La apreciación de la crítica respecto a los autores suele ser inamovible, de modo que me imagino que William Faulkner, Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald seguirán ostentando esa dignidad de terna rectora de la Generación Perdida de la novelística estadounidense y otras grandezas por el estilo, con las que se les distinguía cuando yo les leía —y leía sobre ellos— con avidez.
Scott Fitzgerald y Faulkner fueron los que más escribieron para la pantalla. Pero el Scott Fitzgerald guionista no está a la altura de su “compañero”, que diría Gatsby. Casi se recuerda más el vómito que le provocaron las bizarras fisonomías de los actores de Tod Browning en La parada de los monstruos (1932), al coincidir con ellos en el comedor de la Metro, que su trabajo en el libreto de La pelirroja (Jack Conway, 1932). Esa era la tarea que, por aquellos días, ocupaba a Scott Fitzgerald en aquel estudio.
Hay constancia, aunque no aparece en los títulos de crédito, de que William Faulkner fue uno de los guionistas de John Ford en varias películas de los años 30: Carne (1932), Submarine Patrol, Cuatro hombres y una plegaria (ambas del 38) y Corazones indomables (1939). Lo que es un dato incontestable son los libretos que Faulkner escribió para Howard Hawks entre El camino de la gloria (1936) y Tierra de faraones (1955), todo un capítulo en la filmografía del maestro en el que destacan filmes como Tener y no tener (1944) y El sueño eterno (1946). Basada la primera de estas dos últimas en la novela homónima de Hemingway, éste precisamente, quien apenas se prodigó como guionista —Tierra de España (Joris Ivens, 1937) y poco más—, fue el más adaptado por la pantalla, lo que permite concluir que Hollywood se movía en base a la celebridad de los triunviros, y Hemingway fue el más popular.
Dejando a un lado las discutibles versiones de Henry King —Las nieves del Kilimanjaro (1952), Fiesta (1957)—, suplicio que también sufrió Scott Fitzgerald en Suave es la noche (1962), las novelas y los relatos de Hemingway han inspirado varias obras maestras. Amén de la ya referida Tener y no tener, hay que hacer mención del primer Adiós a las armas (Frank Borzage, 1932), todo un ejemplo de ese cine pacifista que inspiró la Gran Guerra. Por quién doblan las campanas (Sam Wood, 1943) es un clásico de nuestra Guerra Civil. Pero, antes que ningún otro, se debe mencionar Forajidos (Robert Siodmak, 1946) uno de los mejores noir canónicos, así como uno de los más versionados con posterioridad y, casi siempre, con sumo tino.
Es una lástima que, entre todo lo bueno que Hemingway brindó al cine, no cuente también su nieta Margaux, una de esas actrices fugaces que no responden a las expectativas que despiertan. Maldita y alucinada, al echar ahora la vista atrás nadie hubiera imaginado que iba a acabar así cuando, merced a su apellido y a ser una de las modelos mejor pagadas de su tiempo, irrumpió entre aplausos en la pantalla mediados los años 70.
Ninguno de los comentaristas que, ante el patetismo de sus últimas fotos —obesa hasta la morbidez por la bulimia e hinchada por el alcohol y todo lo demás— titularon sus crónicas con un recurrente ¿Por quién doblan ahora las campanas? se detuvo a pensar un par de cosas. La primera, que, como apunta en la cita del comienzo de la novela el poeta metafísico, isabelino e inglés, John Donne: la muerte de cualquier persona nos disminuye a todos porque disminuye a la humanidad entera, de la que todos formamos parte. Luego las campanas siempre suenan por todos. Más especialmente, por el lector de la cita.
La segunda de las cuestiones que se les pasó por alto a cuantos se regodearon en el final de Margaux fue que la actriz, al poner fin a sus días el primero de junio de 1996 con una sobredosis de fenobarbital, fue a cumplir con una inquietante tradición de su familia: la de quitarse la vida. Al saberse acabada, Margaux se despidió del mundo cruel el 1 de julio de 1996. Acaso obedeciendo a un procedimiento semejante a esa matemática tiniebla, que Neruda atribuía a la obra del gran Edgar Allan Poe, la nieta del autor de París era una fiesta se mató un día antes de cumplirse el treinta y cinco aniversario de que su abuelo se metiese en la boca el cañón de su escopeta favorita y se pegase un tiro. Más aún, el padre del novelista —bisabuelo de la actriz— ya se había suicidado. Total, que cuando Margaux también se convirtió en asesina de sí misma, fue la séptima suicida de la familia Hemingway en tres generaciones. Ya en 2013, Mariel —hermana menor de Margaux y también actriz— reconoció en un documental, dirigido por Barbara Kopple y presentado en el Festival de Sundance con el título de Running for Crazy, que sobre su familia parece cernirse una maldición, semejante a la que, dicen, pesa sobre los Kennedy y las muertes violentas. Los Hemingway estarían abocados a la depresión y la posterior autoinmolación. Mariel, antigua musa de Woody Allen en Manhattan (1979), reconoce frente al tomavistas de Kopple que, dados sus antecedentes, siempre ha procurado evitar el desequilibrio. Pero también añade: “El suicidio no tiene explicación razonable. Algunas personas piensan en ello durante años y lo planean. Para otras son veinte minutos oscuros en los que deciden matarse. Algo sorpresivo y aterrador”.
Además de por ser nieta de Hemingway, Margaux irrumpió en la pantalla protagonizando Lápiz de labios (Lamont Johnson, 1976), poco más que un telefilme que fue distribuido en la cartelera cinematográfica por ella. Y es que, en aquellos días, a sus veintidós años, era una chica despampanante, que se decía entonces. Qué lejos estaban la bulimia y la epilepsia que la precipitaron al final dos décadas después.
Aunque había nacido en Portland (Oregón) en 1954, parecía una de esas bellezas californianas, atléticas y bronceadas. Sin embargo, hay un dato que quizá no hubiera debido tomarse tan a la ligera. En realidad, se llamaba Margot. Pero apenas se enteró de que sus padres estaban ebrios de cierto vino de Burdeos —Château Margaux— cuando la concibieron, decidió cambiarse el nombre para que coincidiera con el de dicho caldo. No hace falta ser Franco Basaglia para barruntar que los hijos y nietos de alcohólicos con tendencias suicidas, cuantas menos bromas con la botella, mejor.
Aunque debido a una acusada dislexia no pudo leer la mayor parte de las novelas de su abuelo, Margaux se había hecho notar en las portadas de Vogue, Elle, Cosmopolitan, Harper’s Bazaar. La misma revista Time que empleó como corresponsal en Londres a Mary Welsh, la última esposa de su abuelo, dijo que la nieta sintetizaba el ideal de la nueva belleza. Y bien es cierto que, con lo que le gustaron a Hemingway las mujeres, le hubiera hecho feliz tener una nieta así.
Lo malo fue que Lápiz de labios —sobre una modelo que busca justicia tras haber sido ultrajada brutalmente— no respondió a las expectativas que despertó. A decir verdad, la carrera en la pantalla de Margaux se vino abajo sin haber llegado a despegar. En Hollywood, en lo que a la interpretación se refiere, fue poco más que una mera diletante. Sus mejores películas las realizó en Europa. Así, para Antonio Margheriti, uno de los grandes de la pantalla italiana de géneros, fue la Gabrielle de Voracidad (1979), una aventura muy al gusto de la época sobre unos ladrones de joyas que han de recuperar un botín perdido en unas aguas plenas de unas pirañas especialmente voraces. Volvió a su país para ponerse a las órdenes de Menahem Golan, el paradigma del cine comercial estadounidense de aquellos años, en la comedia Al otro lado de Brooklyn (1984). A España la trajo José Antonio de la Loma para protagonizar Goma-2 (1984), sobre un terrorista reinsertado que se venga de la mafia que ha matado a su mujer.
En fin, pese a que aún era una actriz en ciernes, a Margaux parecían importarle más las noches en Studio 54, donde era una de las chicas de moda, que la elección de los guiones. Siendo una de las reinas del célebre club neoyorquino, Liza Minnelli, Bianca Jaeger y Grace Jones eran sus compañeras en aquellas veladas.
Esas también fueron las noches en las que empezó a beber como su abuelo y a esnifar cocaína. Sin embargo, su derrumbamiento no fue consecuencia de los excesos y disipaciones de Nueva York. El principio del fin puede estar donde menos se espera. En su caso fueron los treinta y cinco kilos que engordó tras sufrir un accidente de esquí: había dejado de ser la belleza atlética y bronceada. La obesidad la sumió en una profunda depresión que nunca terminó de superar.
Ni los tratamientos de desintoxicación a los que se sometía con regularidad ni el yoga consiguieron terminarla de curar. Su filmografía quedó reducida a ciertas producciones rodadas exprofeso para su distribución en vídeo, que será mejor olvidar.
En 1990 recuperó la línea lo suficiente como para posar desnuda en Playboy. Poco después, encontraría una nueva fuente de ingresos dedicando las fotografías que se hacía desnuda. Empezó a desvariar. Acusó a su padre de haber abusado de ella cuando era una niña. Tanto su padre como su madre negaron la acusación. Tras darla por loca, no volvieron a dirigirle la palabra. Llegó a alejarse hasta de su hermana Mariel, a la que envidiaba al ver que su filmografía iba en ascenso.
Eso era lo que había cuando el primero de julio de 1996, Margaux Hemingway decidió que aquel era un buen día para el punto final.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: