Nada más terminar la carrera, al poco de salir de ese edificio mostrenco y como carcelario que es la facultad de Ciencias de la Información de la Complutense, Manuel Ríos San Martín (Madrid, 1965) se topó con un anuncio de “Se buscan guionistas”, superó el proceso de selección y no tardó en consagrarse como uno de los guionistas de las series patrias. Su pluma se encuentra, entre otras, en las historias de Médico de familia, Compañeros y Menudo es mi padre. En 2016, se hizo novelista con Círculos y, ahora, publica su segunda novela, la que motiva esta conversación: La huella del mal (Planeta, 2019).
Imagínese el lector que acude a una reconstrucción sobre cómo vivían los trogloditas. Las figuras son hiperrealistas, intentan asemejarse lo más posible a su realidad. Tanto, que resulta que uno de los teóricos muñecos de los cavernarios resulta ser… un cadáver.
Esta idea se le ocurrió a Manuel Ríos San Martín visitando las instalaciones del CAREX en Atapuerca con sus hijos. A partir de ahí, el guionista/novelista construyó una historia negra con una detective heroica y compleja, un expolicía que trabaja para una petrolera, un inspector novato, una joven asesinada con una vida, tirando de eufemismo, complicada, y una mezcolanza de personajes mercúreos, enigmáticos, buenos y malos, de los que no conviene dar detalles para no destripar la trama.
Conversamos en un Madrid estival, venenoso, hirviente y sudado, del que ya han huido por vacaciones todos aquellos buenos ciudadanos que se lo han podido permitir.
—¿Cómo un licenciado en Ciencias de la Información empieza a escribir guiones?
—La verdad es que fue inmediato. En la facultad ya había escrito un par de cortos, había ganado algún premio… Por ejemplo, gané un premio que al año siguiente ganó Amenábar (risas), y nada más acabar, el día que salí de la facultad, vi un anuncio en una cartelera de “se buscan guionistas jóvenes para hacer una serie”. No sabía qué era, hice una prueba, me cogieron, fue un proceso largo y, al final, quedé finalista junto con otro guionista, Nacho Cabana, e hicimos una serie que se llamó Colegio mayor. La creamos nosotros junto con gente de Telemadrid, y ahí arrancamos. Hicimos Colegio mayor, salió bien, y luego hicimos Hermanos de leche, Canguros y, muy pronto, hicimos Médico de familia. Yo escribí el capítulo 1 de Médico de familia. Claro, eso fue un boom que no dejó dudas. Nos situó en el panorama de las series que, además, estaba cambiando mucho generacionalmente: prácticamente, se jubiló toda la la gente mayor que nosotros. Cambió tanto la manera de hacer series, de hacer televisión, que hubo una generación entera que no se adaptó y se jubiló. Entonces, nos creó un espacio muy grande a nosotros y, claro, si de las primeras cosas que haces es Médico de familia, quizá la serie más vista de la historia de España, pues eso nos puso en una situación muy buena.
—Luego vino Compañeros…
—Y Menudo es mi padre, Más que amigos, Mis adorables vecinos… fue una época de diez años muy brillante. Yo, con 28 años, estaba de máximo responsable de una serie. Fue todo una locura. Después me fui a Bocaboca e hice miniseries, pero ya con la carrera muy asentada.
—¿En qué se parece —y en qué se diferencia— el Manuel Ríos San Martín guionista al Manuel Ríos San Martín novelista?
—En el guión, digamos que hay una parte muy importante: el trabajo en equipo. Eso es muy creativo, a mí me gusta. Te permite generar ideas, debate… está muy bien. Pero la novela es un trabajo muy personal, aunque haya gente que se lea alguna de las versiones que haces. Me gusta mucho compatibilizar las dos cosas. Por ejemplo, mientras escribía La huella del mal, por las mañanas trabajaba en una productora, con gente, y por las tardes escribía en casa solo. Me parece muy interesante compaginar ambas maneras de escribir. Es verdad que la novela te permite ser un poco más personal: es tu opinión la que cuenta. Aunque he tenido la suerte de ser el máximo responsable de muchas series, hay personas que, quieras o no, te aportan muchas ideas, cedes en muchas discusiones… Eso es lo evidente. Y luego, en lo que es escritura en sí, la parte de diálogos se podría parecer. Lo que es la estructura, también. Pero en las novelas no entra un equipo después a echarte una mano. En las series o en las películas tú escribes y, de repente, viene uno de vestuario, otro a hacer los decorados, el músico, los actores, y todos aportan, aportan, aportan, y tú guión es más sencillo; en la novela, nadie más aporta, salvo el lector, por lo que tienes que darle más…
—Más armas.
—Eso es. Pero en una novela no hay música, por ejemplo: piensa la fuerza que da una música a una serie.
—En La huella del mal, una policía y un expolicía, ahora responsable de seguridad del presidente de una compañía petrolera, intentan resolver un asesinato, en apariencia, al menos, ritual, que parece estar relacionado con otro cometido seis años antes. Aunque el pueblo principal, Niebla, es inventado, la trama se desarrolla, en esencia, en la provincia de Burgos, Atapuerca y los pueblos de alrededor. Como novelista, ¿qué le ofrecía este ecosistema?
—La novela surge por casualidad. No es que yo dijese “voy a hacer una novela sobre Atapuerca”. Surge porque visitando las instalaciones del CAREX, en Atapuerca, vi que tienen una reproducción de un enterramiento neandertal, con muñecos, muy bien hecha. Yo iba con mis hijos, uno de ellos fue a tocar un muñeco y yo pensé: “¿Qué ocurriría si un chaval va a tocar el muñeco y, de repente, ese muñeco fuese una persona, una chica que acaba de morir?”. Pasaron tres o cuatro años y yo tenía la idea por ahí pululando. Atapuerca siempre me ha fascinado, he leído mucho, pero, de repente, un día le encontré sentido. Entonces, empecé a investigar sobre Atapuerca, volví a visitarlo, y es verdad que yo creo que Atapuerca ofrece mucho. Por un lado, ofrece un paraje visualmente impactante. Al que no haya estado en la Trinchera del Ferrocarril, le recomiendo ir: es un corte en una montaña casi de un kilómetro de algo, en algunos sitios con veinte metros de alto, muy original, estéticamente muy bonito, y muy impactante, porque sabes que en ese corte está prácticamente representada toda la Historia de la Humanidad, con huesos de gente enterrada prácticamente anteayer y huesos de hace más de un millón de años. Es sobrecogedor entrar en ese entorno. Por otro lado, hay una especie de filosofía y hay una antropología sobre lo que significa el pasado, la violencia, y todo eso genera que no sólo sea un fondo Atapuerca, sino que sea casi una filosofía en la novela.
—A usted le interesa la Prehistoria.
—Sí, pero, sobre todo, me interesa mucho saber qué queda de primitivo en nosotros. En la comparación con los chimpancés, por ejemplo: ¿qué queda de la violencia de los chimpancés en nosotros? ¿O qué queda de la cooperación entre chimpancés? Me interesa mucho ver qué tenemos de primitivo y de sociabilidad, digamos, de educación, de haber construido una cultura después. Ese conocimiento es muy interesante. Creo que tendemos, ideológicamente, a presuponer cosas, en vez de observar y ser científicos. Ponemos demasiada ideología en lo primitivo y no podemos admitir que hayamos sido violentos, asesinos, las relaciones entre hombre y mujer…, pero es importante conocer la verdad.
—Ha contado con la ayuda de, entre otros, Juan Luis Arsuaga y José María Bermúdez de Castro.
—Claramente, el que más ha aportado ha sido José María Bermúdez de Castro porque he podido hablar con él habitualmente. Cuando empezamos la novela, fui con Planeta a Atapuerca, contactamos con Bermúdez de Castro y le dijimos que necesitábamos a alguien que nos asesorase, para hacer preguntas técnicas y demás. Nosotros pensábamos que nos mandaría a un estudiante o algo así. Pero él nos preguntó: “¿Qué queréis saber? ¿Qué necesitáis de nosotros?”. Entonces, yo le mandé un montón de preguntas y él se dio cuenta de que no eran preguntas técnicas, del estilo “el cráneo 5, ¿cuántos años tiene?”, sino que eran más antropológicas, hablaban más de la violencia primitiva, de la relación hombre/mujer, del sexo en la Prehistoria, del canibalismo… Entonces, él decidió que quería ser el que contestase a las preguntas. A partir de ahí, empezó una relación de cientos de emails, de muchas llamadas, de volver a Atapuerca…, ha significado todo en la documentación de esta novela. Luego, he tenido la suerte de estar en algún momento con Arsuaga. Es tan brillante que, en una comida sólo, salen dos o tres ideas para la novela. También había leído sus libros y demás. Y de Eudald Carbonell he leído su libro Atapuerca: 40 años de historia, junto con otra escritora que se llama Rosa M. Tristán. Lo he tenido en cuenta a la hora de tomar datos de la excavación. A Eudald lo he conocido a posteriori, y ha sido encantador conmigo.
—En una conversación entre el expolicía Velarde y el director de la excavación, Samuel Henares, el primero pregunta: “¿Piensa como yo que la crueldad es el precio que hemos pagado por la inteligencia?”. Responde el segundo: “¿Y por qué no el sentido del humor?”. ¿Qué cree que es lo que nos hace humanos?
—En la novela se debate mucho sobre eso. Yo pretendo dar una respuesta más literaria. Imagino que si preguntamos a Arsuaga, a Carbonell o a Bermúdez de Castro, harán una lista de cosas: utilización de herramientas, un lenguaje complejo… A mí, literariamente, lo que más me llama la atención es el miedo a la muerte. Me parece que el ser humano es el único animal que es consciente plenamente de la muerte de los demás y consciente también de que eso implica su propia muerte. El ser humano tiene una capacidad de prever, de anticipar lo que va a pasar: en la caza, el ajedrez es un juego de anticipar lo que va a pasar, y claro, en esa anticipación de lo que va a pasar, el ser humano, en algún momento, se encontró con la muerte y dijo: “Ostras, lo que me va a pasar es que me voy a morir”. Eso, de alguna manera, tuvo que influir mucho en sus miedos, en sus inseguridades y en la formación de la religión en algún momento dado.
—¿El hombre es bueno por naturaleza o es un lobo para el hombre?
—Creo que el hombre es complejo. Desde una época muy primitiva, es capaz de lo mejor y de lo peor. O sea, es capaz de ser empático con miembros de su tribu. Hay un caso documentado en Atapuerca de una niña llamada Benjamina, que vivió nueve o diez años, y que nació con el cráneo completamente deformado. Probablemente, no se podría valer por sí misma en ningún sentido y, sin embargo, el clan fue capaz de cuidarla diez años. Eso gasta muchos recursos y genera muchas complicaciones. A la vez, esos homínidos u otros que estaban al lado se comían a sus semejantes. Con lo cual, yo creo que, al final, el ser humano tiene lo mejor y lo peor en la misma persona. Es un poco ingenuo decir que el hombre es bueno por naturaleza. O sea, no es exactamente bueno por naturaleza: se come al de al lado. No puedo decir que eso es ser bueno. Y no puedo decir que la sociedad nos haya hecho caníbales (risas), ¡al revés! Ahora, tampoco es malo por naturaleza.
—Henares es el personaje que más me inquieta y, a la vez, atrae de la novela. No desvelaremos su ideología, pero me ha llamado la atención que lo haya hecho cura y científico. ¿La ciencia es incompatible con la fe?
—Me gustaba mucho ese debate. Antes te decía: el hombre es bueno y malo. Me gusta mucho para mis personajes hablar más de y que de o. Me gustaba mucho ciencia y religión en un mismo personaje. Que él no tuviese que elegir y, en caso de tener que elegir, que tuviese muchos conflictos. Eso me parece que es muy rico para los personajes. Evidentemente, es muy complicada a veces la mezcla de fe y religión. Ahora estoy leyendo el último libro de Arsuaga, Vida, que trata bastante este tema, y es complicado. Cuando hablas de evolución humana, situar la religión de la manera que nos la han explicado es difícil. Yo sí creo que hay gente capaz de decir: “Bueno, hay algo que la ciencia no llegará a descubrir nunca”. Henares se pregunta: “¿Por qué no, en algún momento, pudiera haber habido una influencia divina que hace que el ser humano que sobreviva es el sapiens y no el neandertal?”. Literariamente, me parece maravilloso.
—Por cierto, Nietzsche aparece citado en dos ocasiones: 1) “Los monos son demasiado buenos para que el hombre pueda descender de ellos”, y 2) “Quién con monstruos luche cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”.
—La primera cita me hace gracia, la comparación con los monos y tal, aunque no me parece muy profunda, pero la segunda sí que para mí tiene mucho sentido en los policías. Me planteo que cuando los policías llevan mucho tiempo mirando al abismo, con gente que comete delitos… En la novela me refiero a esos policías que investigan la pederastia, que están meses viendo vídeos…, ¿cómo les afecta todo eso? Hay un momento en que Rodrigo, el policía joven, tiene que mirar en los cajones de la víctima, que acaba de morir, y encuentra ropa interior muy sexy, encuentra preservativos, y tiene la sensación de estar invadiendo una intimidad que no le corresponde. Quería tratar el tema del policía que toca algo prohibido y algo malvado, y cómo le afecta a su vida cotidiana.
—En La huella del mal, la investigación policíaca no es instantánea, son muy diferentes, por ejemplo, a los de una película de Bruce Willis.
—(Risas) Sí. He hecho varios cursos con expolicías que organizan cursos, sobre todo, para detectives privados. Te explican un poco cómo se investiga de verdad. Mi sensación es que en las novelas, claro, llevamos ya mucha historia de novela negra, hay una tendencia a imitarnos unos a otros y a asumir determinados tipos de investigación de policías porque vienen del pasado y nos los creemos. Pero cuando confrontas eso con cómo se investiga de verdad, te das cuenta de que hay una ruptura muy grande, y cada vez mayor, a causa de la tecnología, principalmente. Entonces, me parecía muy interesante tener en cuenta la tecnología, porque la policía la tiene en cuenta. Y en esta novela hay una parte de investigación más clásica, con intuición, interrogatorios, observación, pero hay una parte de tecnología que no se ha visto antes en las novelas. De hecho, hace tres o cuatro días, un excomisario al que le consulto cosas técnicas, me mandaba un whatsapp diciendo: “Me he leído las 70 primeras páginas. Estoy encantado. Por fin una novela cuenta cómo se investiga de verdad”. Me hizo mucha ilusión. Creo que no le quita ritmo ni interés. Por ejemplo, en las series como CSI, las autopsias son inmediatas. Un tío se muere y esa tarde casi está la autopsia. En la vida real, yo conocí a una forense, que me ha ayudado también mucho, y me ha dicho: “No, hombre. Tardan cuatro o cinco días”. Cambia mucho. Y la realidad no te invalida, sino hace que lo cuentes de una manera muy original.
—No sé si pretendía hacer o no una novela feminista, pero la heroína es una mujer, la víctima es una mujer, y no preciso más para evitar spoilers, pero hay otra mujer por ahí muy importante. Y todas tienen su complejidad, no son perfectas.
—Todas tienen sus conflictos, sus miedos, sus lados oscuros. Me parece que, como escritor, el intentar entrar en la mente de las mujeres, y también en la de los hombres, por supuesto, siempre es un reto. Y me surgió natural. Fíjate: cuando tuve la idea, al principio iba a ser más protagonista el asesor, Daniel. Sin embargo, según fui avanzando, de manera natural me fui metiendo más en la mente de Silvia, y me fui posicionando un poco más con ella que con Daniel. No sabría explicar por qué. Y luego, es verdad que la mayoría de víctimas, en estos casos, son mujeres. Además, en mi primera novela, la víctima era un hombre y me pareció que esto lo equilibraba (risas). Por otro lado, hay una cosa muy injusta en las investigaciones policiales, y es que cuando tú investigas la vida de una víctima, muchas veces te encuentras con cosas que a nadie le gustaría encontrar. Es una doble injusticia: han matado a una chica y, cuando investigan su vida, surgen cosas que son un poco más sucias, digamos.
—Para terminar, ¿qué me puede contar de la serie que está escribiendo sobre Joaquín Sabina?
—Es una miniserie de diez capítulos, en principio. Contamos con Joaquín, hablamos con él, y Joaquín tiene una cosa buena: no le importa contar su vida. Cuando haces un biopic, todo el mundo intenta ocultar cosas. Joaquín es al revés: “No, no, no. Meted más caña. Eso fue así”. Va a ser un biopic muy atrevido, con sexo, drogas y rock&roll, y creo que va a ser una miniserie apasionante. Yo espero que salga a lo largo de 2020.
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