Al otro lado del teléfono, Manuel Jabois contesta a las preguntas de una entrevista de prensa. Su segunda novela, Miss Marte (Alfaguara), acaba de publicarse exactamente dos años después de su debut con Malaherba (Alfaguara). No decepciona Jabois ni en la prosa ni en sus respuestas, siempre explosivas como una granada que estalla cuando no debe, pero que detona al fin y al cabo. Y en la novela aún más que en el periodismo.
Nadie sabe muy bien de dónde viene esta chica, tampoco si esa niña es su hija, aunque se da por hecho. Su carácter extraño e imprevisible, su naturaleza extravagante, incluso ese otro canon que ella atribuye al hecho de venir de Marte, la llevan a enamorarse de Santi, un chico tan joven como ella, con quien se casa una calurosa noche de verano. En medio de la fiesta su hija desaparece sin dejar rastro.
Veinticinco años después, en 2019, la periodista Berta Soneira llega a Xaxebe para rodar un documental sobre lo ocurrido aquella noche, y para ello entrevista uno por uno a los testigos: el alcalde, el policía del pueblo, el novio, los amigos del novio, el padre del novio, el cura… La acompañará y hará las veces de lazarillo Nico, antiguo amigo de Santi y periodista local. Él hará las veces de Virgilio en la búsqueda de una verdad de la que nadie está seguro.
Aunque Jabois se llama a sí mismo un novato de la ficción, tiene bien atados los mimbres de una novela efectiva, tan oscura como magra. Su acierto son los pocos elementos bien usados, la concisión periodística y la contundencia de los hechos por encima de las metáforas. La prosa está hecha de esa pasta oscura y tierna con la que cuajó al Tambu de Malaherba, libro del que se permite un cameo con Rebeca.
Miss Marte se lee a quemarropa. No existe otra forma de dar cuenta de una historia que no conviene glosar demasiado. Que sea el lector quien se adentre en su galería de testigos, en su propia bruma de mar, ese olor a marea baja, cuando algo está a punto de pudrirse. En esta novela, eso sí, los adultos vuelven a estar en otra galaxia. Siempre lejos, siempre en otra parte, como si Jabois les escribiera desde la tierra de Nunca Jamás.
Jabois creció en Sanxenxo. A los 17 había escrito una novela y un poemario, a los veinte ya acumulaba borracheras y una linterna con la que apuntaba al sol, y a los treinta ya era un periodista de provincias que llegó a Madrid para liarla parda. Así lo hizo, primero en El Mundo y ahora, más atemperado, en El País, donde escribe desde perfiles políticos hasta historias sociales. Así vuelve a desembarcar Jabois en la ficción, con una pregunta periodística: ¿y si la verdad es tan sagrada que la tienen que decir por nosotros?
—¿Es la verdad, su búsqueda o su ocultación, el gran tema de Miss Marte?
—Con una mentira vives engañado, pero vives con una certeza. Cuando no hay una verdad es peor, porque te pasas la vida intentando saber algo que te están ocultando. Quise escribir una historia, una crónica periodística de un suceso traumático. Me pregunté qué pasa con los casos abiertos de las personas de las que no se encuentra el cuerpo. La novela explica lo complicado que es saber lo que está bien y lo que está mal, con consecuencias desastrosas. Muchas veces vivimos con una convicción que creemos clara, algo que no suele darse salvo en las cosas buenas y las malas del todo. Del resto hay terrenos de arenas movedizas: parece que haces una cosa y en realidad produces otra. Y en la novela se narran todas, porque aparecen las versiones y testimonios de todos.
—Hay más de una decena de testigos, cerca de diez puntos de vista. La figura del documental lo permite. Enseña y al mismo tiempo oculta.
—El periodismo va de narrar la verdad o acercarse a la verdad, que es un término que utiliza Soneira en la novela, pero eso que es tan sagrado, la verdad de los hechos, no depende del periodismo como ente o como una institución sin rostro ni cuerpo, sino de una persona que firma la noticia o de aquellas a las que conoció o que tienen una visión particular. Sí creo en la objetividad, y en el hecho de que hay que relativizar, y que todo depende de quién la está contando. Esto es una novela. Se cuenta una versión, la de Nico, desde la visión del examigo y hay que ponerlo en cuarentena. La crónica también depende de testigos: lo que veo lo cuento y lo que no veo lo cuentan los testigos.
—¿El punto de partida de esta historia tiene asidero en la realidad?
—Es lo más ficción que he escrito en mi vida, más que Malaherba. Aquí hay ficción absoluta, que parte de un hecho real que ocurre en cada pueblo: la desaparición de una niña, algo que desagraciadamente existe, aunque esta niña aquí sea inventada. Esta historia surge de mi paternidad, que es la sensación de perder un niño y el miedo que eso genera. El primer capítulo tras el momento de más esplendor, dos personas enamoradísimas, y que justo en ese momento desaparezca un niño. Ese instante en que Mai se detiene en el infierno, ese momento de más calor en el que ella se congela. Eso lo escribí del tirón, de una forma muy literaria, inspirándome en Corazón tan blanco, aunque estoy a años luz de escribir como lo hizo Javier Marías en aquella novela. Recuerdo una frase maravillosa, la anécdota la contó Manuel Rivas de otro señor, en un señor en una entrevista, al citar sus referencias: «Ellos no tienen la culpa».
—¿Por qué existe una especie de fascinación por el naufragio y las tinieblas?
—Cuando en Galicia ves el sol y la luz en la calle, no sabes si amanece o anochece. Es ese momento en el que miras atrás y no te reconoces. A los 25 puedo reconocerme, pero a los 17 veo a un extranjero y me pregunto quién es este chico, y cómo actuaba entonces sólo lo recuerdo como un momento especialmente dramático, como el de Tambu y Mai. Eso me interesa mucho. La actitud de los adultos en Miss Marte es de protección. Esa pandillita que forman todos está en la edad de no hacerse preguntas, porque hacerse adulto es hacerse preguntas sin buscar respuestas. A esas edades como la de Mai quieres emociones, no quieres saber qué consecuencias tendrán los hechos, ni las hostias que te da vida, ni qué acarrean determinadas decisiones. Es una edad en la que resulta natural la idea del suicidio. Es el tipo de decisión que quizá en dos años a lo mejor ya no la tomas. Estás en un filo, para tirarte a la piscina o al vacío.
—Hay una cierta enajenación en Mai e incluso en Rebeca. La idea de la enfermedad o el desequilibrio. ¿Es realmente tal cosa así?
—La locura parece muy hermosa contada por Nico y por Mai, se dice que todo el mundo cayó rendido por encantamiento. Puede tener un lado divertido, pero hay una escena, que me pensé mucho al momento de escribirla, porque era desagradable, cuando Santi cuenta los amaneceres con esta chica, describe su ropa y el olor. Hay una frase de la biografía de Leopoldo María Panero, de José Benito Fernández, que dice que los malditos están muy bien cuando los ves de lejos. En el caso de Mai, ella no estaba loca cuando llega. Ese tipo de enfermedades sin medicación empeoran.
—¿Es la brevedad un atributo del periodismo que mejora la ficción?
—Si yo fuese un atleta, mi distancia en la columna sería 100 metros; en reportaje, 1500 metros… Esas distancias las tengo dominadas, porque llevo 23 años haciéndolas. Sé dónde tengo que esprintar. En Malaherba sentía que me faltaba el aire. En esta no tanto. Si continúo escribiendo me gustaría poder hacer lo que en periodismo: escribir de más para poder borrar. La novela consiste en quitar páginas. No tengo un talento mágico, pero soy bueno cuando repito muchas veces las cosas, por eso pienso que el día que le entregue a mi editora 400 páginas y le diga «dejémosla en 200», seré un novelista.
—¿Qué le da la novela a Jabois?
—Libertad, mucha libertad. El periodismo me gusta más, porque me da menos margen. Trabajas con material sensible y delicado. Son nombres propios, las palabras tienen consecuencias y si haces crónica judicial, todavía más. La novela, sin tener eso, me permite contar más verdades. Y en la novela hay más de mí, el periodista local, que es Nico, y en Berta también, que de un día para otro salta a la prensa nacional. Ella sueña, como todos, con ser una estrella. Santi es el enamoramiento, mi primer enamoramiento. Esas cosas puedes escribirlas con absoluta verdad. Es la mezcla del periodismo, evidentemente… El periodismo es un oficio y es un servicio, la novela tiene una parte de servicio, que puede servir o entretener.
—Quiero volver sobre el peso metafórico del naufragio, el mar como fuerza que engulle.
—Mai se naufraga a sí misma. Cuando dicen de alguien que «se lo tragó la tierra» puedes cavarla, pero si a alguien se lo traga el mar no aparece más, nunca. No puedes mandar a ningún buzo ni puedes meter a un millón de ellos en el Atlántico. Es la impotencia más grande. Si la tiraron al mar no hay más por donde buscar. Lo que hay en el fondo de los océanos no lo sabe nadie. Eso es algo que me vuelve loco.
—¿En qué se parece escribir a desenterrar?
—Escribir es aflorar algo, tanto si lo haces en el periódico como en una novela.
—¿Por qué en su novela aparece primero Dios que el Diablo?
—Toda la acción bonita ocurre en verano y todo lo terrible ocurre hacia el invierno. Escribo para mirar atrás. Siempre tiene un punto de perversidad. Sobre todo cuando fuiste muy feliz con 19 años y ya con 44 no lo eres tanto. Jugué con eso.
—¿Qué hay más en Manuel Jabois: Berta o Nico?
—Creo que hay más de Nico, el observador, quizá en la forma de hablar de la gente. Es el periodista local que se queda fascinado ante la presencia de otra. Es el tipo al que le pusieron la historia en la mano y se queda en la cuneta. Berta se ha ganado las cosas a base de esfuerzo. Conmigo han sido los demás. Son ellos quienes han sido generosos conmigo.
Lo de la linterna que apuntaba al sol ¿es una metáfora? ¿Una broma privada entre periodistas? ¿O es que el borrachuzas veinteañero de Jabois andaba linterna en mano apuntando al sol de las Rías Bajas?