Soy un niño, blanco, blando, rubio y cabroncete. Camino por la calle en La Manga del Mar Menor. No sé cómo se llama la calle, nunca me aprendo los nombres. No lo hice de pequeño, tampoco lo haré cuando crezca. Son cosas mías. Puedo situarla sin dudarlo, esa calle y cualquier otra, en el mapa. Pero los nombres o los números se me escapan. Mi memoria no quiere asociar las definiciones de otros con mi espacio mental. Sé que la calle está a una casa de distancia del Mar Menor. El chalet de mi abuelo está también ahí. Un paraíso sembrado con lantanas, geranios, acacias, pinos y pájaros, tantos pájaros ocultos permanentemente en ese terrenito desde el que por la noche se podía escuchar el Mar Menor, aún vivo, que bien pudieron haber sido sembrados por mi abuelo, como todo lo demás. Con ese mismo esmero con que cada año, tras el invierno, reponía los geranios que se perdían. Se los llevaba una u otra plaga, a ratos una polilla, que más tarde vendría a terminar con plantas de geranios que las abuelas, incluida la mía, tenían en sus patios. Eso cuando no morían por simple debilidad. Es lo que tiene propagar matas en laboratorios como si fueran cultivos celulares.
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