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Marcel Duchamp, un artista bajo el signo de la bisagra

Marcel Duchamp, un artista bajo el signo de la bisagra

Escritores como Mallarmé, Alfred Jarry o Raymond Roussel fueron el “portal” en su búsqueda de un arte que encarnase el tránsito entre dos estados mentales, pero lo que en realidad creó fue una máquina infinita de fabricar enigmas cuya resolución es un espejo.

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A Duchamp a veces se lo define como un “artista literario”, no porque hubiera leído muchos libros, sino porque gran parte de las ideas de las que partían sus obras eran como poemas sinestésicos, en donde los juegos fonéticos, las aliteraciones, los calambures y demás figuras retóricas se asociaban de formas imposibles para generar no un único significado sino infinitos, no sólo a partir de la superposición de imágenes y objetos, también en sus títulos e incluso en las cajas de instrucciones que acompañan (o resignifican) sus obras.

Como Arthur Rimbaud escribió en Las cartas del vidente (1871), lo que Duchamp buscaba era algo parecido a “alcanzar lo desconocido por el desarreglo de los sentidos”, o lo que es lo mismo, librar al artista de la petulancia de creerse el creador último de nada para ser el médium en un ménage à trois con la obra y el espectador. Algo que también aprendió de Mallarmé, para quien el lenguaje era “la cosa” y su contrario, y tal vez del propio Baudelaire, que veía el mundo como un texto en movimiento escrito en un idioma secreto en donde cada página era la traducción y la metamorfosis de otra, y así sucesivamente.

"Los detectives académicos suelen decir que la época comprendida entre 1913 y 1914 fueron los grandes años de lecturas de Duchamp"

Básicamente, la chispa de toda la literatura posmoderna y una inagotable fuente de interpretaciones para la crítica y la academia, que sigue tejiendo hilos narrativos en torno a sus obras, algunos de ellos perversos, fascinantes y ¡noir! Ahora todos somos detectives escrutando la escena de un “crimen bisagra” que una vez (creemos) haber resuelto nos convierte a su vez en cómplices de su perpetración.

Como antecedentes literarios (y a tenor de los tiempos, quizás incluso “penales”), la lectura de Duchamp de Jules Laforgue, Alfred Jarry (muso ubuesco de algunos de los más notables vanguardistas, incluyendo a Picasso) y Raymond Roussel.

Pero mejor analicemos los hechos:

En el año 1912, el rechazo de su obra Desnudo bajando una escalera N.2 en el Salon des Indépendants de París por parte del círculo cubista, a quienes le parecía una broma de mal gusto que un ¡desnudo bajase una escalera! —un desnudo se agacha, un desnudo… en fin—, sume a Marcel en una crisis vital que lo llevaría a apartarse de cualquier rebaño por muy vanguardista que fuera, renunciar a vivir del arte y refugiarse durante dos años en la Biblioteca de Santa Genoveva, formándose y trabajando como bibliotecario “en prácticas”. Los detectives académicos suelen decir que la época comprendida entre 1913 y 1914 fueron los grandes años de lecturas de Duchamp, que aprovechó los tiempos muertos para leer filosofía y montones de libros sobre perspectiva, especialmente renacentista.

"Curiosamente, Laforgue era de origen uruguayo, igual que el conde Lautréamont, autor de Los cantos de Maldoror y considerado el gran profeta de los surrealistas, junto al marqués de Sade"

Los primeros esbozos para su Desnudo los había realizado inspirados en poemas de Jules Laforgue, especialmente “Encore à cet astre», donde se dedica a burlarse del sol como representante, dirá Pedro Alberto Cruz Sánchez en su libro Duchamp y la literatura (Micromegas, 2018), del desgastado “antiguo régimen” intelectual, que es la casa del Padre, de la luz, el positivismo científico y lo masculino, por contraposición a la luna —“la sombra y lo femenino”—. Todo muy oriental y jungiano… ¿no es cierto? De hecho, esta dicotomía entre lo masculino y lo femenino (solar y lunar) fue la base de esa nueva arquitectura visual que daría lugar a su revolucionario Gran Vidrio (La novia desnudada por los solteros, 1922-43), que el escritor Octavio Paz definió en Water writes always in plural como un enigma a descifrar, donde el acto de mirar se convierte en un rito de iniciación que nos enlaza con algo muy antiguo, la conexión entre las vírgenes (la novia) y la máquina (el acertijo).

Pero, además, Duchamp tomó del simbolista Laforgue, muy denostado en su época por experimentar con el verso libre y abordar con un humor muy ácido lo que para el ciudadano “de bien” eran pilares (el matrimonio, la familia, el amor romántico…), una ironía que acabaría superando. Al tiempo que se inspiró en los títulos de sus composiciones, que le hacían mucha gracia a Marcel, y el modo en que Laforgue satirizaba a los personajes literarios y de la antigüedad en sus Moralidades legendarias (1887), donde convierte, por ejemplo, al príncipe Hamlet de Shakespeare en un total gilipollas. Y si eso era posible, ¿por qué no atreverse a ponerle bigote y perilla a la Mona Lisa? Su herencia está presente en obras como L.H.O.O.Q (1919), acrónimo que desglosado viene a decir: “Elle a chaud au cul” (Ella tiene el culo caliente).

"¿Era la mujer de Étant donnés la misma novia desnuda por los solteros de El Gran Vidrio celebrando el mejor orgasmo de su vida? ¿O una mujer violada y torturada?"

Curiosamente, Laforgue era de origen uruguayo, igual que el conde de Lautréamont, autor de Los cantos de Maldoror (1869) y considerado el gran profeta de los surrealistas, junto al marqués de Sade. Si bien Duchamp iría siempre por libre, algo que aprendió de leer a Max Stirner, padre del egoísmo filosófico, parte de esa obsesión con los crímenes sangrientos que ponían a prueba el doble rasero de una sociedad en donde había violencias más legítimas que otras —las muertes durante la Primera Guerra Mundial versus los asesinatos callejeros recogidos en las noticias de sucesos o faits-divers—, sí que debió influirle. No sólo en el uso recurrente de maniquíes (“mujeres desmontables”), como la muñeca con delantal y un grifo adherido al muslo con la que decoró en 1945 el escaparate de Gotham Book Mart de Nueva York con motivo de la publicación de Arcane 17, de André Breton, sino también (o sobre todo), en su obra definitiva: Étant donnés (1946-66).

Investigadores como el profesor Jean Michel Rabaté han creído ver en la mujer desnuda de vagina deforme que sostiene una lámpara de gas en la mano tras la puerta voyeur de E.D un guiño a uno de los crímenes no resueltos más famosos de la historia de Estados Unidos: el asesinato en 1947 de Elizabeth Short, apodada La Dalia Negra. Rabaté sostiene que Duchamp pudo haberse inspirado en las fotografías que aparecieron en la prensa sensacionalista de la época, donde el cadáver de Short yacía diseccionado y torturado en un terreno baldío de Los Ángeles, aunque su cuerpo fue convenientemente cubierto con una manta aerografiada para no escandalizar más de lo preciso. También apunta, citando a Steve Hodel, autor de una serie de true crimes con los que Freud se lo pasaría teta, que incluso pudo tener acceso a imágenes no censuradas del asesinato e información sobre el mismo que sólo conocían unos pocos. Por supuesto, también aborda otras hipótesis… Lo increíble del caso aquí es cómo la vida (y la muerte) se pliegan sobre el arte y el arte vuelve a plegarse sobre la vida. Y, de hecho, cuando tras la muerte de Duchamp la enorme instalación en la que trabajó más de veinte años en completo secreto fue trasladada al Museo de Arte de Filadelfia, algunos de los espectadores-testigos que miraron a través del pequeño agujero en la puerta aseguraron que parecía un cadáver como los que se encuentran en las salas de disección. ¿Era la mujer de Étant donnés la misma novia desnuda (al fin) por los solteros de El Gran Vidrio celebrando el mejor orgasmo de su vida? ¿O una mujer violada y torturada? O todo. ¿Puede una obra convertirse en un catalizador de ficciones que se autorrealizan en la medida en que se escribe sobre ellas?

Mallarmé también reflexionó en su libro Divagaciones (1897) sobre los faits-divers (incendios, secuestros, asesinatos…) inventando el género del poema crítico. La sección dedicada a los mismos abría con la siguiente frase: “Nadie, finalmente, escapa del periodismo”.

"A fin de cuentas, concluye Jarry, ¿no es la noticia una novela, o al menos un relato corto, salido de la brillante imaginación de un reportero? O lo que es lo mismo, una realidad construida"

Ni siquiera el ubuesco padre de la patafísica, Alfred Jarry, quien se había convertido en otra clase de profeta para la vanguardia, un chamán del absurdo, de la ciencia de las soluciones imaginarias y de las leyes que rigen las excepciones, pudo escapar de “cierto” periodismo. Aunque a menudo suele citarse Le Surmâle (El supermacho, 1902) y Gestas y opiniones del doctor Faustroll, patafísico (1911) como las grandes influencias de Duchamp en lo relativo a su humorismo científico y sus juegos de palabras, la extrema libertad del universo duchampiano nos permite, en tanto que detectives, otras asociaciones mucho menos evidentes. Como la que vincula arte, crimen y la llamada “cuarta dimensión” que tanto fascinó a Duchamp: en donde un mundo de tres dimensiones sería la proyección de una realidad cuatridimensional. Es decir, un mundo aparente, un simulacro.

En un artículo titulado “La Chandelle verte and the fait divers» publicado en la revista L’esprit créateur, David F. Bell aborda un aspecto poco conocido de la obra de Jarry como cronista de la vida y la cultura parisina, incluyendo de forma aleatoria sus manifestaciones más extremas (operaciones quirúrgicas, lucha libre, fetichismo ortopédico…), consideradas todas ellas como gestes (gestos o gestas) del espíritu humano. Lo que le llevó a meditar sobre la naturaleza paradójica del concepto de “fait-divers”, noticias que se parecen la una a la otra y que aportan una falsa sensación de comunidad en el lector (éste podría ser yo) que lo aíslan aún más. A fin de cuentas, concluye Jarry, ¿no es la noticia una novela, o al menos un relato corto, salido de la brillante imaginación de un reportero? O lo que es lo mismo, una realidad construida.

Las “máquinas eróticas” de Duchamp no hacen más que evidenciar y democratizar el proceso de construcción de la realidad haciendo que nos miremos en un prisma especular: el autor, el personaje, el medio, el receptor e incluso la víctima cuyo cadáver atiborrado de narrativa debe aparecer para que la historia proyecte una ilusión de avance. (avenç en catalán, parónima de abans, “antes” —que es lo más que puedo aportar como turista de la obra de Raymond Roussel—).

Ahora que las IA pueden hacer todo lo que nosotros hacíamos más o menos de forma maquinal, incluso escribir como Raymond Carver, escribir para el “mercado”, remendar ficciones que funcionen, que sean más de lo mismo con una ligera variación, lo duchampiano, entendido como errático, “inútil” desde la óptica de los resultados, una deriva constante, es lo único que va a hacer que sigamos siendo máquinas diferentes a las máquinas. Quizás la gran aportación de Duchamp al mundo de la literatura y la creación sea recordarnos que mirar es mirarnos y que absolutamente todo hace bisagra con todo. Esa es la “cosa”, que diría David Lynch.

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