un cambio importante. Lo que financia el cine ahora son las televisiones. Eso empezó con el Gobierno de Zapatero, creyendo que seguramente hacía un favor al cine el pasar el peso de la financiación de los presupuestos del Estado y de la taquilla. Ten en cuenta que la taquilla cada vez es menor porque la gente cada vez va menos al cine, y el cine de lo que se alimenta es de la televisión, así que es lógico que la televisión financie al cine. Es un cambio importante que no llega a la gente pero que yo aprecié, y de alguna manera, cuando me decían “Manolo, ¿por qué dejaste el cine si tú hacías las películas que querías?”, yo decía: “Porque sospecho que a partir de ahora no voy a hacer la película que quiera”.
—¿Cómo fue entrar en la Academia de la Lengua?
—La Academia Española no sólo es de la lengua sino que hay también arquitectos, científicos, por supuesto filólogos y escritores, y yo creo que en el cine la lengua tiene suficiente importancia para que se valore que haya gente del cine dentro.
—¿Y le convenció alguien o…?
—Me convencieron unos, pero me dejé convencer muy fácilmente.
—¿Suele ir?
—Voy siempre y puedo atestiguar que se trabaja de una manera rigurosa. Los plenos son más multitudinarios, pero sin embargo en las comisiones se trabaja con rigor. La gente sobre todo da valor si se incorpora una palabra o no, pero no es sólo eso, la labor importante es saber definir con precisión. Y se hace por un comité de expertos, viene a la comisión de académicos, vuelve a la comisión de expertos, luego pasa por los lexicógrafos para que pongan las palabras precisas… Se da muchas vueltas a una definición.
—¿Y usted qué hace exactamente?
—Yo soy de una comisión técnica.
—¿Vuelve a ver sus películas?
—No. En general, los directores de cine no volvemos a ver nuestras películas. Yo hago un ejercicio de desmemoria: una vez que hago una película procuro no acordarme más de ella porque para seguir inventando, para seguir creando, lo que no puede ser es seguir dándole vueltas a una película que ya has hecho. Ya no tiene solución.
—¿Qué está leyendo?
—Ahora mismo Mesa para dos, los relatos de Amor Towles, el de Un caballero en Moscú. Me parece un hombre que narra con una gran habilidad, pero no digo que sea el que más me guste.
—¿Y el último que le haya impresionado?
—El libro de relatos de cine de Luis Mateo Díez, El limbo de los cines.
—¿Y de cine?
—De las últimas películas que he visto me interesa bastante la manera de enfrentarse al cine de Jonás Trueba, que ya no es «el hijo de Fernando Trueba» sino Jonás Trueba. O sea, que Fernando Trueba pasará a ser pronto «el padre de Jonás Trueba». Es una manera de enfrentarse al cine muy directa, muy natural, distinta. Hablo de las maneras, no tanto de las películas. La última película española que más me ha gustado ha sido As bestas, de Sorogoyen.
—¿Ve series?
—Veo series, pero lo que pasa es que siempre llego a la misma conclusión: a las series, que las hay muy buenas, a los episodios les sobra tiempo, están alargados. Lo bueno que tienen las películas es que son un arco temporal perfecto, cuando son buenas; ni sobra ni falta nada, cada secuencia te lleva a la otra. El cine de Hitchcock o de Buñuel eran modélicos, de una precisión… O el de Billy Wilder, el que más. Todo es exacto, cada secuencia está al servicio de otra. Y eso las series ya no lo tienen, incluso las buenas son un poco de relleno. Pero sí, sí que las veo.
—¿Tienen otro lenguaje, incluso?
—Es un lenguaje mucho más apegado al guion, ahí los que mandan son los guionistas. Se da la paradoja de que se vuelve a la parte escrita porque son los que de alguna manera conducen las series, son los dueños de las situaciones y de los personajes, no los directores. De hecho, la personalidad del director se difumina porque muchas series tienen varios directores y, en cambio, el equipo de guionistas suele ser el mismo. La continuidad y la personalidad de las series las tienen los guionistas, mientras que en las películas la personalidad, la impronta, es del director.
—¿Qué está escribiendo?
—¿Ahora mismo? Tonteo con la literatura.
—Ya, pero…
—No hay nada en concreto. Escribo todos los días un poco y borro otro poco.
—Por la mañana.
—Generalmente por la mañana, por las tardes ya no soy persona.
—¿Cómo se reparte el día?
—Bueno, ya soy una persona jubilada, que va a Pilates y esas cosas, que pasea, escribo sobre todo por las mañanas, y por las noches, ya con una copa y un puro y una mecedora, me dedico largas horas a leer. Pero no tengo unas lecturas determinadas, soy errático y generalmente leo dos o tres libros a la vez.
—Y varios periódicos, porque he visto por la casa que tiene ejemplares de El País, El Mundo, ABC, El Diario Montañés…
—Compro todos pero generalmente leo por encima.
—¿Algo que quiera añadir?
—Lo que más me gusta es seguir hablando con los amigos.
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