Siempre hubo algo infantil en Manuel Jabois (Sanxenxo, Pontevedra, 1978). Ese físico exagerado que parecía encerrar a un crío avinagrado en whisky. Pero esta vez hay algo distinto. En su nuevo libro, su primera novela, el periodista y escritor gallego coge las riendas de sí mismo. Asume la voz de un niño de 15 años y la sostiene, sin desafinar, durante casi doscientas páginas. Es una historia oscura y redonda. Se trata de Malaherba (Alfaguara), una novela de iniciación y duelo, una historia ambigua escrita con precisión y guiada por las decisiones acertadas de un narrador ya hecho.
¿De qué habla Malaherba? Narra la vida de Tambu, un niño en trance de dejar de serlo. Es una novela con nombre de profecía y navajazo. ¡Cuidado! Todo lo que aquí se describa como preámbulo podría destripar el libro. Malaherba es, digamos, una historia en la que la adultez irrumpe y la infancia mengua. Con este libro ocurre lo que con el sabor de los venenos: es amargo pero no por ello exento de ternura. Porque la violencia aquí lo es todo: define y sutura cada herida de estas páginas. Una bisagra a punto de romperse con el viento batiente de la vida. De eso habla Manuel Jabois en esta entrevista.
“Bien sabe Dios que es más peligrosa la pena que el odio”, dice Tambu, el niño que cuenta esta historia, uno cuyo padre muere dos veces, el mismo que se deja meter la lengua en la boca escondido en un armario oscuro y que comparte con Elvis, su vecino de la planta superior, la inauguración del placer, el pudor y la culpa. En Malaherba hay placer y juego, homosexualidad y heterosexualidad. ¿Saben estos niños qué distingue lo uno de lo otro? Los acompañan hermanas que se convierten en madres cuando las auténticas ya no están y presiden un mundo en el que los adultos son una fantasmagoría que toca a la puerta como una amenaza.
Manuel Jabois creció en Sanxenxo, a los 17 ya había escrito una novela y un poemario, a los veinte ya acumulaba borracheras y una linterna con la que apuntaba al sol y a los treinta ya era un periodista de provincias que llegó a Madrid para liarla parda. Así lo hizo, primero en El Mundo y ahora, más atemperado, en El País, donde escribe desde perfiles políticos hasta historias sociales. Hace tiempo que los días canallas se extinguieron en la biografía de Manuel Jabois. Aún no envejece el gallego, pero sí que adelgaza, mejor dicho, mengua su juventud, como lo hace la infancia en su novela. Porque ésta, Malaherba, es la historia de una niñez extinta a la que el escritor dedica casi una hora de conversación.
—Esta es una novela de iniciación y, al mismo tiempo, de pérdida. ¿Qué significa esta frontera?
—Esta es la historia de un niño que quiere seguir siéndolo cinco minutos más. Por eso se enfrenta a un miedo real y palpable, no tanto como a la muerte o la enfermedad, sino al conocimiento, a saber de qué va la vida. Nacemos con miedos a cosas irreales: a los monstruos o la fantasía y, de pronto, empezamos a sentir temor ante las cosas concretas. Es un miedo de verdad. Quise escribir la novela de un niño que pasa por ese miedo y todavía se niega, o intenta negarse, hasta que se rinde a crecer. Porque es imposible crecer con diez años, a esa edad comienzan a convertirte en adulto.
—El gran protagonista es el lenguaje y la voz protagonista: un chico de 15 años. Nunca decae ni la releva otra. ¿Cómo se hace eso?
—Esta novela ha sido muy pensada. La escribí en un corto periodo de tiempo, pero lleva escribiéndose en mi cabeza desde hace mucho tiempo y con ese tono. Cuando llegué al final del proceso entré en un estado ansiedad, porque después de pensar tanto y ejecutarla en tan poco tiempo piensas que a lo mejor has dejado cabos sueltos. Pero son deliberados y forman parte de la historia. Esta pudo ser la novela de un escritor, porque yo tengo la experiencia suficiente como para ser un escritor, pero es también la historia de un chico de 15 años que cuenta lo que ocurrió un poco antes en su vida.
—¿El protagonista de este libro representa una fotografía de su generación?
—Creo que se corresponde con mi generación. Este libro es, ante todo, el diario de un chico de 15 años. Hay frases suyas con las que yo como escritor no estoy muy de acuerdo, pero no soy yo quien habla, lo hace ese niño, desde el vocabulario hasta sus digresiones.
—Este libro está hecho a partir de una memoria infantil: desde el pan con aceite, muy sensorial, hasta la visión que tiene de los adultos.
—En este libro están muy presentes los olores, porque los niños huelen todo el rato y asocian los recuerdos a esos olores. Aprendemos la parte racional con el tiempo, pero un niño tiene un pensamiento mucho más emocional. Su forma de expresarlo es mucho más primaria. ¿Cómo se comunica este niño? Pues con la violencia. Son elementos primarios.
—En Malaherba los padres están en otra galaxia. El mundo adulto es silente…
—El tiempo y la ciudad donde transcurre esta novela surgió de una generación que no se resignó a aparcar coches y que consiguió escapar de las drogas. Esta generación, a diferencia de la anterior, y que se la tragó la tierra, intenta hacer otras cosas.
—La masculinidad en este libro es claustrofóbica. Hay una relación homoerótica casi intuitiva pero que es, sobre todo, claustrofóbica. ¿Por qué?
—Todo eso viene de la culpa. Está más que estudiado que los niños se tocan y experimentan placer sin asociarlo a nada concreto. Los niños de este libro están en la frontera que separa ese placer del deseo. Ellos fingen estar haciendo otra cosa. Su ingenuidad es impostada, porque no quieren saber. Cuando un niño descubre que los Reyes Magos son los padres, no lo dice. Hay una vergüenza implícita: vosotros no podéis saber que yo sé. Eso ocurre en el sexo o el conocimiento de la muerte. Hay ocasiones en las que un niño sabe no que alguien se ha ido de viaje o que está en el médico, sino que ha muerto, pero prolonga ese desconocimiento de forma deliberada. Lo mismo ocurre en este libro.
—Hay un padre que desaparece, las madres también. Pero las hermanas mayores parecen viejas. Están escarmentadas, aun siendo niñas.
—La hermana de Tambu es mayor. La vida ya se ha encargado de hacerla adulta, porque es responsable de un niño que los padres ya no pueden cuidar. Esto ocurre en muchas familias y, por alguna razón, siempre son las niñas quienes se hacen cargo de esa familia que se desestructura. Sólo dejas de ser niño cuando debes hacerte cargo de alguien. El niño más evidente del libro es el padre, del que tienen que estar pendientes todos.
—¿Su personaje es un niño que habla desde el adulto que será? Su lucidez opera dentro de una lógica infantil y por eso resulta demoledora. ¿Por qué?
—Un niño da mucho miedo. A mí me daría miedo conocer un niño con semejante grado de lucidez y me daría miedo haberla tenido a esa edad. Piensas qué le habrá hecho la vida para ser tan espabilado.
—Por eso insisto en que ésta no es una clave de iniciación, sino mucho más oscura y violenta. ¿Ese es el gran motor del libro, la violencia?
—Está latente. La violencia es casi hereditaria, aunque dentro de lo implacable que es la violencia, pero también la ternura.
—Eso es lo perturbador del libro, desde las escenas de sexo hasta la relación con los padres. Se repite la imagen del pestillo, lo que no se ve. ¿Por qué?
—Tambu vive en una pecera de cristal en la que todo el mundo lo observa, y de pronto se da cuenta de que las persianas se pueden bajar y el pestillo echar y así comportarse como desee. Se trata de vivir por primera vez de espaldas a que el adulto se entere. Eso es libertad. En un pueblo es muy difícil lanzarse a la calle.
—En este libro hay droga, muerte, culpa, sexo, homosexualidad… Todo en la vida de un niño.
—Y en tres meses…
—¿La Galicia en la que usted creció era así de violenta?
—Puede ser, veníamos de una larga resaca. Sin embargo, se sobrevivía. Estudié en un colegio público estupendo, Campolongo. Lo uso para contar una historia más oscura, pero eso no significa que el colegio fuese así. Lo elegí para crear referencias geográficas. Soy periodista, pero este libro es una transición, hay anclas reales, y a partir de ahí encuentro una ficción. El que haya leído mis libros entenderá que actúo como periodista.
—Pero no se parece a usted. Es periodístico por los pocos elementos bien usados. Hay un Jabois inédito aquí. ¿No?
—Este libro y los anteriores son como el día y la noche, en cuanto al lenguaje y los hechos. Me estimulo cuando hago cosas distintas, cosas que la gente no espera de mí. Eso también lo hago en el periódico. Puedo escribir un reportaje sobre el aniversario de la boda de los reyes de España o una crónica en el PP. Cambio el registro. Eso viene de la escuela del periodismo local: aproximarse a todo. Por eso sigo con el entusiasmo del primer día, porque nunca sé lo que voy a hacer. Con los libros me ocurre lo mismo. Me gusta que la gente se pregunte qué coño has hecho.
—¿Cuándo surgió, exactamente, esta novela?
—La primera frase existe desde hace tiempo. La pensé en un taxi, mientras esperaban a que me cobrasen. Apareció en mi mente, la apunté en el móvil y se quedó ahí. A partir de ahí surgió todo. Esa primera frase, con perdón, me gustó mucho.
—Faltaba más, ¡es suya! Pero algo tuvo que dispararlo todo. ¿Qué fue?
—Hice un reportaje para El País sobre niños trans. Hablé con ellos y sus familias. Me infundía mucho respeto y me parecía inapropiado asumir sus voces para un libro, y por eso decidí asentar los pies para escribir este libro, que es casi una primera novela.
—¿Casi?
—Sí, porque la primera la escribí hace muchos años y la publiqué el año pasado, con una editorial independiente. Normalmente soy de estar orgulloso de lo que hago cada dos o tres días, pero este libro fue distinto, porque me enamoré del personaje desde el comienzo.
—¿Qué nos hace adultos, el amor o la muerte?
—Las dos cosas, porque ambas te producen el mismo miedo.
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