El primero de mayo de 1808, 24 horas antes de protagonizar uno de los más bellos relatos de la tradición oral madrileña, y entrar con posterioridad en la Historia de España, siendo elevada al punto al panteón de sus heroínas, Manuela Malasaña es una joven de 17 años: su nacimiento está documentado en el amado Madrid en 1791. Residente en el 18 de la calle de San Andrés, en pleno barrio de Maravillas, está empleada como bordadora en un taller de costura del mismo vecindario. Así pues, aunque la memoria colectiva habrá de recordarla como una manola, Manuela es una chispera. “Chisperos”, en el argot del Foro de la época, son los madrileños del barrio de Maravillas. Allí, entre lo que hoy serían las calles de Fuencarral y la de Amaniel, la de Carranza y la del Pez, se encontraban las forjas de los herreros, y otros hornos de artesanos de los que solían salir chispas.
“El gentío que poblaba las calles se componía de todas las clases de la sociedad, abundando principalmente la manolería y chispería, hombres y mujeres, viejos y muchachos —describirá Galdós aquel Madrid en El 19 de marzo y el 2 de mayo (1873), tercero de los diez volúmenes que integran la primera serie de los Episodios nacionales—. Los ancianos inválidos y gotosos habían dejado el lecho, y sostenidos por sus nietos se abrían paso. Las viejas santurronas que durante tantos años olvidaran todo camino que no fuera el de sus casas a la cercana iglesia, acudían también llevadas de la devoción al nuevo Rey, y felicitándose unas a otras aturdían a los demás con el cotorreo de sus bocas sin dientes”. Aunque canario de origen, madrileño de ley, como Goya, don Benito, más de 60 años después de que Manuela Malasaña cayera, debió de tener a tan brava mujer muy presente en la inspiración de sus páginas: “Los niños no habían asistido a la escuela, ni los jornaleros al trabajo, ni los frailes al coro, ni los empleados a la covachuela, ni los mendigos a las puertas de las iglesias, ni las cigarreras a la fábrica, ni los profesores de las Vistillas dieron clase, ni hubo tertulia en las boticas, ni meriendas en la pradera del Corregidor, ni jaleo en el Rastro, ni colisión de carreteros en la calle de Toledo”…
Todos ellos, cuando los coraceros y los mamelucos, las tropas napoleónicas, aplaquen con la fuerza de sus armas el motín que se avecina, hablarán de Manuela Malasaña, de Clara del Rey, de los capitanes Daoiz y Velarde y de todos los caídos en el cuartel de Monteleón, en la Puerta del Sol, en la calle de Cuchilleros con ese entusiasmo que genera la verdadera épica, que son las hazañas de los héroes, y no las maniobras subrepticias de los aprendices de mesías.
Veinticuatro horas antes de “entregar el alma”, que se decía en las historias de valientes que leíamos hace cincuenta y muchos años los niños de Madrid, los mismos que en las visitas a la Galería de Heroínas del Museo del Ejército sentíamos una emoción especial al admirar ese retrato de Manuela Malasaña que allí se exhibía… Un día antes de entregar el alma, Manuela Malasaña Oñoro era hija de un panadero francés, Jean Malesange, al que los madrileños llamaban Malasaña.
Quienes prefieren saludar a un cobarde a honrar la memoria del valiente que murió en el mismo sitio; esos a quienes les vale todo, el traidor y el leal, no cejan en su empeño de la desmitificación de los héroes. Y en ello están cuando dicen que la muerte del panadero está documentada con anterioridad, mucha anterioridad, a la de su hija. Quienes nos sentimos orgullosos de nuestros héroes, de que, en 1806 a Madrid, nuestra ciudad, le cupiera el honor de alzarse antes que ninguna otra por la independencia de España, preferimos creer que Jean, aunque de origen francés, también era madrileño y murió junto a nuestros mejores defendiendo el cuartel de Monteleón. Es tan madrileño quien nace como quien se hace, eso es tan proverbial como la luminosidad de nuestro cielo.
Manuela Malasaña acudió rauda cuando la defensa de Madrid exigió la vida de sus mejores vecinos. Entre ellos menudearon las vecinas, pues estaban cansadas de que los gabachos se propasasen con ellas. La tradición oral madrileña habla de dos versiones, los amigos de la desmitificación, los cobardes y los traidores, dicen que permaneció en el taller, confinada allí por su patrona, junto a sus compañeras, desde que se escucharon las primeras descargas de fusilería hasta que cesaron los combates. Quienes defienden esta versión sostienen que fue detenida al salir, cuando los invasores la detuvieron con las tijeras de su trabajo encima. Murat, el gobernador francés de Madrid, había dado la orden de pasar por las armas a todo aquel que fuese armado y sus soldados sabían que las chisperas y las manolas se enfrentaban con las tijeras de sus labores a la Grande Armée, el mayor ejército que en aquel tiempo conocía el planeta.
Los demás, los que respetamos la gloria de Manuela Malasaña, creemos que murió en Monteleón, junto a todos los valientes que defendieron aquel parque de artillería, y allí entregaron el alma antes de entrar en la tradición oral madrileña y en el panteón de los héroes de la Historia de España. Pero al republicanismo español no le gusta la historia de España, por eso le encarga su relato a los hispanistas ingleses con las mismas que da pábulo a nuestra Leyenda Negra. Y al republicanismo español, Madrid le gusta aún menos. A finales del pasado mes de enero, la vicepresidenta Yolanda Díaz viajó hasta la Ciudad Condal para declarar en Late Xou, un espacio televisivo de Marc Giró, que para ella “vivir en Madrid es una condena porque Madrid no tiene mar como Barcelona y el mar le permite apreciar una serie de matices”. Enemiga del comercio —que llamó Antonio Escohotado a los que como ella fueron afectos a la “ideología fraterna”— lleva queriendo acabar con la industria turística de Madrid desde que dejó su pueblo para venir a la capital a hacer política. Pero hoy cumple honrar a Manuela Malasaña y su gloria no ha de verse empañada por los enemigos de la Villa.
En realidad, el levantamiento del 2 de mayo tuvo una entrada peliaguda en la Historia de España. Tanto el absolutismo del rey felón (Fernando VII) como el liberalismo moderado temían el carácter popular del mito del 2 de Mayo. De modo que hubo que esperar mucho tiempo, casi 60 años, para oficializar su memoria. Exactamente, hasta el Sexenio Democrático (1868-1874). Fue entonces cuando los politicastros reivindicaron a los héroes madrileños en nombre de la libertad y la independencia de la patria.
En realidad, Madrid es bastante dada a los motines. Habrá que recordar el de Aranjuez, en marzo de 1808, y el del Mosca, el 20 de junio de 1980. Este segundo se produjo cuando Lou Reed estaba dando un concierto en el campo del Moscardó y abandonó el escenario después de que le arrojasen un objeto. La que se lió fue de las buenas. Aquellos jóvenes de entonces —mis contemporáneos— habían empezado a llamar “Malasaña” al barrio de Maravillas. Aún lo denominaba así Rosa Chacel, en 1976 en el título de una de sus novelas más celebradas. Hoy, Manuela Malasaña da nombre a una calle y al que fuera su vecindario. Además de a un instituto en Móstoles, otra calle allí y a una estación de la línea 12. Aún le queda a Madrid otra chispera como ella.
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