Habíamos, en un artículo, mostrado extrañeza ante la larga prisión de don Juan March. Y a los días en todos los periódicos aparecía un extenso alegato de su abogado. Con el periódico en la mano, considerábamos este escrito. No entendemos nada de las leyes; hemos hecho, en lejanos tiempos, estudios de Derecho en la Universidad. ¿Lograríamos entender ese alegato —o como quisiera llamársele— en que tantos y tantos cargos y descargos se consignaban? Y comenzamos la lectura. El escrito se iba desenvolviendo lenta y pausadamente. No encontrábamos —con profunda sorpresa nuestra— nada que fuera difícil, arduo, oscuro, enredijado en las razones que se iban exponiendo. Las leíamos, leíamos los cargos y descargos, cual si se tratara de una amena novela o de un interesante drama. Y no paso más. El tiempo discurría; los días iban sucediéndose. Otros asuntos embargaban nuestra atención. Y una mañana, distraídamente, sin pensarlo, volvimos a coger el antiguo periódico. Hemos hablado de una novela; el novelista, el autor de cuentos y novelas, despertaba, ahora, sin poderlo remediar, en nosotros. Ante este escrito, tan largo y tan minucioso, sentíamos el aguijón del novelista. Y como novelista lo estábamos estudiando ya. Una vez, más leíamos el alegato del jurista. Alguien hacía cargos; iba haciendo cargos, iba formulando reproches, condenaciones. Y el jurista, con escrupulosidad, con cuidado, iba contestando a tales y tantos reproches, cargos o condenaciones. Los cargos no parecían ahora, leídos como novelista, leídos como podía leer un autor de novelas o un creador de personajes e incidencias teatrales, un poco exagerados. No nos decidíamos a pronunciar la palabra «exageración»; no era éste el vocablo adecuado. Había que precisar. Si durante un año había yo seguido el asunto de este prisionero, lógica y continuadamente se había ido formando en nuestro espíritu un concepto que ahora estábamos confrontando con la realidad. El concepto se hallaba vivo, auténtico, formal, en nuestra sensibilidad. Y la realidad que había de corresponder a tal concepto la teníamos allí, ante nosotros, en aquel pedazo de papel. Nuestros ojos iban del concepto a la realidad, y de la realidad al concepto. Y había algo que nos hacía dudar y que no acertábamos a definir.
En una casa, una de esas casas antiguas, con multitud de anejos y de accesorias, vamos visitando todas las dependencias: salas, pasillos, galerías, cuartitos y espaciosas cámaras. No conocemos la casa y tomamos, en este visitar, un vivo gusto. No conocíamos los cargos que se hacían a D. Juan March, y leíamos con vivo interés el escrito que ante la vista teníamos. Y de pronto, en el recorrer de la casa, en el ameno ir y venir por los espaciosos salones o reducidos cuartitos, encontramos un desnivel. El piso en el que antes poníamos los pies ahora sufre un descenso y hemos de entrar en otro plano. ¿Por qué se produce este desnivel? ¿A qué atribuimos este descenso del piso en la vieja casa? Pensamos un instante; nos asomamos a la ventana; hacemos mentalmente un ligero cálculo, y venimos a caer en la cuenta de que, en la casa, de un anejo hemos pasado a otro. Y al pensar en esto, al recordar nuestros paseos por antiguas casas de pueblo, relacionábamos sus desniveles con el desnivel que ahora, en el escrito de los cargos y los descargos, habíamos notado. Los cargos no eran gran cosa; no tenían, en fin de cuentas, nada de extraordinario; si el imputado en vez de refutarlos minuciosamente, se hubiera conformado con ellos, no hubiera podido ser inculpado de ningún hecho condenable; si el imputado hubiese aceptado sencilla y llanamente los que se le acumulaban, hubiéramos exclamado con naturalidad: «¡Pues todo eso no tiene, en fin de cuentas, nada de particular!» Y éste es, querido lector, y con toda sinceridad lo decimos, éste es el desnivel que en el escrito notamos. Existe una solución de continuidad, un claro, un desnivel, entre este escrito, estos cargos y los hechos. En un lado, a un nivel, está lo que leemos en el escrito, y a otro lado, en distinto nivel, están los hechos que conocemos, y que parangonamos con el escrito; son la larga prisión de D. Juan March y todos los accidentes —dolorosos accidentes— que la circuyen. El novelista no ve paridad entre una y otra cosa. No las ve, y su imaginación trata de llenar tal claro, de cubrir el dicho desnivel. Es preciso pasar de una parte a otra, en la casa. Existe un desnivel. Pero, ¿a qué corresponde ese desnivel? Tal es, simple y claramente enunciada, la cuestión.
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