La muerte de Diego Armando Maradona el 25 de noviembre de 2020 ha despertado en todo el mundo una reacción de condolencias, simpatía, admiración y cariño como no se habían visto antes hacia ningún deportista; no sólo en los lugares donde nació y jugó, sino en países y ámbitos sin relación con su vida profesional. Entre la gente, en los medios y sus articulistas, en las iglesias incluso —ya lo habían hecho la música, el cine o la literatura— se le han dedicado homenajes y menciones de todo género. No han faltado, ciertamente, quienes han manifestado su desconcierto por tales alabanzas, y hasta su desaprobación. Con todo, sospecho que acabamos de asistir al nacimiento —acaso la consagración— de un mito. Si tal cosa ocurre, entiendo que se explica no por su calidad como jugador (“un astro del fútbol”), sino porque ha mostrado una forma de vida, una actitud, que sus admiradores reivindican como valiosa.
La exaltación de este hombre se debe a que ejemplifica de manera extraordinaria el conjunto de valores y el deseo de emancipación que verdaderamente sienten los más desfavorecidos de la sociedad. Se le ama porque es un modelo moral y una esperanza. La sonrisa de Maradona jugando con una pelota es la felicidad misma de un hombre libre que ha dedicado su vida a su pasión; que ha disfrutado del juego, incluso por encima de los resultados deportivos. Se trata de alguien surgido de una familia miserable, criado en un barrio marginal de un país no desarrollado; su triunfo es el de un plebeyo, debido a la fuerza de su talento, sin ayudas, amiguismos o influencias. Ha ganado dinero, pero nunca ha sido esa su meta, sino la resultante de su actividad, lúdica por encima de todo. Sus dos memorables goles contra Inglaterra (México 86) tras una guerra colonial supusieron la compensación moral de su país, un hecho de justicia poética celebrada por millones de hombres y mujeres sojuzgados por la ambición imperialista de la que ese país es representante eximio. Su fichaje cuando se encontraba en plenitud de facultades por el Nápoles, un equipo menor, es ejemplo de desclasamiento, la muestra de un comportamiento beligerante y desdeñoso respecto del Norte, su dinero, su prestigio, su poder. Parece innegable la ilusión contagiosa que Maradona ha llevado a esas capas de la sociedad, a esos lugares escombrados por los dominadores. Se ha hecho célebre la solidaridad y el apoyo de sus iguales, y muchos han recibido de él sus atenciones (partidos benéficos, dinero, ayuda personal). Sus posiciones políticas, aireadas sin complejos a favor de una revolución socialista y de los presidentes latinoamericanos de izquierda, sus tatuajes del Che y Fidel Castro, se entienden como esa reivindicación superior de la justicia social y la reparación del daño infligido a los pobres. Por último, su drogadicción, sus excesos, los hijos extraconyugales han sido difundidos con morbo y aun intención de escándalo por todo el mundo; él mismo se ha lamentado de sus errores con amargura y cuando ya eran irreparables; por no haber sido mejor jugador, hacer daño a otras personas, no ver crecer a sus hijas.
Maradona representa un desmentido radical del orden social, político y moral en que vivimos y que se nos predica de manera incesante. Para el orden establecido, existe un destino social, desigual e insalvable: habrá siempre porcentajes de pobres que tendrán que luchar por sobrevivir, trabajar, resignarse; frente al enriquecimiento, el consumo, la seguridad y la exhibición de los privilegiados. Maradona llama al orgullo de los perdedores del mundo y rehúye identificarse con los potentados. Para el orden moral hegemónico, la vida consiste en esfuerzo, sacrificio, competencia, mérito; nadie puede evitarlos. Las posesiones son la medida del estatus alcanzado; las cuentas corrientes abultadas, el laurel en la cabeza. Maradona, por el contrario, vence jugando, reivindica la jovialidad, el recreo, la realización personal. Aunque su palmarés sea inferior al de muchos otros, es su calidad lo inolvidable; el goce es el signo de la verdad, goce que se comparte y se celebra. El sistema está conformado por la economía capitalista, la democracia parlamentaria, sus maneras formal y legalmente limpias y neutras. Maradona cuestiona la bondad de esa economía, esa política y esa ley, incluso su estética, en tanto no hacen justicia, no rescatan a los que sufren, sino condenan y desesperan a millones de personas faltas de recursos. Su crítica sin miramientos, deslenguada y directa se vuelve insoportable, impide el disimulo y los eufemismos; reclama el orgullo de pertenecer al pueblo y llama a unirse a su ansia de liberación. La moral impuesta aborrece la publicidad de las corruptelas y los excesos, aun cuando los tolere, los justifique y hasta absuelva; el Maradona trastornado y debilitado por sus equivocaciones asume el desgarro, no se cobija en la hipocresía, aprende la dura lección de que la vida no perdona ciertos extravíos; y en esa derrota encuentra la comprensión de muchos otros que caen. A los ojos de quienes lo aclaman no es perfecto ni santo; pero sus virtudes capitales lo redimen y lo aúpan a la condición de hombre logrado.
Decretó Friedrich Nietzsche la muerte del Dios legislador. No contamos ya con un criterio último de verdad y moralidad; nos debatimos entre diversas propuestas de sentido, abusos de poder, intereses, conflictos. Por eso, no es cierto que nos hallemos en un vacío moral; sobre esa pluralidad de opciones, impera el código ordenado por la clase acomodada, el que se expresa en estructuras, instituciones, contratos, hábitos y pautas que nos condicionan. A veces formuladas, a veces sólo intuidas, se dan, en oposición a él, las aspiraciones de una humanidad sometida: el anhelo de una vida libre de la miseria y la proclamación de su derecho a jugar y ser feliz. Diego Armando Maradona no suscitará una revolución, pero quedará en la memoria colectiva porque ya encarnó ese deseo y lo reclamó para todos.
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