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Mar Menor de mis infancias

Mar Menor de mis infancias

Soy un niño, blanco, blando, rubio y cabroncete. Camino por la calle en La Manga del Mar Menor. No sé cómo se llama la calle, nunca me aprendo los nombres. No lo hice de pequeño, tampoco lo haré cuando crezca. Son cosas mías. Puedo situarla sin dudarlo, esa calle y cualquier otra, en el mapa. Pero los nombres o los números se me escapan. Mi memoria no quiere asociar las definiciones de otros con mi espacio mental. Sé que la calle está a una casa de distancia del Mar Menor. El chalet de mi abuelo está también ahí. Un paraíso sembrado con lantanas, geranios, acacias, pinos y pájaros, tantos pájaros ocultos permanentemente en ese terrenito desde el que por la noche se podía escuchar el Mar Menor, aún vivo, que bien pudieron haber sido sembrados por mi abuelo, como todo lo demás. Con ese mismo esmero con que cada año, tras el invierno, reponía los geranios que se perdían. Se los llevaba una u otra plaga, a ratos una polilla, que más tarde vendría a terminar con plantas de geranios que las abuelas, incluida la mía, tenían en sus patios. Eso cuando no morían por simple debilidad. Es lo que tiene propagar matas en laboratorios como si fueran cultivos celulares.

En la calle el sol cae, caía, cayó, a plomo. Se queda capturado en el asfalto y me corta la piel, blanca como un folio a pesar de los meses en la playa. Para mí no existen horas de no estar en la calle. O más bien en el Mar Menor, en esa laguna salada destinada a ser sopa, en la misma que mi madre se desarrolló en sus veranos. Mi hermano y yo somos como perros asilvestrados. Nadamos, buscamos berberechos, bajamos a pulmón tan hondo que los oídos nos pitan. Y seguimos bajando. Arriba a por aire, y de nuevo para abajo. Entre resuellos. Riendo. Tocar el fondo es dar con un secreto. Y ya puedo asegurar que queríamos ese tesoro, ese secreto, que son sinónimos. También los que se guardaban en las noches junto al mar, o bajo las adelfas, en el nido invisible de alguna rapaz, o en el vuelo de los murciélagos que seguía tumbado en el porche de la casa. Como un perro con el cuerpo agotado pero la mente aún inquieta. Deseoso de más. Siempre de más. Un niño diabólico que se pasea por toda La Manga del Mar Menor en su bicicleta, metiéndose en problemas, caminando por las rocas más afiladas, quemándose a veces, cuando no se cortaba o laceraba. Como una gamba. Como un guiri o uno de los de Madrí. Así me ponía. Pero yo era un bicho de esa tierra, crecido en ella. Quizás no muriera en ella, aunque no sería por falta de intentarlo, pero crecería en sus calores abrasadores, en las lluvias inesperadas, con el olor a cieno, los viejos cubiertos de detritos orgánicos descompuestos, estudiando hormigas, acosando cangrejos. Con los helados que me compraba porque me daban el dinero y, bueno, el dinero siempre me quemará en el bolsillo, pues los compraba. Aunque no sabía que los odiaba, y se me derretían en las manos, que se ponían pringosas. Y me tiraba al mar con las manos por delante, como el que vuelve al vientre de su madre y no quiere salir de ahí. A limpiarme las manos, a quitarme el pringue de la gente que ensuciaba mi laguna, a hundirme y quedarme con los pepinos de mar, y los cangrejos, y los sargos hermosos. Porque mi intuición me decía que eso no duraría siempre. Y mi mal carácter me dirigía contra los turistas, a quienes atormentaba como me diera la gana. Con mi hermano siempre detrás. El pobre, todavía tan bueno, tan confiado en mí. Y yo ladrando a toda esa gente que no sabía ver que se cagaban en mi tesoro, en mi joya, en el lugar que mi memoria siempre conservaría dentro sobre el altar como la tierra que me forjó y empujó a ver la vida antes de consumirla cual parásito molesto. Aunque no supiera el nombre de una puñetera calle, aunque hoy, que el paraíso de mis abuelos, que fue el refugio de mi madre, y luego me inspiró, empujó, nutrió y crio, hoy que está muerto y podrido, hoy que unos señores que no saben de ciencia, ni les importa, que no saben de la vida porque son políticos, hacen impensable su recuperación, solo pueda escribir párrafos interminables que expresan al niño que nunca volverá, y al que le preocupa que otros niños de la tierra no podrán crecer como hijos del salitre, del sol salvaje, de los cortes en las rocas y los peces de rostros complejos, cómicos, de mirada concienciada. Hoy que solo puedo lamentarme desde Miami, no tengo para nadie moralina alguna. Solo lágrimas de prepúber y recuerdos tornasolados sobre un fondo de vida eutrofizada.

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